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Las mentiras del amor

Del amor y otros engaños. Breve tratado filosófico sobre razones y pasiones

José A. Díez y Andrea Iacona

Barcelona , Alpha Decay, 2016

Trad. de Karla Camila Harada Carranza

160 pp. 19,90 €

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Al hablar de amores hay que mantenerse al
mismo nivel que cuando se interviene en un gran
debate filosófico, aunque soslayando el aburrimiento.
César Simón

Curiosa la suerte de las emociones. En pocos años hemos pasado de considerarlas un problema, una fatalidad que enturbia el juicio y desordena las vidas, a convertirlas en la brújula de la racionalidad práctica. Eso, los más moderados, porque no han faltado, y no han sido pocos, quienes nos han recomendado dejar nuestra entera vida en sus manos. A su parecer, las emociones superan a la razón en la hora de las decisionesLa argumentación se completaba con una lectura interesada de algunos resultados sobre cerebros divididos, que mostrarían que las emociones deciden y la razón se limita a elaborar justificaciones. Nuestras acciones no responderían a ningún razonamiento, pero una vez realizadas generarían una necesidad de justificación, tarea de la que se encargaría nuestro hemisferio cerebral izquierdo, dedicado a interpretar –a proporcionar relatos de– nuestros comportamientos. Un hemisferio cerebral recibiría instrucciones y ejecutaría acciones, mientras que el otro, más tarde, interrogado y en aislamiento, se ve en la necesidad de explicar, de inventarse un relato mediante creencias y deseos. Véase Michael Gazzaniga, The Social Brain, Nueva York, Basic Books, 1985, p. 80.. En esa travesía mucho tuvo que ver Phineas Gage, un desgraciado trabajador del ferrocarril al que, en un accidente, una barra de acero atravesó el cerebro, dejándole intactas sus competencias racionales, pero malbaratándole sus respuestas emocionales y que, al poco tiempo, se mostró un incapaz para la vida. Su caso, en manos de una literatura de aeropuerto, discretamente arropada por sólidas investigaciones neurológicas y, también hay que decirlo, por experimentos psicológicos no siempre cautelosos en sus conclusiones, dio pie a una urgente teoría acerca de una supuesta inteligencia emocional cuya moraleja esencial era que debíamos fiarnos antes de las emociones que de la racionalidadLa idea se popularizó con el libro de Daniel Goleman, de 1995, Inteligencia emocional, trad. de David González Raga y Fernando Mora, Barcelona, Kairós, 1996. El caso de Phineas Gage, estudiado de primera mano por John Martyn Harlow en 1848, fue explotado científicamente por António Damásio, en Descartes’ Error. Emotion, Reason and the Human Brain, Londres, Vintage, 1994.. Que yo recuerde, nadie se molestó en comparar la inutilidad de Gage con la de aquellos otros, muchísimos más, que conservan intactas las áreas del cerebro relacionadas con las emociones y cuyas lesiones afectan a las áreas relacionadas con la racionalidad: los que no rigen.

Quisiera creer que la fascinación emocional se ha remansado, que ha acabado por decantarse la parte sensata de aquellas conjeturas. Eso es lo que quisiera, pero –me temo– no lo que hay. Con todo, sin tenerlas todas conmigo, creo que, al menos, un par de lecciones se han impuesto más allá de cualquier discusión. O deberían imponerse. La primera, en la trastienda de la confiable investigación filosófica y experimental, ha encontrado sistematización en manos de un premio Nobel de Economía, Daniel Kahneman, e invita a no confundir, a no pedir peras lógicas al olmo psicológicoDaniel Kahneman, Thinking, Fast and Slow, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2011.. Según Kahneman, ordenamos nuestro trato cognitivo con la realidad mediante dos estrategias diferentes. La primera, calificada –sin abusar de la imaginación– como Sistema 1, designa a un conjunto de mecanismos inferenciales rápidos, automáticos, pautados e inconscientes. Nos lleva, por ejemplo, a concluir «por [la presencia de] el humo» «dónde está el fuego», a salir corriendo ante un ruido o, también, a desconfiar de los extraños. Son útiles, eficaces para la supervivencia, pero no pocas veces yerran, alientan sesgos, empíricos o morales, que propician prejuicios raciales y conducen a sobredimensionar las experiencias recientes, a descuidar información relevante o a ignorar las consecuencias a largo plazo. Por supuesto, si les damos dos vueltas a nuestras «conclusiones», no tardamos en reparar en su fragilidad o precipitación, pero, claro, en la vida, sobre todo en la vida de la especie, no siempre se está en condiciones de darle dos vueltas: si se agita la maleza, es preferible suponer la presencia del depredador y huir antes que entretenerse en recoger toda la evidencia experimentalSobre el soporte neuronal de los sesgos comprobados experimentalmente, véase Jan Lauwereyns, The Anatomy of Bias, Cambridge, The MIT Press, 2011. Sobre el automatismo de los procesos de decisión en su relación con escenarios sociales e institucionales, véase Christoph Engel y Wolf Singer (eds.), Better Than Conscious? Decision Making, the Human Mind, and Implications for Institutions, Cambridge, The MIT Press, 2008..

Eso –lo de darle dos vueltas– queda para la otra heurística, el Sistema 2: lenta, lógica, reflexiva, consciente y lingüística, teórica (aunque esto último Kahneman no lo destaca explícitamente). Se corresponde con esos procesos intelectuales que nos invitan a echar el freno a nuestros automatismos, a ponderar toda la información, escapar a nuestras constricciones perceptuales, afinar en los razonamientos y, por ejemplo, concluir que no basta la presencia de humo para inferir que estamos ante un fuego.

Las emociones tienen que ver con la racionalidad. Al menos en el sentido elemental de su
base cognitiva

La segunda lección es casi un corolario de la primera, pero merece énfasis aparte, porque desbarata la tesis del acierto de las emociones: para afirmar el tino de las emociones no hay otro camino que la razón, el tribunal últimoFélix Ovejero, «El limitado fracaso del homo œconomicus» , Teoría y derecho. Revista de pensamiento jurídico, núm. 14 (2013), pp. 34-61.. La solvencia de las emociones no puede evaluarse con emociones. Sólo con experimentos e inferencias podemos tasar la calidad, buena o mala, de nuestras emociones o intuiciones, confirmar que sí, que esta vez acierta. Sólo si podemos saber en qué consiste dar en el blanco, cuál es la respuesta correcta, podemos sostener –y hasta entender– que «la emoción da en el blanco». O que no, que estamos ante un yerro o un sesgo, conceptos que resultan inteligibles únicamente bajo el contraste de la idea de respuesta correcta, esa que sólo puede determinarse mediante el uso de la racionalidad, teórica o práctica.

Las consideraciones anteriores se refieren, sobre todo, a sesgos cognitivos o a procesos inferenciales. Se sitúan en los dominios del razonamiento, aunque sea del razonamiento equivocado. Las emociones andan por ahí, pero no siempre. O, por lo menos, no hasta hace bien poco. En realidad, tradicionalmente, las emociones se ubicaban en otro negociado, al margen de la razón, como la digestión, o en contraposición a ella, como la locura. Un guión tosco. Y es que, en un sentido elemental, las emociones tienen que ver con la racionalidad. Al menos en el sentido elemental de su base cognitiva, de sostenerse en creencias verdaderas o falsas, cuya fiabilidad puede tasarse. Si creo que hay un asesino en la puerta de mi casa, experimento miedo. Si corrijo la creencia, si compruebo que se trata de mi vecino, el miedo desaparece. La emoción, el miedo de Y, vendría a ser la conclusión de dos juicios: «Se da el caso que X»; «X produce miedo a Y». En el momento en que una de las premisas se cae, la conclusión deja de seguirse.

El amor y el conocimiento

La cosa parece sencilla. Pero, como siempre, de cerca lo es menos. El amor no parece funcionar como el miedo. Si A descubre que B, la persona a quien ama, no es como A creía, no tiene los atributos M, N (personales, morales, etc.), muy probablemente cambiará su juicio, su creencia acerca de que B participa de ciertos rasgos (M, N, etc.), pero no es seguro que desaparezca la emoción. No se da el caso que X (que B sea M, N…), pero, con frecuencia, A seguirá empeñado en amar a B. Sí, podrá decirse que la emoción es otra, que se trata de simple resaca, que Neruda tenía razón con aquello de «Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. / Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido». Pero, desde luego, no es limpio el trazo entre el amor de antes y esa otra emoción de ahora, inercial, que tanto se parece al amor, sobre todo si nos mantenemos en la idea del amor que tienen Díez y Iacona, como una emoción gradualista, continua, de más o menos, no cuántica, de sí o no.

Una moraleja se sigue de lo anterior: las emociones no funcionan todas igual, incluso las que, en su trastienda, tienen un sustrato empírico, como el miedo (a la situación X) o el amor (a la persona B). Una moraleja que viene acompañada de una implicación desmoralizadora para los investigadores: quizá no hay lugar para una teoría general de las emociones. No sería nuevo. Nos sucede con el deporte, la enfermedad y mil asuntos más: no hay una teoría o una explicación que abarque desde el ajedrez hasta el alpinismo o, en el otro caso, desde la tuberculosis hasta las cataratas. Al revés, el error –y el negocio de naturistas y otros aprovechados– es creer que porque disponemos de una palabra (deporte, enfermedad) hay una realidad sobre la que levantar una teoría, un conjunto de procesos con las suficientes propiedades (relevantes) comunes para establecer ciertas conjeturas acerca de su funcionamiento.

Pero, además de los desánimos de los investigadores, que importan a quien importan, la singularidad del amor conduce a otras desmoralizaciones más graves y más comunes que, al menos una vez en la vida, nos alcanzan a todos. Bien sabemos que el amor, como nos recuerdan los versos de Neruda, no desaparece con la realidad que lo provoca. O tal vez sí; pero, desde luego, no las turbulencias. Al menos en el caso de los amores que inspiran boleros y rancheras, los desquiciados, las historias de amour fou. Son amores en los que el amante está cegado, si no poseído. En realidad, el centro gravitacional no es la persona amada, cuyo valor importa poco, sino el amante, su obsesión. El amado, como en el verso de Cernuda, es «un raro pretexto que me diste». En esos casos, A no ama a B porque B sea «amable» desde cualquier punto de vista o porque participe de ciertas características que A considera valiosas, dignas de ser valoradas, y que justifican la emoción. A no quiere a B por sus atributos M y N (humor, belleza, etc.), sino que, en todo caso, A, porque quiere a B, aprecia M y N. Es más, si por un desvarío circunstancial, o por su naturaleza antojadiza, B muda de taurina a animalista, A cambiará sus aficiones y, sin el menor trámite reflexivo, abandonará la peña taurina para afiliarse al Partido Animalista. A lo sumo, empeñará sus talentos en falsear su volatín biográfico, en racionalizar su cambio, completamente desinteresado de cómo han sido realmente las cosas y sus causas. Y no será extraño que, en el tránsito, acabe por engañarse de todas las maneras posibles: bien acerca de cómo es el otro, B, atribuyéndole características que le gustaría que tuviera, pero que no hay por dónde encontrarlas; bien acerca de cómo es él mismo, A, cuando modifica sin razones sus gustos, engañándose acerca de lo que de verdad le importa.

El amor, esa mentira

Dentro del panorama descrito, el libro de José Antonio Díez y Andrea Iacona podría entenderse como una vuelta a la mirada tradicional con sólidos argumentos y buen hacer analítico. Sí, vendrán a decirnos los autores, las emociones pueden evaluarse, tienen fondo cognitivo, pero, una vez evaluadas, nunca aciertan, caen del lado de la sinrazón. Al menos, la emoción amorosa, la que centra su interés. Y, a la vista de lo expuesto, parece que no nos queda otra que estar de acuerdo. El amor descrito no depende de cómo sean las gentes, de cómo se nos presenta el mundo. Carece de base cognitiva firme. No cabe modificarlo o corregirlo a la luz de «los hechos», porque «los hechos» se ignoran o se recrean. Son la materia con que se forjan las mentiras y los autoengaños. La verdad (o la falsedad) de los juicios resulta irrelevante para una emoción amorosa que queda suspendida en el aire, pendiente de una naturaleza tornadiza, la de B, que, al cabo, tampoco importa mucho. El amante se inventa al amado, atribuyéndole sus fantasías, «virtudes improbables y sentimientos imaginarios» (Gabriel García Márquez) o se inventa a sí mismo, confundiendo sus propios gustos e intereses. Dos desquiciamientos del conocimiento y, más temprano que tarde, dos variantes del sufrimiento humano, dos malas maneras de engañarse, que no se compensan o mitigan con las canciones y la literatura que hayan llegado a inspirarLos autores hacen abundante y pertinente uso de la literatura para ilustrar sus tesis. En su exhaustivo estudio sobre las emociones, Jon Elster ha dedicado abundantes páginas a defender la literatura como material «experimental», al menos de cierta literatura. Entre otras razones porque «reconocen dos de las funciones de las emociones: generar comportamientos y generar otros estados mentales». Véase Alchemies of the Mind. Rationality and the Emotions, Cambridge, Cambridge University Press, 1999, p. 137., ni con la discografía completa de José Alfredo Jiménez, ni con Stendhal, con su idea del amor como cristalizaciónLa metáfora se refiere a la minas de sal de Salzburgo: al poco tiempo, las ramas secas quedan recubiertas de una suerte de cristales que los asemeja a los diamantes. En el mismo sentido, el amante proyecta y recubre con sus fantasías al amado. Stendhal, Del amor, trad. de Consuelo Berges, Madrid, Alianza, 2003. En realidad, la idea de Stendhal es más sofisticada que sus versiones popularidades (en nuestro caso, por Ortega). El proceso de enamoramiento pasa por varias etapas que incluyen dos momentos de cristalización diferentes.: la de Ángel González, desde el lado del amado, «yo sé que existo porque tú me imaginas. / Soy alto porque tú me crees alto, / y limpio porque tú me miras / con buenos ojos, con mirada limpia. / Tu pensamiento me hace inteligente, / y en tu sencilla ternura, / yo soy también sencillo y bondadoso»; la de Cernuda, desde el lado del amante, cuando confiesa a su amado «que esta imagen / fija siempre en la mente / no eres tú, sino sombra / del amor que en mí existe / antes que el tiempo acabe. / Por mí dotado de esa gracia misma / que me hace sufrir, llorar, desesperarme».

Díez y Iacona se interesan por esos amores, esas fabulaciones y esos engaños. El estado normal del amor, pues, «un hecho crucial que constituye el eje alrededor del cual giran las reflexiones que presentaremos en los próximos capítulos […] [es] que el discurso amoroso es tramposo. Cuando una persona habla de las relaciones de amor que le conciernen, a menudo tiende a hacer aserciones engañosas». Incluso ajustan más su foco, ciñéndolo a aquellos casos «en los que una aserción sobre el amor es engañosa incluso siendo sincera, es decir, que implican alguna forma de autoengaño». En suma, en sus diversas variantes, se ocupan de las creencias injustificadas, que, si no me equivoco, para los autores, son prácticamente coextensivas con las creencias amorosas, pues, a su parecer, el amor se sostiene inevitablemente en «mecanismos tan profundos que se imponen a cualquier conocimiento teórico».

Para cortarse las venas. Desde luego, no engañan a nadie: si alguien busca reafirmar la cordura de su dicha amorosa, que abandone toda esperanza de encontrar avales en este ensayo. Ni razones para la dicha, ni bálsamo de fierabrás para las penas. El libro, si acaso, puede servir a aquellos convencidos de que «hay que evitar el autoengaño en el amor», al precio, eso sí, de evitar el amor. Para los demás, no. Y los demás, los convencidos de que es mejor el autoengaño, deben ser casi todos según los autores, dada su escasa confianza (epistémica) en la emoción amorosa: «Los enamorados proporcionan un ejemplo inequívoco de creencias injustificadas que no son percibidas como tales, porque el amor es una fuente ilimitada de malentendidos. El objeto de este libro es clarificar algunas formas características de las creencias amorosas injustificadas, las principales falacias del amor».

El amor como disposición

Los autores empiezan por donde deben: por precisar su idea del amor. Para ellos, y para buena parte de la reflexión filosófica, sobre todo la más reciente, el amor se entiende como un estado disposicional, como la fragilidad de la porcelana o la solubilidad de la sal. La fragilidad o la solubilidad son una suerte de propiedades «potenciales», latentes, que, en determinadas circunstancias, se desatan; están presentes pero no se manifiestan, y hasta podrían no llegar a manifestarse nunca: la fragilidad, cuando se cae, si se cae; o la solubilidad, cuando se sumerge en agua, si llegase a sumergirse. En ese sentido, amor, fragilidad o solubilidad son términos que se definen en condiciones de carácter hipotético, no inmediatamente observables: se disolvería si se sumerge, se rompería si se cae. Si las circunstancias no se dan, no hay manera de «comprobar» o detectar el amor (de los humanos), la fragilidad (de la porcelana) o la solubilidad (de la sal).

Para algunos filósofos, esa apelación a una situación imaginaria, contrafáctica, es un problema serio, que aleja del buen hacer científico. La solubilidad o la fragilidad, antes de la caída o de la inmersión, serían propiedades sostenidas en el aire, no observadas. Para otros, esos conceptos y esas estrategias son un tributo obligado de nuestra mejor ciencia, como lo son, en general, los términos teóricos (electrón, función de onda), tan poco «evidentes» como imprescindibles. (Vale decir que tales escépticos, desconfiados de los conceptos disposicionales, por amparase en una situación hipotética, no andarían tan lejos de aquellos matemáticos llamados intuicionistas que, como no aceptaban ningún concepto matemático que no dispusiera de un método para su construcción efectiva, en un número finito de pasos, rechazaban conceptos como el de infinito actual y, detrás de éste, el axioma de elección, uno de los pilares de la reconstrucción de la teoría de conjuntos, el sostén lógico de la matemática para los formalistas.)

En cualquier caso, en aras de precisar los conceptos, parece deseable inventariar las condiciones, los estímulos que las desencadenan y las manifestaciones de las disposiciones. Algo que, con el amor, no resulta sencillo. Con el amor y otros asuntos. Porque no todas las disposiciones parecen puntuar igual en cuanto a la precisión conceptual. La disposición a causar la muerte del cianuro, cuando se ingiere, parece bastante más precisable que la disposición inflamable de la madera. Esas diferencias han llevado a distinguir entre las disposiciones canónicas –como la del cianuro–, explícitas, inventariables e inequívocas, y las convencionales –la de la madera–, más complicadas de tratar analíticamente, vagas e indeterminadas (al completo)Sungho Choi y Michael Fara, «Dispositions».. Por supuesto, siempre cabe pensar que, con paciencia, podríamos llegar a traducir las disposiciones convencionales en canónicas, en ir detallando las condiciones. Si se puede, claro. En todo caso, para bien o para mal, el amor, sin duda, se encuentra entre las últimas, entre las disposiciones conceptualmente esquivas. De hecho, al precisar las condiciones, los autores recalan en otras disposiciones, de modo que el amor, al final, vendría a ser una disposición de disposiciones.

Los autores registran tres disposiciones «causadas por la interacción de la persona amada»: reacciones físicas como la aceleración del ritmo cardíaco, aumento de la temperatura, alteraciones estomacales y del sueño, etc.; inclinaciones sexuales, reiteradas y duraderas en el tiempo; y comportamientos extravagantes, que conducen a «hacer locuras», insólitas y hasta contrarias a sus propios intereses. Eso sí, ellos mismos destacan que no están todas. Y tampoco es seguro, me atrevería a añadir yo, que las tres mencionadas estén siempre. El cuadro se complica aún más si, como sostienen, el amor, a diferencia del embarazo, admite grados. Como se ve, estamos más cerca de la madera que del cianuro. Después de todo, quizá tenía razón García Márquez en su novela y sucede que «los síntomas del amor son los mismos que los del cólera»: vamos, que no hay un conjunto de condiciones que coincidan sí, y sólo sí, en el amor.

No está de más advertir que el tratamiento disposicional de las emociones no está exento de alguna controversia, al menos en el caso de emociones como la avaricia –si es que es una emoción–, los celos o, en general, las pasiones acumulativas, que operan como avalanchasLouis C. Charland, «Reinstating the Passions», en Peter Goldie (ed.), The Oxford Handbook of Philosophy of Emotion, Oxford, Oxford University Press, 2010, pp. 248-249.. En estos casos, las emociones se ceban a sí mismas, se engordan en el tiempo, y hasta alteran su propio entorno en aras de conseguir sus objetivos. Nada que se parezca a la disposición de la sal a disolverse en agua, que es de una vez, pasiva, casi mecánica, siempre la misma y sucede (o no) en un instante.

Si alguien busca reafirmar la cordura de su dicha amorosa, que abandone toda esperanza de encontrar avales en este ensayo

Al amor, además de ser una disposición (de disposiciones), lo caracterizan tres propiedades: la relatividad respecto al tiempo, pues no dura siempre; la ausencia de simetría, de reciprocidad, para desgracia de los que amamos sin esperanza a Natalie Portman; el gradualismo, pues no se ama o no, sino que se ama más o menos. Las propiedades están bien perfiladas, y magníficamente ilustradas con poemas y canciones populares, desde Shakespeare hasta Paquita la del Barrio, de modo que a nadie le quedan dudas acerca de lo que los autores entienden por amor. Con todo, aunque su caracterización de tan huidizo asunto es de las más afinadas entre las que tengo leídas y padecidas, quizá quede por rematar algún cabo. En particular, parecería conveniente apuntalar la compatibilidad entre el carácter disposicional y el gradualismo: las vasijas se rompen o no; la sal se disuelve o no, pero el amor, según los autores, se presenta en intensidades diversas. Y sí, es posible que el amor se desate (o no) y que, a la vez, aumente poco a poco en sus comienzos y mengüe gradualmente cuando termina, pero, en todo caso, sostener esa compatibilidad requeriría alguna justificación adicional.

Por otra parte, la tesis disposicional quizá puede plantear problemas para el enfoque epistémico del amor, el que vertebra el libro. La aspiración a evaluar las disposiciones –y no digamos ya a gestionarlas, cosa que, cierto es, ni se contempla– se complica bastante si asumimos que éstas «se desencadenan», esto es, que se sitúan en territorios ajenos a los de la razón. Seríamos víctimas de las emociones como somos víctimas de una pedrisca o de una enfermedad. Nos invaden y no somos responsables ni de obviarlas ni de elegirlas. Como le sucede al personaje de la novela de García Márquez, una «mirada casual fue el origen de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no había terminado». La pasión se padece, se cae en ella (falling in love) y no hay más que hacer, sin que quepa sopesarla ni valorarla. A lo sumo, podemos reconocerla, incluso reconocer cómo somos, aunque no nos guste ni una cosa ni otra: ni nuestra emoción ni nosotros, sus víctimas. O bien descubrir cómo funciona, explicarla, como descubrimos otros procesos cognitivos, como la visión, que no cabría calificar como racionales (o irracionales). Y no sé si esa labor, propia de la investigación empírica, podría ser considerada epistemológica, aunque pueda dar pie a reflexiones epistémicas, a las que aludiré.

Una epistemología del amor

Desde luego, si el amor fuera como un huracán, a los autores se les complicaría un programa que, explícitamente, enmarcan en el género de la epistemología del amor. A mi parecer, su perspectiva, la exploración del fundamento de las creencias amorosas, es la más razonable en estos asuntos, aunque no está de más advertir que no es la única (y ni siquiera unívoca, en tanto que hay varias teorías cognitivas sobre las emociones, aunque, eso sí, todas comparten que las emociones tienen contenido proposicional, que son evaluables en su relación con el mundo)Keith Oatley y P. N. Johnson-Laird, «Cognitive Approaches to Emotions».. Sea como fuere, el paso obligado, una vez que se transita por tales veredas, sobre todo si la exploración recae en las mentiras y los autoengaños, esto es, en creencias falsas, es dilucidar en qué consisten las creencias justificadas y verdaderas, un asunto que no está fuera de discusión en sus matices. Eso sí, todo lo que vale la pena conocer está magníficamente contado en el libro, salvo para tiquismiquis sin tregua, que no faltan entre los filósofos sindicados en la (saludable) sección analítica.

Recordemos lo básico, aquello en lo que (casi) todo el mundo está de acuerdo. Nadie duda acerca de la importancia de tener creencias verdaderas, buenos mapas. Tener una creencia verdadera sobre un hecho o una materia es conocer ese hecho o esa materia. Mi creencia de que «está lloviendo en mi calle» es verdadera si ahora mismo está lloviendo en Consell de Cent. Con todo, no basta para decir que tengo conocimiento. Desde luego, no le bastaría a un amigo que, por estirar nuestra conversación telefónica (vive en París y, naturalmente, se aburre), me pregunta por qué creo que llueve, si yo le contestase: «Lo he leído en los posos del café». Y es que, además de que nuestras creencias sean verdaderas, además de que se correspondan con los datos, nos importa que estén justificadas, por ejemplo, porque sean el resultado de aplicar un buen procedimiento, porque se ha obtenido mediante un «método» fiable. Lo importante es tener buenas razones para sostener nuestra creencia, como, por ejemplo, «he sacado el brazo por la ventana y me he mojado». En resumen: para que podamos decir que mi creencia en X es correcta se necesita que mi creencia sea verdadera y, también, que yo tenga buenas razones para creer en X. El itinerario, además, es importante: las creencias justificadas son el único camino para acercarse al conocimiento; no hay un modo independiente para acceder a la verdad. (En el detalle, la historia es algo más complicada. Si, por ejemplo, yo creo que llueve porque he sacado el brazo y, en ese mismo momento, mi vecina, ignorante de que llueve, ha regado su geranio, habré acertado por casualidad: tengo una buena razón para creer lo que creo, y lo que creo es verdad, pero no podría decirse que tengo conocimiento).

Los amantes no parecen tomarse en serio tan elementales consideraciones. Al revés, según los autores, el amor desata mecanismos que contribuyen a generar creencias falsas, autoengaños. El amor conduce a contarnos cuentos a nosotros mismos. Y no de vez en cuando, sino con regularidad. Unos cuentos muy especiales: no se trata sólo de que tengamos creencias falsas; es que creemos que esas creencias son verdaderas. Con algo más de detalle, sucedería: primero, que tenemos creencias (de segundo orden) sobre nuestras creencias (de primer orden), esto es, sobre nuestros propios estados mentales; e inmediatamente después, que esas creencias de segundo orden sobre el amor son falsas.

No hay aquí, ni en ninguna otra página del libro, piruetas de filósofo, manejo de recursos palabreros. La existencia de estados mentales (creencias, deseos, esperanzas, etc.) que recaen sobre estados mentales, creencias de segundo orden, es tan común como la comunicación humana. Si yo te señalo una botella de agua, es para que tú creas que yo quiero esa botella de agua. Cuando te engaño, doy un paso más: yo quiero que tú pienses que yo creo A, cuando en realidad pienso en B. Buena parte de las relaciones humanas –y de otras especies, incluso entre robots, conjeturan algunos– se sostienen en esa superposición de estados mentales, en creencias cuyo contenido son otras creencias: cuando enciendo un intermitente de mi coche es porque yo quiero que tú pienses que yo quiero cambiar de carril.

Con todo, no faltan complicaciones cuando se relaciona al amor con el autoengaño del modo descrito, como creencias de segundo orden: sobre todo, cuando se trata de autoengaños. Las más importantes arrancan del supuesto de que una persona puede estar equivocada acerca de sus propias creencias amorosas, que pueden tenerse creencias falsas sobre las propias creencias. Un supuesto que, en principio, podría parecer extravagante: si tú piensas, por ejemplo, que pesas setenta kilos, no resulta difícil mostrarte –mediante una báscula– que tu creencia «Peso setenta kilos» es errada, mientras que no parece tan fácil hacer lo propio con tu creencia «Estoy enamorado» y mostrarte que, aunque tú lo creas, no es así, que lo que tienes es un capricho o un calentón. El amor, dirían algunos, es como el dolor de cabeza, que nadie está en condiciones de saber si realmente lo padece quien dice padecerlo. Ningún tercero puede comprobar la veracidad de lo que afirma el enamorado, salvo él mismo. En filosofía, algunos se refieren a tales estados mentales –el amor, el dolor de cabeza– como estados de acceso epistemológicamente privilegiado: sólo podrían conocerse en (desde la) primera persona. Por decirlo con un léxico acuñado por John Searle, no solamente serían ontológicamente subjetivos, experiencias personales, sino que también serían epistemológicamente subjetivos, sólo susceptibles de ser conocidos por quien los experimentaJohn R. Searle, The Mystery of Consciousness, Nueva York, The New York Review of Books, 1997, pp. 95-131.. Con ese axioma como punto de partida levantó Descartes buena parte de sus reflexiones filosóficas, en la mejor compañía, por ejemplo, la de Locke, convencido de que «es imposible que uno perciba sin percibir que lo hace. Cuando vemos, oímos, olemos, gustamos, sentimos, meditamos o deseamos algo, sabemos que lo hacemos»Ensayo sobre el entendimiento humano, trad. de María Esmeralda García, Madrid, Editora Nacional, 1980, Libro II, p. 492..

Pero tampoco esta vez las cosas son tan claras como parecen. No ya por lo que pueden argumentar los filósofos, como Wittgenstein, cuando nos recuerdan que, si no se contempla la posibilidad de estar equivocado (ese supuestamente irrebatible «Pienso, luego existo»), tampoco puede contemplarse la de estar acertado, o por la experiencia común, que nos muestra que podemos respirar sin saber que respiramos, sino por la evidencia empírica de la neurología: el déjà vu, cuando se cree (erradamente) que lo que se cree experimentar ya se vivió; la visión ciega, las personas capaces de evitar objetos o señalar puntos de luz que dicen –y creen–  no ver (o su inversa, la anosognosia visual)Berit Brogaard, «Are there unconscious perceptual processes?», Consciousness and Cognition, vol. 20, núm. 2 (2011), pp. 449-463..

En casos como los de visión ciega resulta fácil determinar experimentalmente si la creencia sobre la percepción es atinada. Desafortunadamente, para mostrar que también es concebible el error en nuestros juicios amorosos no disponemos de nada equivalente a esos puntos de luz que están en el mundo, fuera de nuestra cabeza, a resultados independientes de la propia percepción, de la primera persona. Sólo si es posible contraponer lo que se cree que uno cree a lo que realmente cree podremos mostrar irrefutablemente las distorsiones cognitivas del enamorado. Una tarea complicada, sobre todo si, como es el caso de los autores, se pone el foco no tanto en el indiscutible hecho de que los humanos mentimos sobre nuestros sentimientos, sino en el mucho más turbador de que nos mentimos a nosotros mismos, de que nos engañamos con sinceridad. Alguien que se engaña hasta al final es una suerte de máquina generadora de hipótesis ad hoc: no hay observación que no pueda reajustar para insertarla en su fabuloso e irrefutable relato.

Cuando se trata de creencias de segundo orden, sobre estados mentales «privados», más prometedor que explorar los inaccesibles hechos es avanzar por el camino de identificar las falacias, las paradojas o las inconsistencias. En algunos casos, la tarea es sencilla. Salvo que se haga uso de alguna de las ocurrencias utilizadas por la teoría de conjuntos hace ahora poco más de un siglo para hacer frente a sus propias paradojas, parece difícil defender la respuesta de Niels Bohr, el premio Nobel de Física cuando, ante la pregunta de por qué tenía una herradura en la puerta de su despacho, contestaba: «Es que me han dicho que trae buena suerte incluso para aquellos que no creemos que traiga buena suerte». Para mostrar al gran rival de Einstein en la interpretación de la mecánica cuántica –y apreciable portero de futbol– el sinsentido de su creencia, era mejor recordarle los problemas de inconsistencia que invocar un imposible experimento acerca de la ineficacia de las herraduras para conjurar los malos augurios, siempre expuesto a la réplica: «Pues no te imaginas lo que hubiera sido sin la herradura». Por ahí avanzan José Antonio Díez y Andrea Iacona al abordar las creencias injustificadas de segundo orden, por la exploración de fallos argumentales, de falacias, aunque, a la vista de sus ejemplos, en ocasiones resultaría más ajustado referirse a sesgos, habida cuenta de que muchas de las distorsiones de los amantes no afectan al razonamiento, sino a los procedimientos para recoger la información, la base empírica de sus opiniones.

En todo caso, el censo de mecanismos es completo, detallado y está presentado con agudeza e ingenio. Se incluyen, para empezar, procesos de racionalización que, en otros contextos de la teoría social, se dan en llamar preferencias adaptativas: el proceder de la zorra que, ante las uvas inalcanzables, se consuela con mentiras: «Están verdes»; su opuesto, que entroniza y sobrevalora lo que se encuentra, y hasta lo que no se encuentra, lo que no hay, y que se traduce tanto en el «Tú eres especial», la falacia del porque eres tú (que vales esencialmente), como en su compañera, la falacia del porque eres así (un portento improbable de maravillas). En esos casos, el amante, después de ignorar o exagerar cómo es el amado, lo que da de sí, se engaña sobre las causas de su amor, sobre su propio engaño. También exploran la variante inversa, que opera con mecanismos parecidos, las preferencias contradaptativas, la falacia del amor perdido, que tanta literatura ha propiciado: «No hay otros paraísos que los paraísos perdidos» (Jorge Luis Borges); «Se canta lo que se pierde» (Antonio Machado). Y, naturalmente, se ocupan de uno de los más clásicos mecanismos de distorsión cognitiva, el wishful thinking: cuando confundimos nuestros deseos con la realidad o, más precisamente, cuando nuestra creencia en que «B me quiere» no tiene otra razón que –se explica por– mi deseo de que «B me quiera» y, por consiguiente, sólo se es sensible a la información compatible con mis sueños, más o menos, lo que le pasa a Don Quijote o, con menos épica, al personaje interpretado por Robert de Niro en Taxi DriverJon Elster exploró muchas de estas patologías de la razón en dos ensayos hoy considerados clásicos: Ulysses and the Sirens, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, y Sour Grapes, Cambridge, Cambridge University Press, 1983..

Junto a los errores cognitivos, Díez y Iacona pasan revista a unas cuantas situaciones paradigmáticas, que compendian diversas variantes de autoengaño, bien documentadas en la literatura y la música popular y, muy probablemente, sobrellevadas por cada cual en algún momento de sus vidas: el amante escindido entre dos amores; el amor perfecto al príncipe azul que reúne todas las aspiraciones y nunca acaba de comparecer porque no puede existir; el Don Juan, empecinado en perpetuar el instante de la conquista, que encadena relación amorosa tras relación amorosa; la terrorista emocional, instalada en el tira y afloja y que, como el perro del hortelano, aparece y desaparece, impidiendo cualquier curso normal a las relaciones amorosas. Cada uno de esos casos es diseccionado en su sustrato epistémico, que es lo mismo que decir en sus patrañas.

Sin esperanza ni conocimiento

El libro se cierra con un capítulo dedicado al final del amor no menos fatalista que los anteriores. Con el foco puesto, eso sí, en el que deja de amar, pues, según los autores, para la perspectiva que a ellos les interesa, la disposición a cultivar falacias, presenta escaso interés en el abandonado, por más compasión que pueda producirnos. Se trata de un diagnóstico que cuesta compartir, no sólo por lo leído en capítulos anteriores, en los que abundan historias y falacias de abandonados, sino, sobre todo, a la vista de los materiales con que se urde la violencia doméstica, nuestro pan de cada día, ininteligible sin fantasías cognitivas retrospectivas, casi siempre invocadas por rechazados sin apelación para justificar su barbarie: «Éramos felices», «Yo no me esforcé lo suficiente», «Me quiere pero no lo sabe», «Me engañaba». De hecho, en casi todas las separaciones, los abandonados se entregan fanáticamente a lo que los economistas denominan efecto apropiación (endowment effect, también conocido como divestiture aversion) o preferencia por el statu quo, a valorar lo que «se tiene» simplemente porque se tiene: pedimos un precio superior por desprendernos de algo que es nuestro, muy superior al precio que estaríamos dispuestos a pagar por adquirirloRichard Thaler, «Toward a positive theory of consumer choice»..

Sea como fuere, en su opinión tiene más enjundia epistémica la perspectiva de quien deja de amar, pues, al cambiar su parecer, sufriría una modificación del guión cognitivo y, por ende, se muestra particularmente dispuesto a patrañas y autoengaños. El fin del amor es descrito como un proceso gradual. Y, a su parecer, es así inevitablemente, por razones conceptuales, por la propia naturaleza de la emoción amorosa: «Dado que el amor admite grados, como se ha visto en el primer capítulo, el proceso que lleva al fin del amor de x por y es gradual». Seguramente no les falta razón al describir el final del amor como paulatino, por no decir agónico, pero no estoy tan seguro de que el proceso tenga que ser necesariamente así, que esté escrito en la idea misma de amor su condición gradual. Cada uno tendrá sus experiencias, que de poco sirve invocar, aunque algunas de ellas parecen razonablemente documentadas, incluso en el gremio filosófico. Sin ir más lejos, si no recuerdo mal, el mismismo Bertrand Russell nos describió alguno de sus finales amorosos, en particular su relación con Alys Pearsall, como un suceso abrupto, casi como una epifanía. Y, desde luego, en la literatura «el abismo del desencanto» repentino se ha certificado hasta la fatiga: por ejemplo, en la ya citada novela de Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera, a Fermina Daza «en un instante se le reveló completa la magnitud de su propio engaño, y se preguntó aterrada cómo había podido incubar durante tanto tiempo y con tanta sevicia semejante quimera en el corazón». En todo caso, incluso si los desamores son como cuentan los autores, paulatinos, no veo por qué el gradualismo terminal debe relacionarse como el gradualismo de naturaleza. Al igual –dicho sea de paso– que tampoco me parecería convincente apelar a un supuesto origen repentino, discontinuo, esa iluminación que captura la expresión fall in love, para «justificar» los finales à la Russell. Ciertos procesos o propiedades de naturaleza continua o gradual (tensión arterial, temperatura, excitante caída desde el Empire State) están relacionados (empírica o conceptualmente) con sucesos inequívocamente discontinuos (infarto cerebral, cambio de estado, aplastamiento contra el asfalto). Y viceversa. Con mucha chatarrería conceptual, la tradición dialéctica inventarió muchos de esos procesos, que, en su jerga, mostraban la existencia de una extravagante «ley» ontológica de transición entre «lo cuantitativo y lo cualitativo».

En todo caso, estas observaciones no debilitan la parte central de sus consideraciones sobre el final del amor, el catálogo de nuevas falacias que, aunque presentes en muchas relaciones humanas, asoman con desoladora frecuencia en la hora de los adioses. Un ejemplo de ellas es la falacia del Concorde, conocida en otras disciplinas sociales como la falacia del jugador o de los esfuerzos invertidos (sunk cost bias) que, por ejemplo, cometemos cuando asistimos sin ganas a un espectáculo «porque ya habíamos comprado por anticipado las entradas», o cuando mantenemos una inversión en caída libre (en un piso, en acciones) «hasta que recupere lo que pagué» y que, en el caso del amor, llega a arruinar vidas enteras y envilecer caracteres, cuando no conduce a prolongar relaciones tóxicas o deterioradas hasta el encanallamiento en nombre de lo que alguna vez existió o se cree que pudo existir.

Con esperanza y con conocimiento

Estamos, pues, ante una descripción desesperanzada de los negocios amorosos. El amor aparece como cobijo de toda sinrazón. De sinrazón y de trastorno, habida cuenta de que sin fiable cartografía no podemos encarar con garantías el oficio de vivir. Y lo peor no es que las cosas sean así, sino que, según el parecer de los autores, no puede ser de otro modo, que no hay lugar para la razón en el amor. Sencillamente, nada que esperar. Para los filósofos, una devastadora conclusión. Por la parte alícuota que les toca, como miembros de la especie, y, por oficio, como socios de una cofradía que en los comienzos de su andadura puso buena parte de su empeño en vivir con la razón al timón de sus emociones, con el conocimiento –de uno y del mundo– como condición de la vida buena. En ese sentido, en el negociado del amor, el libro de José Antonio Díez y Andrea Iacona constituye una enmienda general al anhelo más clásico de la filosofía, el del arquero aristotélico, el de dotar de coherencia y sentido a las elecciones de la vida, ese mismo que condensaría Goethe en su lema –que no se aplicó mucho, justo es reconocerlo, en sus propias tribulaciones amorosas– de que «cada paso ha de ser en sí mismo una meta, sin dejar de ser paso». La vida amorosa quedaría fuera de ese guión, inevitablemente desbaratada. Y con la vida amorosa, la aspiración a la felicidad, que era lo que, al final, importaba a los clásicosVéanse Julia Annas, The Morality of Happiness, Oxford, Oxford University Press, 1993, pp. 249 y ss; Martha Nussbaum, Love’s Knowledge, Oxford, Oxford University Press, 1990, pp. 55-105; y Nancy Sherman, The Fabric of Character, Oxford, Clarendon Press, 1989, pp. 119 y ss..

Estamos ante una descripción desesperanzada de los negocios amorosos. El amor aparece como cobijo de toda sinrazón

De lo que no cabe duda es que la idea de aquellos griegos de cómo era el amor o, para ser más justos, de cómo podía llegar a ser, era muy diferente de la que se asume en Del amor y otros engaños: no tanto en la perspectiva –que, sin apenas exageración retrospectiva, también podría considerarse como epistémica, interesada en la base cognitiva– como en la confianza de las posibilidades de un amor sostenido en la razón. Para ellos, no resultaba una ensoñación lo que para Díez y Iacona es improbable, cuando no imposible: la gestión de los apegos como inmediata consecuencia de la gestión de las preferencias y hasta de la identidadSobre tales aspectos, véanse Ronald De Sousa, The Rationality of Emotion, Cambridge, The MIT Press, 1987; y Ferdinand David Schoeman (ed.), Responsibility, Character and Emotions, Cambridge, Cambridge University Press, 1987.. Seguramente –admitirían– esa capacidad no está al alcance de todos, pero sí de los sabios sin reservas, fanáticamente veraces consigo mismos, absolutamente racionales en la tramitación de sus vidas, capaces de construir sus caracteres a golpes de voluntad. Eran quienes querían ser. Querían conociendo lo que querían y queriendo quererlo. Sus deseos de segundo orden, sostenidos en buenas razones, decidían sus deseos de primer orden. No experimentaban distorsión cognitiva algunaStephen L. Darwall, «Self-Deception, Autonomy and Moral Constitution», en Brian P. McLaughlin y Amelie O. Rorty (eds.), Perspectives on Self-Deception, Berkeley, University of California Press, 1988.. Su amor por una persona respondía al reconocimiento de que en esa persona se encontraban las cosas que les importaban, las que regían sus propias vidas. Y el día que las cosas cambiaban, porque mudaba la persona amada o porque cambiaban, tras razonable valoración, sus propias querencias, o las del amante, la emoción se extinguía, con la misma naturalidad con la que desaparecía el miedo al reconocer al vecino, sin la menor resaca emocional, sin el más ligero sufrimiento. Porque, simplemente, ya no tenían razones para amar.

Podrá decirse, y se ha dicho, que, en realidad, merodeaban por otra forma de desdicha, que estaban instalados en la rigidez psicológica y la incapacidad para el deslumbramiento, que la invulnerabilidad ante el dolor es inseparable de la inmunidad a la alegríaEse reverso del autocontrol está advertido por Martha Nussbaum, la autora que, seguramente, más responsabilidad tiene en la recuperación de esta perspectiva, ya desde su clásico La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, trad. de Antonio Ballesteros, Madrid, Visor, 1995. En realidad, el mérito se lo atribuye a Bernard Williams: «El reconocimiento, no sólo del hecho de la vulnerabilidad, sino también de su valor» (p. 49).. Y que no escapaban a otras paradojas, pues ese elegirse uno mismo, que asume deseos racionales de segundo orden, deseos sobre lo que se quiere ser, necesita detenerse en algún lugar, tasar esos otros deseos sin seguir ascendiendo en la escalera. Ese compromiso último, que ya no admite preguntas, al final, se sostendría en decisiones sin razonesHarry G. Frankfurt, «La libertad de la voluntad y el concepto de persona», en La importancia de lo que nos preocupa, trad. de Servanda María de Hagen y Verónica Inés Weinstabl, Madrid, Katz, 2006, pp. 39-40.. Todo eso es posible. Como es posible, puestos a pensar lo peor, que, en el fondo, los intentos de reconstruir, aunque sea en una versión mitigada, la clásica aspiración a relacionar razones y emociones no sea más que otra variante de alguna de las falacias que nos cuenta el libro, otra forma de mentirnos, con más lecturas, para dar sentido a nuestra propia biografía como filósofos de oficio y como seres humanos expuestos al mundo y sus infortunios.

Todo eso es posible, pero si nos ponemos a buscar no faltan los argumentos para esa confianza. Y muchos de los mejores se encuentran en Del amor y otros engaños. Su bien articulada argumentación no obliga a acompañarlo en sus sombrías moralejas. Al fin y al cabo, como contábamos al principio, si podemos hablar del error y las falacias es porque contemplamos la posibilidad del buen razonamiento, de la respuesta acertada, de escapar a las acechanzas de la mentira en el trato con los demás y a las trampas al solitario en el trato con nosotros mismos. En cierto modo, el trabajo de José Antonio Díez y Andrea Iacona, como todo catálogo de caminos equivocados, es, a la vez, una guía de buenos caminos, aunque sólo sea «en hueco», por decirlo con una fórmula que popularizó Louis Althusser. Por supuesto, que el mal conocimiento no propicie la felicidad no quiere decir que el bueno garantice la dicha. Cuando las circunstancias no acompañan, ni los más sabios ni los más fuertes pueden inmunizarse ante las andanadas de la vida.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona. Sus últimos libros son Proceso abierto. El socialismo después del socialismo (Barcelona, Tusquets, 2005), Contra Cromagnon. Nacionalismo, ciudadanía, democracia (Mataró, Montesinos, 2006), Incluso un pueblo de demonios. Democracia, liberalismo, republicanismo (Buenos Aires/Madrid, Katz, 2008), La trama estéril. Izquierda y nacionalismo (Mataró, Montesinos, 2011), ¿Idiotas o ciudadanos? El 15-M y la teoría de la democracia (Barcelona, Montesinos, 2013) y El compromiso del creador. Ética de la estética (Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2014).

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