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La estrategia del palo y la zanahoria

Franco frente a Churchill. España y Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945)

Enrique Moradiellos

Península, Barcelona

480 pp.

19,90 €

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Debemos comenzar con una declaración admirativa. Enrique Moradiellos ha llevado a cabo una ingente labor documental y, a partir de ella, ha elaborado con exhaustividad y brillantez el marco de las relaciones políticas, económicas y militares entre Gran Bretaña y España durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo, en este marco variable, fundamentalmente inestable, mantiene unas veces, mati­za en otras y reconstruye las más, las interpretaciones de unas relaciones complejas y, sin embargo, tratadas a menudo de manera excesivamente simplista por una historiografía que ha tendido a unificar el período de 1939 a 1945 como etapa de «fascistización del Régimen».

No era la primera vez que el autor se acercaba a las relaciones históricas entre estos dos países, algo que se deja notar en un método riguroso, ajeno a juicios apriorísticos, con un esquema de trabajo definido ya desde las primeras páginas de este voluminoso libro y con impecable recurso a la documentación archivística tanto española (Ministerio de Asuntos Exteriores, Archivo General de la Administración, Archivo Histórico Nacional) y británica (National Archives, Churchill Archives Centre) como a las fuentes impresas y a las memorias de personajes implicados en el proceso. En efecto, no es la primera vez que Moradiellos estudia la acción exterior británica hacia España, pues antes había publicado ya dos notables análisis de los momentos previos al que nos ocupa (Neutralidad benévola. El gobierno británico y la insurrección militar española de 1936, Oviedo, Pentalfa, 1990, y La perfidia de Albión. El gobierno británico y la guerra civil española, Madrid, Siglo XXI, 1996). Una y otra demostraban cómo los gabinetes británicos habían articulado su política con respecto a la guerra española en función de su interés global en pro del apaciguamiento europeo, conclusión coherente con lo sustancial de la trayectoria posterior de su política para con España, como tenemos ahora ocasión de comprobar.

España asistía al inicio de la guerra mundial condicionada tanto por los pactos previos que firmó durante la Guerra Civil y por sus simpatías hacia los Estados fuertes como por la nece­sidad de contar con las potencias democráticas para afrontar con ciertas garantías la reconstrucción económica posbélica. La precariedad material, certificada por numerosos informes británicos a partir de mayo de 1939, fue desde el primer instante la mejor arma de la diplomacia británica para presionar al Gobierno español y mantenerlo fuera del conflicto, bien como neutral, bien como no beligerante. Las simpatías progermanas de los sectores falangistas y del propio Franco ha­brían de conjugarse con la satisfacción de las necesidades de subsistencia, y de ahí procede el doble juego de la diplomacia franquista, atrapada entre sus firmes convicciones antidemocráticas y su dependencia de las potencias occidentales para siquiera sobrevivir (p. 82). Incluso el representante de las fuerzas más incondicionales de apoyo a la Alemania nazi, Serrano Suñer, hubo de reconocer en la Junta Política de Falange del 31 de octubre de 1939 la necesidad acuciante de asistencia económica foránea.

La abrumadora utilización de fuentes primarias permite al autor ratificar la existencia de la tentación belicista del general Franco, coincidente con el ascenso de la estrella política de Serrano Suñer y con la caída de Francia en 1940: así lo confirman la ocupación de Tánger, las negociaciones con Hitler para establecer las condiciones de participación en la guerra a cambio del reconocimiento del poder español sobre algunos territorios africanos y, por supuesto, la reivindicación de la soberanía española sobre Gibraltar. Sin embargo, de igual forma, Moradiellos muestra cómo esta parte de la historia, más conocida y relatada, puede conducir a una interpretación demasiado simplificadora de los meses que transcurren entre septiembre de 1939 y septiembre de 1942, como ha venido haciendo por tradición la historiografía más generalista: según ésta, hasta la mitad de la guerra, la teórica neutralidad del Gobierno español no ocultó un apoyo decidido al Eje, mientras que, desde la salida de Serrano del Ministerio de Exteriores hasta el final, las circunstancias internacionales y la propia deriva de la política interior española aconsejaron mayor prudencia y un alejamiento progresivo de la Europa totalitaria.

Las cosas no fueron tan sencillas. Analizados por el autor, los factores condicionantes de la política exterior española, las diferentes posiciones en el seno del Gobierno, la desconfianza mutua entre el círculo de Serrano y los altos jefes militares, y la presión británica a través del bloqueo –como fuerza disuasoria que evita mayores veleidades pronazis– desmontan la tesis de una cerrada germanofilia oficial, como pudiera desprenderse de un seguimiento de la prensa o la radio españolas, en manos falangistas. En efecto, difícilmente podrían entenderse de otra forma el acuerdo hispanobritánico de marzo de 1940 –gracias al cual España obtuvo un valioso préstamo de seis millones de libras esterlinas– o la firma, poco después, de un acuerdo comercial, notable triunfo del Foreign Office en su estrategia de impedir la intervención española en el conflicto mundial.

Sin duda, como subraya el autor, los meses de «máximo peligro» de entrada en la guerra coincidieron con el último semestre de 1940, cuando los aplastantes avances alemanes en la Europa continental auguraban un final trágico a las democracias occidentales. La actitud británica consistió en poner en evidencia, ante el reducido grupo de apoyos con que contaba en el Gobierno franquista y en sus aledaños, la vulnerabilidad del país dada su extremadamente delicada situación económica: «Casi cuatro meses después del colapso francés y de la beligerancia italiana, los gobernantes británicos apostaban claramente por la vía del apaciguamiento económico de España como opción preferible a cualquier otra para preservar su neutralidad» (p. 170). De este modo, mientras los medios de comunicación españoles celebraban la apurada situación en que quedaba Gran Bretaña por la creciente fortaleza del Eje y arreciaban las críticas a su «sistema plutocrático», tratando de convencer a la población de la inminente victoria alemana en todos los frentes, a principios de junio de 1940 Samuel Hoare viajaba a Madrid en misión especial y lograba, gracias a su habilidad, la firma de un crucial Acuerdo Petrolífero Anglo-Español en septiembre, casi al mismo tiempo que se constituía el principal instrumento de dicho «apaciguamiento» económico: la United Kingdom Commercial Corporation, encargada de fortalecer los vínculos comerciales entre ambos países.

Por supuesto, no todo eran complacencias por parte británica. La política del palo y la zanahoria subyacía en la estrategia de Gran Bretaña respecto de España en aquellos trascendentales meses para la historia del mundo: tras la reunión de Hendaya entre Franco y Hitler, y aunque los informes que recibía el Foreign Office insistían en que el Caudillo no entraría en guerra, junto a las citadas ayudas económicas, los británicos continuaron trabajando en sus preparativos bélicos por si, después de todo, España decidía unirse al Eje.
La suerte del conflicto comenzó su lento pero irreversible giro en 1941, después de la invasión alemana de la Unión Soviética en junio y de la incorporación de Estados Unidos a la guerra tras el bombardeo de Pearl Harbour en diciembre, aunque todavía a lo largo de los seis primeros meses del año Gran Bretaña hubo de valerse por sí misma para hacer frente a la maquinaria bélica germanoitaliana. Con una extraordinaria capacidad de aunar los órdenes diplomático, comercial y geoestratégico para hacer comprensibles los acontecimientos de aquel año, Enrique Moradiellos da cumplida respuesta al aplazamiento británico de la operación «Puma» para tomar las islas atlánticas, entre ellas las Canarias –en abril, además, se había firmado un nuevo Acuerdo de Préstamo Suplementario–, gesto relacionado con la «expectante satisfacción» con que las autori­dades del Reino Unido recibieron la noticia del nuevo Gobierno anunciado por Franco el 19 de mayo de 1941, en virtud de la pérdida de poder de Serrano Suñer.

A la zanahoria, sin embargo, siguió el palo. Poco después, en junio, el Gobierno de Su Majestad reforzaba el bloqueo naval con el fin de interrumpir la distribución normal de suministros petrolíferos y de alimentos como reacción al visto bueno de Franco a la creación de la División Azul tras iniciarse la invasión alemana de la Unión Soviética. Esta política de presión tuvo una de sus manifestaciones más contundentes en las palabras de Anthony Eden en la Cámara de los Comunes el 24 de julio de 1941, mientras Churchill obtenía el beneplácito del Gabinete de Guerra para proseguir los preparativos de la operación «Puma».

Una vez más, la explosión de la fobia antibritánica inundó los periódicos falangistas, que a la vez elogiaban sin tregua la invasión de la Rusia Roja, una uniformidad que no reflejaba los entresijos del poder en el Nuevo Estado. Aumentaba por momentos la tensión entre los generales proclives a la neutralidad, muy mayoritarios, y el círculo de Serrano Suñer: aquéllos exigían a Franco que retirase inmediatamente a su cuñado del Ministerio de Exteriores. Como era de esperar, nada de esto pasaba inadvertido al Foreign Office. El representante británico en Madrid, Samuel Hoare, evaluaría las relaciones hispanobritánicas entre junio de 1940 y diciembre de 1941 en términos de una eficaz combinación de «apaciguamiento económico» y «estrategia de la contención» para mantener a España al margen de la guerra.

De hecho, ya desde el verano de 1942 tanto norteamericanos como británicos, que habían comenzado a coordinar sus acciones respecto de España de forma mucho más eficaz, se mostraban moderadamente satisfechos de la actitud española en virtud de los buenos resultados de las negociaciones en el terreno económico. No erraba el Foreign Office cuando subrayaba en sus documentos internos la impopularidad de la Falange –el principal valedor de Alemania en el Gobierno– y la persistente fragilidad económica –cuyos síntomas más graves eran el azote de la pobreza y el malestar entre la población– como dos de los principales elementos disuasorios de aventuras belicistas (p. 277). En vísperas del desembarco aliado en el norte de África, la caída de Serrano Suñer en septiembre de 1942 y el regreso de Jordana al palacio de Santa Cruz confirmaron las buenas expectativas para Gran Bretaña. El cambio ministerial sirvió para reorientar la acción exterior hacia una neutralidad más auténtica y robustecer el discurso anticomunista, más favorable a los intereses de las potencias democráticas. Sobre esta cuestión, el trabajo de Moradiellos es ilustrativo de que en los pasillos ministeriales se respiró con mayor tranquilidad tras la salida de Serrano Suñer, muestra evidente a su vez de la escasa o nula «fascistización» del cuerpo diplomático a pesar de los intentos de aquél: una vez apartados sus incondicionales, el talante conservador –y en buena medida monárquico– del servicio exterior facilitó la conversión rápida a los nuevos tiempos.

Para ello, en enero de 1943 Franco decidió enviar un mensaje confidencial a Churchill en el que le advertía del peligro comunista en Europa, primer paso para congraciarse con el mandatario británico. La caída de Italia alentó aún más la política neutralista española, tras la confirmación de que los aliados respetarían la soberanía nacional y no se inmiscuirían en los asuntos internos del país. Si a lo largo de este año de 1943 la zanahoria continuó bajo la forma de suministros de petróleo y compra de volframio, el encargado de transmitir la presión anglonorteamericana fue nuevamente el embajador Hoare, que visitó a Franco en el propio pazo de Meirás en agosto de 1943 para obligarle a aceptar una neutralidad plena.

No obstante, la permanencia de la División Azul en el frente oriental –justificada ahora sólo en función de la lucha anticomunista– y las facilidades concedidas a los servicios de inteligencia alemanes en Tánger y en el Estrecho enturbiaron las relaciones con el Reino Unido a finales de 1943. De nuevo fue el aprovisionamiento de combustible el instrumento utilizado por los aliados para amenazar al Gobierno de Franco, y con él lograron, en mayo de 1944, arrancarle un acuerdo por el cual se retirarían las unidades españolas en Rusia y se reducirían las exportaciones de volframio a Alemania.

En enero de 1945, precisamente cuando ya habían desaparecido de la prensa española los hasta hacía poco recordados paralelismos entre los sistemas políticos de Alemania y España y las apelaciones a un Nuevo Orden Europeo, Churchill recordaba la «hostilidad» y el talante germanófilo de la política franquista durante la conflagración y, en consecuencia, la dificultad de mejorar en un futuro próximo las relaciones angloespañolas. Aunque débil y vacilante, dada la ruptura progresiva entre la Unión Soviética y sus aliados occidentales ante el fin inminente del conflicto, la nueva política anglonorteamericana de «fría reserva» y «alfilerazos» puntuales al régimen de Franco entró en vigor en la primavera de 1945 (p. 412). Comenzaba así para la España franquista una etapa de ostracismo diplomático.

El nuevo libro de Enrique Moradiellos añade a los valores propios de una investigación novedosa su capacidad de rescatar para la historia un episodio fundamental de las relaciones internacionales durante los primeros años del Nuevo Estado, demostrando la vitalidad de los estudios sobre aquel período crítico. En definitiva, nos encontramos ante un trabajo modélico, de lectura exigente, alejado de consideraciones poco fundadas y que anima al investigador riguroso a perseverar en su tarea. 

 

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