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El tren interior

LAUSANA

Antonio Soler

Mondadori, Barcelona

202 pp. 17,90 €

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Antonio Soler vuelve a las librerías con una novela intimista, cuyo tema central es el recuerdo, en especial las heridas del pasado, y la manera en que éstas cicatrizan cuando la vejez y el olvido ocupan el espacio vital de los protagonistas de las viejas historias. Margarita, la protagonista, realiza el trayecto en tren desde Ginebra a Lausana. Acaba de dejar en una clínica a Jesús, su marido, que apenas tiene recuerdos del pasado reciente, y se dirige a la ciudad donde vive su hijo. Como si se tratara del negativo, de la mirada inversa de Jesús, ella revisará, en los cuarenta y cinco minutos que dura el viaje, toda la vida en común, las tímidas aproximaciones al fresador Vila, como le decía su padre, la pesada cotidianidad de la vida de una familia de exiliados, el relativo resurgir en Lyon y el gran engaño de Jesús con una de sus amigas. Al mismo tiempo, va a ir contrastando los viejos fotogramas que pasan por la ventana que da al lago Lemán, con esa otra película que sucede dentro del vagón y que sirve de contrapunto trágico a la de su propia existencia, pues ya no es protagonista de nada, sino una actriz en decadencia, destinada a rellenar el hueco de un asiento: una figurante más, sin derecho a decir ni decidir nada, sino acaso a observar que esa nueva obra, dinámica, moderna y tecnológica, es la misma que ella protagonizó, aunque sus actores aún no lo sepan.

Hay numerosas virtudes en esta novela. Su autor elige por primera vez una voz narrativa femenina, y lo hace con certeza. Es capaz de instalarse dentro de un cuerpo curtido, sin futuro, y desde allí elaborar un discurso trágico, que bordea la postura existencialista, pero que asume la vida como el único lugar y la conciencia de ésta, como única salvación o, más bien, como única justificación más o menos decente de la misma.

Es así como La Albondiguilla, apelativo que tenía de pequeña la protagonista, va a ir dándose cuenta de que la gran tragedia de su vida no era ni tan grande ni tan trágica, sino eso, la vida misma, en su discurrir, en su despiadada lógica, en su belleza, capaz de no respetar a nadie pero, al mismo tiempo, dotando a todos y todo de la vitalidad que las costumbres, la familia, el amor y las instituciones tienden a oxidar.
Soler hace todo esto con parsimonia. Al transformar a Margarita en una espectadora reflexiva y dueña de su pasado, el autor nos propone una lectura sin sobresaltos y, al hacerlo, espanta cualquier atisbo de artificio. Si hay dos tipos de novelistas –el que confía en la acción y el misterio para sostener la historia, y el que confía en la palabra, el uso de la metáfora y la atmósfera–, Antonio Soler es una muestra de este último, y es de agradecer, pues gracias a eso logra introducirnos en un universo lleno de contrastes, pequeños matices, lugares, recuerdos, sensaciones, que pasan a transformarse en personajes gracias a la manera de tratarlos y por la importancia que tienen dentro del desarrollo de la trama.

Si bien es cierto que esta novela trata de una vida y, por ende, podría tender hacia una escritura decimonónica, no lo es menos que el autor, a través del ejercicio de la recuperación del recuerdo, aporta más bien manchas dentro de una historia más compleja, más completa. Él mismo lo ha dicho: se trata de una escritura donde triunfa el impresionismo sobre la descripción, la insinuación sobre la explicación, el fragmento bien elegido sobre el dibujo, la aguada sobre el mural. Ayuda a esto ese hilván entre lo sucedido y lo sucediendo, y es sólo esto lo que le aporta dinamismo y tensión a la obra. Las reflexiones, meditaciones, cuestionamientos de la narradora protagonista, que se debate entre el ayer y el hoy, provocan una constante puesta en duda de las viejas certezas. Y es esa lucha interior, la emergencia de una pequeña sabiduría, la que mantiene en vilo la historia y nos hace desear seguir leyendo, desear que su tren no llegue nunca a su destino.

Además está la elección del lugar: no puede ser casual la utilización de un vagón de tren. Estamos hablando de la creación de un espacio mítico donde todo es posible. Como tampoco es casual esa extraña fijación de La Albondiguilla por las estaciones a las que el convoy va llegando e, inmediatamente, dejando atrás. La metáfora de la vida es obvia, quizá demasiado, y también ha sido demasiado utilizada; pero la elección del tren también es la elección de un ritmo, de un tempo, de un punto de vista. No se trata sólo del transcurso: se trata de la forma de ese transcurso, de la densidad del mismo. Es también la vejez y su sensual pausa, la seducción de los cuentos del abuelo, el sentido maravilloso –la atmósfera maravillosa– de la que se dota el discurso y ese universo reseñado por la protagonista: es el mundo que se fue, pero que todavía podemos vislumbrar a través de ciertos gestos, de ciertos vestidos, la manera de completar las cosas que se tiene desde esa perspectiva y no de otra.

Es también el vagón el lugar de la propia conciencia, el mirador desde el que vemos la pátina a veces limpia, a veces nebulosa, de nuestro pasado: ese lago que a veces aparece y desaparece. Metáfora de la muerte, como el mar en Jorge Manrique. Símbolos universales, utilizados no sólo de manera correcta, sino excepcional: nunca explicados, sino puestos ahí como un elemento más del paisaje que, sin querer, entran en el ojo del lector y, de manera inconsciente, hacen estallar su poder simbólico y múltiple.
Está, por último, el proceso de cambio que provoca el viaje. Parece, en un comienzo, que Margarita se deleitará en su dolor, su mala fortuna, su tragedia y que nos los contará como el borracho que en la barra del bar relata su historia para volver a llorar por lo mismo, porque es lo que toca. Pero el personaje se nos revela al poco en toda su complejidad de observadora despiadada, primero de lo que va pasando a su alrededor y, luego, de su propia historia. Ella es quien nos coge de la mano y nos muestra desde un gran angular que lo que parece no lo es tanto, que hay otras inflexiones y que quizá la víctima es el victimario: un verdugo que, en su inocencia, ejecutaba su sentencia.

Antonio Soler nos ofrece en Lausana una historia tensa y compleja, donde la mirada crítica de su protagonista y su particular voz, llena de expresiva musicalidad, dotan de densidad un relato que deja frente al lector un universo fluctuante, cargado de humanismo, verosimilitud y sensualidad estilística.

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Ficha técnica

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