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Lecciones de cosas para el metro

La medida de la realidad. La cuantificación y la sociedad occidental, 1250-1600

ALFRED W. CROSBY

Crítica, Barcelona, 1998

Trad. Jordi Beltrán

206 págs.

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Tanto la ciencia moderna como el capitalismo fueron dos invenciones europeas del Renacimiento. Su unión produjo una serie de transformaciones que han conducido al dominio de Occidente en todo el globo. En el caso de la ciencia, los historiadores llevan medio siglo tratando de identificar los factores que condujeron a la revolución científica del siglo XVII . Una figura venerable y un tanto idealista, Alexander Koyré, creía ver en la geometría aplicada al mundo natural la clave interna de la transformación del saber. En un artículo seminal de 1948, «Del mundo del "aproximadamente" al universo de la precisión», exploraba, con la penetración y riqueza erudita típicas en él, la generalización del enfoque matemático y cuantitativo en la época modernaA. Koyré, Pensar la ciencia, Barcelona, Paidós, 1994, cap. 3. Crosby no cita este artículo, pero su libro posee el mismo objetivo, tal como recoge el subtítulo. Desgraciadamente es impreciso, vago, inexacto y desconoce todo cuanto se ha averiguado después.

Por ejemplo, en 1976 T. S. Kuhn explicó en un artículo excelente, «Las tradiciones matemática y experimental en el desarrollo de la física»The Essential Tension, Chicago U. P., 1977, cap. 3., que la transformación de la ciencia ofrece características muy distintas en dos tipos de ciencias. En las disciplinas «matemáticas» desde la Antigüedad (las de cuadrivium), la revolución es conceptual y cuantitativa, mientras que en las «baconianas» (las artes del fuego, la química, la historia natural, la medicina), la innovación tiene poco que ver con las matemáticas y mucho con el automismo y la experimentación cualitativa. De esto Crosby no se ha enterado.

Posteriormente, y a medida que se ha conocido mejor la ciencia de civilizaciones no europeas, se ha visto que muchos de los rasgos experimentales, cuantitativos y matemáticos de la revolución científica están también presentes en Alejandría, China o el mundo islámico, aunque en estos medios no se produjo la unión de ciencia, tecnología y capitalismo típica de la Europa moderna. Ello ha llevado a realizar estudios comparativos para tratar de localizar los factores diferenciales clave. J. NeedhamScience and Civilisation in China, Cambridge U. P., 1954 y ss., por ejemplo, lleva cerca de medio siglo estudiando la ciencia china y comparándola con la occidental, rastreando los rasgos externos a la propia ciencia que influyeron en su carácter, concepción y métodos. Más recientemente, sir G. Lloyd ha escrito con penetración sobre el influjo de las diferentes experiencias políticas de los chinos y los griegos clásicos y helenísticos sobre su concepción de la ciencia y sus métodos de prueba. Nada de ello ha dejado huella en Crosby. Por lo que respecta a la comparación entre cristianos y musulmanes (y también chinos), Toby Huff ha ofrecido una discusión del papel de la revolución del derecho en Europa y la creación de diversas jurisdicciones y personalidades jurídicas como clave de las diferencias. Sus tesis son discutibles, pero interesantes. Desgraciadamente, aunque Crosby cita su libroThe Rise of Early Modern Science. Islam, China and the West, CUP, 1993., lo hace sobre una cuestión intrascendente y no parece haber captado el problema de fondo.

Sin embargo, es trivialmente cierto que desde finales de la Edad Media hay un notable aumento de la matematización y la medición, aunque sólo sea en áreas disciplinares (las ciencias geométricas) y técnicas (las artes mecánicas) restringidas. Todos sabemos que Galileo creó dos nuevas ciencias matemáticas sobre la resistencia a la fractura y sobre el movimiento. Esta última fue crucial, pues el movimiento era antes un proceso general de cambio ontológico y cualitativo ajeno a las matemáticas. Galileo hizo una ciencia axiomática, sobre el modelo aristotélico de la ciencia demostrativa ejemplificado por la axiomática euclídea, que invadió programáticamente la totalidad de la ciencia natural, pues como decía Aristóteles, preguntarse por la naturaleza es preguntarse por el movimiento. Ello llevó a Descartes a ofrecer una filosofía mecanicista capaz de sustituir en todos los puntos a la filosofía aristotélica, mediante la reducción de todos los fenómenos a materia y movimiento que se intercambia mecánicamente. Se trata de lo que Dijksterhuis ha llamado «la mecanización de la imagen del mundo»De Merchanisering van het Wereldbeeld, Ámsterdam, 1950.. Ahora bien, entre este programa y su realización media un proceso largo y difícil, pues, contra lo que parece creer Crosby, medir y cuantificar no es cuestión de levantarse un día de humor y tirar de metro, sino que es preciso elaborar antes conceptos métricos (funciones que asignen números reales a objetos físicos). Por ejemplo, para cuantificar los procesos termodinámicos es necesario elaborar antes el concepto de calor y el de temperatura, magnitudes extensiva e intensiva respectivamente, lo que tardó en inventarse más de medio siglo. Por otro lado, una cosa es medir y otra matematizar, esto es, utilizar un cálculo formal como estructura de las teorías. Por ejemplo, psicólogos y sociólogos miden cuanto se les ocurre sin que sus disciplinas sean matemáticas en el sentido en que lo es la física y en el que pretende serlo la economía. En vano se buscarán estas cuestiones de fondo en este libro.

Crosby intenta ofrecer primero una descripción del fenómeno de la cuantificación para pasar luego a dilucidar sus causas (pág. 26). Sin embargo, el «cómo» de la primera parte resulta ser un batiburrillo desconexo, trivial y frecuentemente errado de anécdotas, mientras que el «porqué» de la segunda es una estafa. Según pretende el autor, la clave de la cuantificación es un cambio de mentalité. Del mismo modo que los predicadores en los momentos críticos de sus sermones citaban a Cristo en latín, los académicos norteamericanos descarriados que quieren afectar cultura citan algo en francés. Sin embargo, sacar de la manga una mentalidad para explicar algo es tan circular como decir que el opio duerme porque tiene virtus dormitiva. Los fenómenos a explicar se hipostasian en una mentalité que luego se usa como explicación de esos mismos fenómenos. Al no tener un contenido independiente, la mentalité no posee consecuencias distintas de dicho punto de partida y por tanto no explica nada. Quizá consciente de ello, Crosby afina más y apunta que lo crucial es la «visualización», un término vago que alude más o menos a la práctica de anotar y dibujar. Ahora bien, desde que los sumerios inventaron la escritura hace cinco mil años, el discurso oral continuo y temporalmente inestable se fijó en el modo espacial-visual, por lo que toda ciencia y cultura posterior es «visualización». Listas, tablas, fórmulas, efemérides, mapas o ilustraciones no son algo exclusivo de los europeos. Lo típico de éstos es la amplitud de los problemas abordados de esa manera. Por qué ocurrió así continúa siendo un misterio después de leer a Crosby.

¿Qué interés puede tener este libro? Probablemente ninguno. O tal vez sirva para amenizar con curiosidades los viajes en metro camino del trabajo. No se debe buscar ninguna tesis, sino disfrutar del paisaje puntillista, aunque sin creerse las curiosidades que se nos cuentan, pues entre la frivolidad del autor, la desgana del traductor y el pasotismo del editor consiguen decir muchas inexactitudes, cuando no barbaridades. Como hay varias por página, sólo mencionaré unas cuantas. Se confunden frecuentemente los portulanos con las cartas y con los derroteros (que el traductor deja en inglés, quizá porque no sabe qué son). A las ornamentaciones del canto llano, en las que se quiere ver el origen de la polifonía, se las llama «añadiduras decorosas», como si fuesen estampitas de Maria Goretti. A las notas pedal se las llama «roncón», lo que dignifica a la gaita aunque denigra a la polifonía. En general se ignora que la música es una disciplina matemática desde Grecia que entrañaba mediciones precisas de intervalos y difíciles problemas de inconmensurabilidad. Ignora también que el órgano de tubos soplados por aire comprimido no es algo bajomedieval, sino que se retrotrae hasta Ctesibio en el siglo III a.C.

No es que sea erróneo cuanto se dice de los mapas, la música, la aritmética o la pintura; pero lo que es correcto no prueba nada o termina en frases huecas. Por ejemplo, pretende el autor que la introducción del cero produjo grandes sobresaltos, lo que muestra con un texto de Sacrobosco (siglo XIII ) que dice que un cero indica nada, aunque tras un uno significa diez. Quizá consciente de que eso no prueba gran cosa, el traductor deja la cita en inglés antiguo, difícil de entender. O bien, tras hacerse un lío con las matemáticas prácticas de los agrimensores egipcios y el teorema de Pitágoras, zanja el párrafo con esta bonita declaración: «El agrimensor decidió que el teorema era la prueba de la presencia de lo trascendental; era abstracto, perfecto y tan misteriosamente referencial como la aparición de un arco iris entre las neblinas» (pág. 24). Muy francés. O nos sorprende con la información de que para navegar por mares desconocidos no sirven los mapas y la sabiduría vieja. O formula mal la segunda ley de Kepler. O dice que 18 por 19 por 15 es 7.980. O cree que Juan Valverde, un anatomista de Amusco (Palencia) era italiano. Podría seguir con su mala interpretación del calendario y de la relevancia de las horas iguales frente a las estacionales (que ya se computaban en un reloj automático de Ctesibio); o con su malinterpretación de Aristóteles y Platón (parece ignorar que el programa astronómico de reducir los fenómenos irregulares a movimientos armónicos simples se debe a Platón). No hay tema que toque en el que no meta la pata, por lo que no robaré al lector ni a mí mismo un tiempo que es precioso, mídase con un cronómetro electrónico o con esa sensación desasosegante producto de la irritación y el tedio.

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Ficha técnica

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