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El géiser mallorquín

Olympia a medianoche

BALTASAR PORCEL

Planeta, Barcelona, 436 págs.

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En 2001, Baltasar Porcel (Andratx, Mallorca, 1937) publicó una de las mejores novelas históricas de estos últimos años, El emperador o el ojo delciclón. Con una trama envolvente que hacía de la complejidad virtud, el autor recuperaba un hecho histórico –las penurias del ejército napoleónico derrotado en Bailén y cautivo en la ventosa isla de Cabrera– sin quedarse entre las alambradas de la novela de género. Sus personajes se despojaban de uniformes; en un enigmático juego de identidades, mantenían al lector insomne, cuando éste creía estar situado en la confortabilidad del desenlace al uso. Premiada con el Ramon Llull, El emperador no era fruto del azar. Hacía un año escaso que Porcel había dado a la imprenta El corazón del jabalí, viaje al centro de los ancestros, desde el pasado reciente al Medievo. En las raíces familiares mallorquinas Porcel recobraba lo magmático de la existencia, un tronco que se ramifica sin tregua y que, con el paso de los años, aflora hasta cuartear los ordenados parterres de la existencia, digamos, «civilizada». Porque en Porcel conviven dos estrategias: de un lado, tenemos la crítica social de ambiente barcelonés que bebe de su experiencia como actor cultural y político –Lola y los peces muertos o Ulises en alta mar–; del otro, el humus de Andratx, los difuntos bajo los almendros en flor que dejan oír sus voces y perturban la visión racional del mundo. Una tradición que recoge el testigo del Llorenç Vilallonga de Bearn o Mort de dama, donde el gran novelista mallorquín del siglo pasado confrontó satíricamente el mallorquinismo tradicionalista con el cosmopolitismo años veinte que erosionaba ese universo clausurado.

Podría decirse que en Olympia a medianoche ambos senderos narrativos confluyen: los oropeles «racionales» de la sociedad actual, frente a las pulsiones ancestrales de una isla cuya seña de identidad es la ruralidad. La degradación de Mallorca constituye desde hace tiempo la gran preocupación del escritor de Andratx, que ha visto cómo su tierra natal devenía en un paraíso salpicado de gasolineras donde «no son las mujeres embarazadas las que aumentan el censo demográfico sino los duros». Para que el magma caótico de esta Mallorca venal bulla, Porcel necesita una anécdota y un coro de personajes. La primera es la llegada a la isla de Olympia, islandesa rubicunda que romperá las ataduras y roles sociales de quienes van a su encuentro. El coro: una cincuentena de nombres alternan su polifonía con el estribillo que

Porcel reitera desde diversas focalizaciones para acabar siempre en el mismo son: el rumbo errático de la vetusta aristocracia balear que vendió hasta el último palmo de tierra al turismo alemán y pasó en pocos años de las negras vestiduras de la religión al flower power del hyppismo. Porcel describe Palma como «la ciudad de los reiterados cubos de miles de pisos», la de los «enormes hoteles rectangulares y con terrazas de irisadas sombrillas, coronados de multiplicadas banderas de las naciones planetarias». En esa ciudad con «hembras despechugadas» al sol e «intimidatorios andamios y constantes inmuebles en construcción»; en esa urbe de asfalto hirviente, la lectura del pasado resulta problemática. Y más cuando sus gentes se han anestesiado con una presunta modernidad. Cuando cambiaron las bicicletas por las motos y pasaron de recoger almendras en Andratx a trabajar de paleta en un chalé, o pinche de cocina en los hoteles de Camp de Mar. La estatua de Ramon Llull asiste perpleja al espectáculo de una muchedumbre ruidosa y amnésica. La plaza que en otro tiempo era una ribera desierta de la bahía palmesana es ahora codiciado feudo de la especulación inmobiliaria; el humanista medieval perdido en la inopia de unos intrusos que sólo ven «el tío ese del paraguas» y, finalmente, «el paraguas», a secas.

¿Y qué hay de Olympia? La islandesa no aterriza en el asunto mallorquín hasta la página 274. Pasó su infancia en Mallorca, pero regresó a Islandia con su padre al ver que los isleños «iban como locos tras el turismo buscando trabajo, mujeres, dinero, fiestas…». Muchos años después, esta mujer sensual retorna para revolcarse en ese lodazal del progreso que asustó a su progenitor.

Antes de que ella irrumpa cual cometa rubio sobre la isla subastada, Porcel desgrana un sinfín de historias en las que sobresalen ricachones como Bartomeu Bosch i Bauzà, conocido como «el BBB», o el notario Bonaventura de Bonmatí casado con la aristócrata Marika Olivara de Torrent, amante a su vez del protagonista de la novela, Sinibald Rotger, propietario de un bazar de souvenirs y poco amigo de trabajar.

Porcel mueve el inacabable dramatispersonae a su antojo y lo somete a las hipérboles más impúdicas. Las situaciones son excesivas, esperpénticas, inverosímiles; un intento, tal vez, de recuperar el ornatus oral de los ancestros, salpimentado con las imposturas de la obra literaria.

La endogamia que afecta a los personajes, unidos por ligazones atávicas conforma una red narrativa que acaba resultando confusa para el lector y le lleva a la dispersión. La irrupción de Olympia y su lío con Sinibald Rotger acelera la catarsis sexual. Profeta de un erotismo sin límites, la islandesa lleva al paroxismo la orgía permanente que acaba fulminando a sus actores. La turbia simbiosis entre la burguesía del dinero rápido y la vieja aristocracia rural que compadrea en los antros de la concupiscencia bordea la tragicomedia. Cuando Olympia regrese a Islandia, dejará tras de sí una tierra quemada en la que ya no crece ninguna semilla de esperanza. Con la memoria orinada como la estatua de Llull y la tierra roturada por las constructoras, parece «como si Mallorca estuviera borrándose del mundo, jirones de desgarrado paisaje» tasado con euros.

Ese sentimiento de autodestrucción se podría trasladar a la ficción literaria en la anécdota de otro escritor mallorquín, Gabriel Janer Manila. Contaba que en una visita a la casa de Llorenç Vilallonga observó en la buhardilla varios montoncitos de raticida sobre los manuscritos del escritor… El malestar del progreso y la memoria que incomoda conviven en esa kermés que es Olympia a medianoche, parábola servida con el lenguaje rico de un escritor sobrado de recursos, pero que en esta ocasión no administra con la maestría de El emperador. Vidas cruzadas de una sociedad civil condenada por sus ambiciones y desprovista de una identidad que le ayude a afrontar el pandemónium de la globalización económica, un géiser que, como Olympia, acaba abrasando al que se asoma.

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Ficha técnica

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