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Las visiones de Hildegard von Bingen

Hildegard von Bingen y la tradición visionaria de Occidente

Victoria Cirlot

Herder, Barcelona

256 pp.

19,80 €

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Hay dos motivos por los que celebrar la publicación de este libro, que es resultado de la reelaboración de trabajos previos de su autora. Ante todo, porque se trata de una de las escasas monografías sobre Hildegard von Bingen publicadas en nuestro país. La bibliografía hildegardiana en español consiste básicamente en unos cuantos artículos y traducciones de estudios con carácter general sobre su vida y su obra, unos más prescindibles (como el de Régine Pernoud) y otros más interesantes (como el capítulo sobre ella en el libro acerca de las escritoras medievales de Peter Dronke).

La segunda razón del interés de esta monografía es que aborda el tema de la experiencia visionaria de Hildegard desde una perspectiva novedosa. La autora considera las visiones hildegardianas desde dos puntos de vista: como fenómeno psíquico y como verbalización de un universo simbólico. Para ello comenta fuentes directas, en las que la propia Hildegard habla de cómo se producen sus visiones, y también las imágenes que ilustran los manuscritos de sus obras proféticas. Una tercera vía de exploración de las visiones de la autora renana es la comparación con la tradición visionaria anterior y con algunas escuelas y autores del siglo xii. Finalmente –y en esto consiste la mayor novedad del estudio– se sugiere la posibilidad de considerar la obra profética de Hildegard como el registro de una auténtica experiencia visionaria, semejante a la que Henry Corbin describe en sus estudios sobre la mística sufí.

 

Retrato de una visionaria
 

Algunos textos de Hildegard, bien conocidos, describen la manera en que se producían sus visiones: los prólogos de sus tres obras proféticas, especialmente el de Scivias, cuyo prefacio se titula «atestiguación (protestificatio) de las visiones verdaderas que fluyen de Dios»; también algunos de sus numerosos intercambios epistolares, como los que mantuvo con Bernardo de Claraval y Guiberto de Gembloux (un «secretario» que colaboró con Hildegard en su última época); en tercer lugar, los pasajes autobiográficos que fueron insertados en su Vita. La abadesa de Rupertsberg describe de manera bastante semejante en estos textos las características básicas de su experiencia y las cualidades de su visión, cuestiones que Victoria Cirlot analiza en su estudio.

En la Protestificatio de Scivias, Hildegarde cuenta que en un momento determinado de su vida, cuando tenía cuarenta y dos años, una voz celeste le ordenó escribir lo que viera y oyera en su visión. Esa visión, que percibía desde su infancia, no se le producía en sueños ni en éxtasis, sino despierta y plenamente consciente, y la recibía «con los ojos interiores». Se trata de una visión de luz y fuego, que ella relaciona con la enfermedad y la debilidad física. Hildegard utiliza el término visio para designar no sólo su facultad de visión o la experiencia de esa facultad, sino también el contenido de esa experiencia: a esta última acepción se refiere cuando en la Protestificatio habla de la enfermedad como castigo divino por la negativa a hacer públicas sus visiones. Esas visiones se recogen básicamente en una trilogía profética (Scivias, Liber vitae meritorum y Liber divinorum operum), donde se describen una serie de imágenes de diverso tipo (geométrico, antropomórfico, zoomórfico, etc.) y a continuación se explica el significado de sus características (forma, tamaño, color, etc.).

Un hecho que Hildegard resalta en los textos sobre su experiencia visionaria es su falta de formación literaria y su desconocimiento incluso de la gramática latina; todo lo que escribe, según propio testimonio, no es más que la transcripción de lo que ve y oye en la visión y la misión de escribir no la asumió por voluntad propia, sino por mandato de la voz celestial que se dirigió a ella.

En función de estos escritos, Victoria Cirlot ha tratado de explicar el mundo visionario de Hildegard. Ella misma señala que la investigación ha profundizado sobre todo en la consideración de esas visiones como producto de una depurada técnica alegórica, intentando buscar sus fuentes literarias y relacionándolas con la alegoresis de su época, perspectiva que ha llegado a su mejor expresión en los estudios de Hans Liebeschütz, Christel Meier o Peter Dronke. Cirlot intenta explorar otra vía, ya que la fuerza y originalidad de las imágenes hildegardianas le sugieren que la alegoría («imagen arbitraria, convencional») es una explicación insuficiente: por ello se adentra en el mundo de la mística sufí, tal como la describió Henry Corbin, y trata de relacionar las visiones hildegardianas con un acontecimiento psíquico denominado «despertar del alma». De todos modos, no rechaza completamente la perspectiva alegórica, sino que ésta sería la referencia contemporánea que Hildegard habría tenido en cuenta al verbalizar sus visiones.
No es la primera vez que se quieren explicarse científicamente las visiones de Hildegard. A comienzos del si­glo xx Charles Singer diagnosticó que padecía un tipo especial de migraña, que le producía desarreglos sensoriales como los que describe; este diagnóstico, confirmado después por el neurólogo Oliver Sacks, es la base de una de las biografías de la santa que más éxito han tenido en los últimos años, la de Sabina Flanagan. El camino abierto por Victoria Cirlot nos lleva por otros ámbitos, de la visión mística al psicoanálisis y al surrealismo artístico, todos ellos interesantes puntos de comparación. Hay, sin embargo, algunos aspectos de los textos autobiográficos de Hildegard que la estudiosa no ha tenido en cuenta y que dificultan un poco su hipótesis. La cuestión fundamental es que, de una manera sutil, Hildegard trata de situar su obra en la tradición cultural monástica, oponiéndose a la escolástica y, por otro lado, intenta construir una imagen de sí misma como profeta e incluso como santa. La constatación de este hecho hace que quizá no resulte conveniente interpretar de manera literal e ingenua algunas de las afirmaciones que se encuentran en los textos mencionados.

Ya hace años que estudios muy documentados sobre las fuentes de Hildegard, como los de Peter Dronke o Angela Carlevaris, pusieron en evidencia la falta de correspondencia entre la cultura literaria de la abadesa y sus afirmaciones de ignorancia. Que esas afirmaciones respondieran a una falsa modestia –necesaria, en su caso, por tratarse de una mujer que pretendía escribir sobre cuestiones teo­lógicas– o, como ha sugerido Liebeschütz, se inscribiera en la línea de un monasticismo reformista que mira hacia la regla benedictina, Casiano y las vidas de los Padres del Desierto, es lo de menos. Lo fundamental es la comprobación de que Hildegard, en función de determinados intereses, intenta ocultar su erudición, no sólo con fórmulas de modestia de amplia tradición en la retórica, sino también eliminando cualquier referencia directa a las fuentes y la literalidad de las citas.

Hildegard establece un vínculo entre el motivo de la ignorancia y su inspiración divina. En la Protestificatio de Scivias, la voz celeste le ordena anotar y publicar lo que vea y oiga en el transcurso de su visión, «no según la boca humana ni según el conocimiento de la invención humana, ni según la forma de composición humana, sino según lo que arriba, en las alturas, ves y oyes en las maravillas de Dios». Victoria Cirlot interpreta este pasaje de manera literal: «Voz y letra no pueden proceder de la boca ni del intelecto humano». Ahora bien, en el texto hay otras connotaciones, ya que el uso de tecnicismos referidos a las tres primeras partes de la retórica clásica (adinventio, compositio y locutio) sugiere el rechazo del arte de composición literaria enseñado en las escuelas de su época. El rechazo del saber de las escuelas supone también el rechazo de los métodos de ese saber (como la manera de introducir el discurso intertextual) e incluso del protagonismo autorial. En una época de grandes cambios en las actividades docentes y en la producción literaria, el mundo de la humilitas monástica reacciona frente a la escolástica y reivindica una forma propia de conocimiento y de expresión de ese conocimiento. No es irrelevante que el gran Bernardo de Claraval abra su comentario al Cantar de los Cantares con una afirmación muy cercana a la de Hildegard: «A vosotros, hermanos, deben exponerse otras cosas (alia) que a los mundanos, o al menos de distinta manera (aliter)». Bernardo utilizó a menudo la oposición sapientiascientia para reflejar la oposición entre los saberes monástico y escolástico; curiosamente, en el primero de los pasajes autobiográficos de su Vita, Hildegard afirma que es Sapientia quien le inspira.

Otros motivos y expresiones de los textos de Hildegard que se refieren a su experiencia visionaria proceden de las tradiciones profética y apostólica, y van desde ecos de los libros de Ezequiel y Daniel a paralelismos con el relato de la inspiración de los apóstoles el día de Pentescostés o el de la conversión de san Pablo camino de Damasco. Un hecho llamativo de la obra hildegardiana es que ella tiende a identificarse con patriarcas, profetas, apóstoles, virtudes o santos, e incluso a reflejar en ellos episodios biográficos. En concreto, los paralelismos apostólicos en los textos autobiográficos se refieren a episodios que supusieron el inicio de misiones de gran importancia para la Iglesia: Hildegard resalta de esta manera la importancia de su propia misión como escritora.

Quizás el punto de comparación más interesante en el retrato que Hildegard quiso transmitir de sí misma como visionaria sea con Juan Evangelista, al que la Edad Media consideró autor del Apocalipsis. Cirlot dedica un capítulo a estudiar la relación entre Hildegard y Juan, al que considera referencia ineludible de la tradición visionaria occidental. Victoria Cirlot define las imágenes apocalípticas como simbólicas, «nuevas», «auténticas visiones», que no se reproducen en la iconografía existente, y las relaciona con las visiones de hildegardianas y con el arte surrealista. Como motivo claramente apocalíptico considera Cirlot la caída de estrellas de Scivias III, 1, precisamente una de las imágenes que Singer relacionaba con la migraña que padecía Hildegard. La autora insiste también en comentar paralelismos entre las visiones hildegardianas y la iconografía apocalíptica, aunque los ilustra a través de ejemplos comparativos que no pueden ser invocados como modelos directos, mientras que no resalta algo mucho más importante: có­mo los autorretratos de Hildegard que se encuentran en los manuscritos de Scivias y del Liber divinorum operum ilustrados en Rupertsberg se configuran a partir de motivos de la iconografía apocalíptica más próxima, como el Apocalipsis de Bamberg.

La construcción del retrato (verbal y figurativo) de la visionaria a partir de motivos proféticos y apostólicos supuso el inicio de una labor de propaganda de la santidad de Hildegard que culminó con la apertura del proceso de canonización en 1228. Algunos hechos que sucedieron entre las décadas de 1170 y 1220 tienen que ver con esto.

Al final de la vida de Hildegard dio comienzo la redacción de su biografía, muy novedosa para su época, ya que conjugaba el relato de la vida y milagros del personaje con una serie de pasajes autobiográficos (o, como se han denominado, «autohagiográficos») centrados en la propia experiencia. Ya hace años que Jean Leclercq señaló que muchas vidas de santos, especialmente de la segunda mitad del siglo xii, fueron escritas de forma más o menos consciente para preparar su canonización. Este parece ser el caso de la Vita s. Hildegardis, ya que, entre otros hechos notables, se califica de sancta a la visionaria (aunque esto podría no ser significativo, ya que hasta el siglo xiii el término se aplicaba sin más a una persona que había vivido santamente).

La propaganda de santidad de la abadesa de Rupertsberg fue especialmente intensa en los años inmediatamente anteriores a que se abriera el proceso de canonización que, dicho sea de paso, nunca finalizó con éxito. De esa época data el manuscrito iluminado del Liber divinorum operum (Lucca, Biblioteca Statale, cod. 1942), donde el retrato de Hildegard aparece en cada una de las diez ilustraciones del libro con motivos que pretenden resaltar la idea de santidad (muchos de ellos comunes a las representaciones del visionario Juan). Contemporá­nea­mente, un monje cisterciense del monasterio de Eberbach, Gebenón, hizo una compilación de escritos de Hildegard donde la presentó como santa, profeta y la comparó explícitamente con Juan Evangelista. Muy poco después se abrió el protocolo de canonización.
La labor de propaganda y autohagiografía que comenzó ya en vida de Hildegard (y probablemente bajo su propio control) se dirigió a enfocar su retrato desde la perspectiva de la santidad monástica, insistiendo sobre algunos motivos que fueron recogidos después en el acta del proceso de canonización: entre ellos, la escritura de libros y la inspiración del Espíritu Santo. Por esta razón, quizá la descripción que Hildegard hace de su propia experiencia visionaria no sea completamente literal.


Visionarios occidentales y mística sufí
 

Desde el punto de vista de Victoria Cirlot, la consideración de las visiones de Hildegard como producto de una verdadera experiencia psíquica supone apartarse de la cultura occidental, ya que ésta tuvo mucha dificultad para comprender la imaginación como una función desligada de la percepción del objeto físico y no se abrió a la realidad que Henry Corbin, en sus estudios sobre la mística sufí, denominó mundus imaginalis, una especie de zona intermedia, donde las figuras de la visión tienen una entidad no menos objetiva que el mundo sensible. Otra cosa es que Hildegard hubiese descrito ese mundo imaginal por medio de símbolos más o menos convencionales que le proporcionaba la alegoresis de su época.

Es cierto que las visiones de Hildegard se alejan de la mayoría de los textos medievales que pertenecen al género de las revelationes, bien estudiado por Dinzelbacher. Sus referencias son otras, pero no creo que se trate de la mística sufí. Hay que tener en cuenta que, en el caso de Hildegard, no estamos ante una verdadera mística, sino que sus visiones pueden ser definidas mejor como proféticas o apocalípticas. Por otro lado, aun reconociendo la gran originalidad de su elaboración, varios investigadores han mostrado con argumentos verosímiles la naturaleza libresca de las visiones alegóricas de Hildegard. Finalmente, la descripción que ella hace de las cualidades de sus visiones y el valor que otorga a la representación figurativa en sus obras proféticas no se aparta mucho de otras reflexiones contemporáneas de autores pertenecientes a diversas escuelas.

En los prólogos de sus obras visionarias Hildegard describe su visión en términos de luz y calor. El testimonio más completo de su experiencia visionaria se recoge en una carta dirigida a Guiberto de Gembloux en 1175, titulada en los manuscritos De modo visionis sue. Aquí, Hildegard distinguió dos tipos de visión: una que denominó «sombra de la luz viviente» (umbra viventis luminis) y otra, menos frecuente y asociada a desórdenes anímicos, que llamó «luz viviente» (lux vivens).

Autores contemporáneos de Hildegard reflexionaron sobre la percepción y representación de verdades ocultas basándose en la teoría del símbolo y la imagen del pseudo-Dionisio. Los victorinos (los monjes de la llamada Escuela de San Víctor, fundada por Guillermo de Champeaux), por ejemplo, organizaron los modos de visión en cuatro categorías, según los parámetros corporalis/mysticus o interior/exterior. Un célebre pasaje del Comentario del Apocalipsis de Ricardo de Saint-Victor, citado por Victoria Cirlot, se refiere a los dos últimos modos de visión, correspondientes a la contemplación de la realidad invisible: el tercero, llamado «simbólico», se produce cuando el espíritu, iluminado por el Espíritu Santo, es conducido al conocimiento de la realidad invisible a través de imágenes figurativas que se asemejan formalmente a las cosas visibles; se trata de un tipo de visión en que la Verdad de la realidad oculta se ensombrece (obumbratur) con formas, figuras y semejanzas. El cuarto modo de visión, llamado «anagógico», consiste en la contemplación directa de la realidad oculta.

La visión simbólica de los victorinos se acerca bastante a la umbra viventis luminis de Hildegard; llama la atención la coincidencia terminológica entre umbra y obumbratio. También Bernardo de Claraval admitió la existencia de un tipo de visión semejante al de la abadesa de Rupertsberg. No hay que olvidar que en el contacto epistolar que mantuvo con aquél, Hildegard aludió explícitamente a su visión. Victoria Cirlot lamenta que la breve respuesta de Bernardo no nos permita conocer su postura ante la experiencia visionaria y que no se conserven otros textos en que se manifieste en este sentido. Sin embargo, en uno de los Sermones sobre el Cantar de los Cantares (41, 3), Bernardo afirma: «Cuando por un rapto y con la rapidez de un rayo se haga visible algo divino al espíritu que se halla en éxtasis, sea para amortiguar el excesivo resplandor, o para provecho de su enseñanza, inmediatamente, y no sé de dónde, se hacen presentes ciertas analogías imaginativas de las realidades inferiores, adaptadas convenientemente a los sentidos infundidos de un modo divino, mediante las cuales se sombrea [adumbratus] ese purísimo y brillantísimo rayo de verdad, y se hace más tolerable para el alma, y más asequible para comunicárselo a quien se desee».

No discuto que haya coincidencias entre el relato de la experiencia visionaria de Hildegard y la mística sufí, del mismo modo que hay coincidencias léxicas entre lenguas que no están emparentadas. En un pasaje de Henry Corbin citado por Victoria Cirlot se reconoce la existencia en los relatos visionarios de Avicena de una visualización simbólica y de otra tan intensa que el alma capta el sí mismo de la Imagen, no bajo especie simbólica, sino como visión directa e inmediata. Estos dos modos de visión son muy semejantes a las visiones simbólica y anagógica de los victorinos, cuya reflexión, no obstante, no va más allá de la tradición occidental. Las coincidencias entre Hildegard y los textos de Avicena y Sohrawardi no tienen por qué interpretarse en el sentido de una experiencia mística semejante, sobre todo cuando aquélla describe su experiencia en los mismos términos que sus contemporáneos occidentales.

 

Texto e imagen
 

La reflexión de los victorinos sobre la visión simbólica reconoce la necesidad de un modo de representación peculiar: la representación figurativa. En la obra profética de Hildegard son constantes el lenguaje analógico y la referencia a la imagen. Victoria Cirlot ha sabido entender la importancia de este hecho y por ello, cuando habla del universo simbólico de la visionaria, se refiere indistintamente a elementos del texto y de la imagen.
El libro reseñado contiene gran cantidad de ilustraciones que reproducen las miniaturas de dos manuscritos hildegardianos: uno que contiene el Scivias (Wiesbaden, Hessische Landesbibliothek, Hs. I) y otro, ya citado, el Liber divinorum operum. El primero fue copiado en el scriptorium de Rupertsberg en vida de Hildegard y el segundo, datado en torno a la década de 1220, fue copiado probablemente en Rupertsberg o en otro centro renano.

Cirlot se centra sobre todo en las visiones de esas dos obras, mientras que apenas habla del Liber vitae meritorum, del que no se conserva ninguna copia ilustrada. Las alusiones a las imágenes son constantes y se refieren a las ilustraciones de los manuscritos mencionados. Ahora bien, no llega a aclarar en ningún momento qué relación existe entre texto e imagen en la obra profética de Hildegard: en ocasiones parece afirmar que las miniaturas, junto con las descripciones verbales, fueron concebidas por la visionaria como un elemento necesario para dar forma plástica a sus visiones y hacer visible lo invisible; en otros casos, habla de los miniaturistas como personas que actuaron independientemente de la voluntad editorial de Hildegard y que añadieron detalles que no están en el texto.

En el comentario de las miniaturas y de las referencias intervisuales de la tradición iconográfica en que se basan (algunas poco afortunadas), la autora sigue bastante de cerca el estudio de Liselotte Saurma-Jeltsch sobre las miniaturas de Scivias. Esta parte de la idea de que Hildegard no estuvo implicada en el diseño de las miniaturas del códice de Wiesbaden. Las inexactitudes y errores metodológicos de este estudio han sido reseñados recientemente por Madeline H. Caviness, a quien considero una exégeta más acertada del aspecto figurativo de la obra hildegardiana.

Estoy de acuerdo con Caviness en que la voluntad editorial de Hildegard para sus obras proféticas era un ejemplar ilustrado, y también en que esa voluntad se concretó en los dos manuscritos iluminados a los que me he referido, cuyas imágenes se basan en diseños de la propia abadesa. De esta manera, igual que los victorinos, Hildegard relacionó directamente la percepción simbólica con la representación figurativa e, igual que otros contemporáneos suyos, exigió la presencia de la imagen: ahí están, por ejemplo, el Hortus deliciarum de Herrade de Landsberg, De archa Noe mystica de Hugo de Saint-Victor o el Liber figurarum de Joa­quín de Fiore.

En el capítulo de la relación entre texto e imagen me ha parecido muy interesante la analogía entre los símbolos de las visiones de Hildegard y la obra de los surrealistas, en especial la de Max Ernst. También la comparación con la abstracción en el arte como forma de hacer visible lo invisible (aunque las visiones de Hildegard utilizan a menudo el lenguaje analógico y son, por tanto, siervas del mundo sensible). No es la primera vez que se explota el juego intervisual entre el arte contemporáneo y el medieval –ya Madeline Caviness, por ejemplo, lo hizo–, pero Victoria Cirlot va más allá de la comparación visual y comenta también las reflexiones de los surrealistas sobre la imaginación.

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