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Imágenes áureas

La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma

FERNANDO RODRÍGUEZ DE LA FLOR

Biblioteca Nueva, Madrid

411 págs.

3.750 ptas.

Enciclopedia de emblemas españoles ilustrados

ANTONIO BERNAT VISTARINI, JOHN T. CULL

Akal, Madrid

Traducción de los motes y localización de fuentes clásicas a cargo de Edward J. Vodoklys

952 págs.

y un CD-ROM, 12.480 ptas.

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En Gärten und Strassen, el primero de sus diarios de la Segunda Guerra Mundial, que publicó en 1942, Ernst Jünger demostraba que mirar y leer podían ser la misma cosa. El 25 de junio de 1940, en la ocupada Bourges, asegura que es capaz de leer en los insectos cosas que otros sólo hallan en la poesía y descifra dos hermosos y grandes plátanos que encuentra al pasear por una avenida, que le hacen presentes el poder y la dignidad.

Jünger recobraba así, como otros autores de su época, el valor de una escritura en imágenes, de un lenguaje emblemático y de un conocimiento por imágenes, como el que floreció entre los siglos XVI y XVII .

La condición renovadora del pensamiento alegórico seiscentista acaba de ser recalcada por Francisco Jarauta en un texto breve, pero de extraordinaria elocuencia, que lleva por título «Barroco y modernidad»En Delfín Rodríguez Ruiz (ed.), Figuras eimágenes del Barroco. Estudios sobre el barroco español y sobre la obra de Alonso Cano, Fundación Argentaria, Madrid, 1999, págs. 45-48.. Dado el eminente carácter visual de lo barroco, asociar estos dos términos constituye, sin embargo, una suerte de imposible a la luz del viejo tópico historiográfico que equipara modernidad (i.e. racionalización) a escritura, en especial a escritura tipográfica. De raigambre ilustrada y libre desarrollo decimonónico, aunque con múltiples rebrotes posteriores, el tópico se levanta sobre la supuesta existencia de una alianza más que centenaria entre lo escrito y lo racional, entendidos ambos como sendos elementos protagonistas del progreso humano. Como derivación suya, además, se deduciría que lo icónico-visual hubo de quedar condenado a pervivir como una forma, aunque quizá hermosa, retardataria y portadora de valores escasamente innovadores con posterioridad a la aparición de la imprenta.

El modelo ideal de lector calvinista, racional a la vez que, obsérvese, iconoclasta, en el que aparece quintaesenciado el homo typographicus de Marshall McLuhan es, quizá, la mejor expresión de este tópico. Pero sus ecos también salen a relucir en las consideraciones reduccionistas que se han hecho sobre el capitalista de Max Weber y, en general, en el traslado automático de esa supuesta oposición escritura/visualidad a los cruciales campos de la lucha religiosa (Reforma escrita/Contrarreforma visual) y política (Nuevo Régimen escrito/Antiguo Régimen visual). Nadie negará los evidentes avances de lo escrito desde el siglo XV , pero eso no supone que haya que aceptar los corolarios que se han querido obtener del extraordinario papel que la escritura tuvo en la conformación de una civilización europea moderna, en especial la oposición escrito/visual y su mecánica adscripción religiosa, política, económica, cultural e, incluso, geográfica.

Por contra, mirar en los siglos XVI y XVII no se oponía a leer ni en la teoría ni en la práctica. Junto a la palabra hablada, miradas y lecturas constituían una trinidad de formas comunicativas a las que cabía recurrir en toda Europa sin que se les pueda atribuir automáticamente la condición de portadoras de este o aquel valores de mejor o peor estirpe y supuesta modernidad. El triunfo de la rebelión neerlandesa contra los Austrias no podría explicarse sin el apoyo de las estampas de historia (Geschichtsblätter) y la glorificación de Luis XIII y Luis XIV de Borbón no hubiera sido posible sin sus historiógrafos y activos impresores; de la misma forma que la misión jesuítica en la Inglaterra isabelina pretendió sacar el máximo partido de las imprentas y, por su parte, el credo protestante obtuvo no pocos beneficios de la caricatura antipapistaNos ocupamos de esta cuestión en «Contrarreforma y tipografía. ¿Nada más que rosarios en sus manos?», Cuadernos de Historia Moderna, Madrid, 16, 1995, págs. 73-87.. Y, en esto, hace ya un cuarto de siglo que Frances A. Yates nos enseñó que «llegó a ser un espectáculo habitual el ver en las iglesias desnudas [de la Inglaterra de la Reforma Tudor] los escudos reales ocupando la posición dominante en el lienzo antes destinado al crucifijo»«Imágenes rotas» [reseña de John Phillips, The Reformation of Images. Destruction of Art in England, 1535-1660, 1974], en Ensayos reunidos. III. Ideas e ideales del Renacimiento en el norte de Europa, FCE, México, 1993, pág. 77..

Las dos obras a las que aquí se pasa revista se ocupan de un tiempo histórico en el que la difusión de las ideas sí era confiada a las imágenes y en la que los artistas aceptaban de buen grado ser propagandistas y maestros. De un lado, la Enciclopedia de emblemas españoles ilustrados ofrece un completo repertorio de la literatura emblemática editada en la España de los Siglos de Oro y permite comprobar no sólo la amplitud del fenómeno, sino la pretensión de poder expresar a través de imágenes cualquier concepto por más alambicado que éste fuese. De otro, Fernando Rodríguez de la Flor se adentra en la selva alegórica de la España de la Contrarreforma para cartografiar perfil y relieve de una supuesta península metafísica, hundida en una brillante apoteosis de imágenes que, sin embargo, en último término simbolizarían un desencuentro colectivo con la modernidad laica y racional del pensamiento. Planteamiento este que viene hecho en términos nacionales y que, en atención a algunas cosas arriba señaladas, no puede menos de ser controvertido.

Auténtico tesauro visual en el que toda clase de ideas y conceptos encuentran su adecuado traslado figurativo, la Enciclopedia de emblemas españoles ilustrados de Bernat Vistarini y Cull está llamada a convertirse en un extraordinario instrumento para cuantos estén interesados por la cultura española de los siglos XVI y XVII . Dicha condición instrumental viene apoyada tanto por la pertinente inclusión de un CDROM, que afina considerablemente el resultado de las búsquedas, como por la estructura en voces a la que se ha reducido un impresionante caudal de 1.732 emblemas sacados de una treintena de títulos que, en la estela de Andrea Alciato, corren desde 1549 a las postrimerías del siglo XVII , pasando por el apogeo de los consabidos Saavedra Fajardo, Borja o Covarrubias.

Si el esfuerzo de reproducir todos los emblemas es muy meritorio, la decisión de traducir al castellano los lemas que acompañan las imágenes resulta más que encomiable, así como que se ofrezca una versión e inglés de cada una de las voces. Sin duda, esto redundará en el necesario conocimiento internacional de la particular tradición emblemática hispana, añadiéndose, así, a los esfuerzos que en este sentido ha desarrollado Pedro CampaPedro F. Campa, Emblemata hispanica. AnAnnotated Bibliography of Spanish Emblem Literature to the year 1700, Duke University Press, Durham, 1990., pudiéndose sumar esta Enciclopedia a los repertorios de libros de emblemas franceses, alemanes, italianos, neerlandeses e ingleses.

Cinco grandes índices (motivos, lemas, fuentes de los lemas, claves temáticas y autores y obras) y dos glosarios, uno en español y otro en inglés, cierran el volumen, facilitando ejemplarmente su consulta. Ésta sólo resulta empañada, quizá, por algunos errores a la hora de identificar los motivos, como sucede en el caso del número 479, donde la fachada del Alcázar madrileño es confundida con El Escorial, aunque, sin duda, la clasificación es un asunto complejísimo del que los compiladores salen en términos generales muy bien librados.

Si algo se echa en falta en esta ambiciosa y cuidada Enciclopedia es un estudio introductorio de mayor amplitud que los preliminares, por otra parte muy expresivos, que han escrito para la ocasión Sagrario López Poza y Peter M. Daly, figura tutelar de la historiografía internacional sobre literatura de emblemas. Tal estudio hubiera servido para explicar mejor el porqué de la inclusión de algunos títulos, como el Norte de ydiotas de Francisco de Monzón (Lisboa, 1563) o los Triumphos morales de Francisco de Guzmán (Alcalá, 1565), y que no figuren otros, como, por ejemplo, la Vida simbólica de San Francisco de Sales… en cinqüenta y dos emblemas (Madrid, 1688). Aventuro que éste no aparece porque es una traducción del francés hecha por el jesuita Bartolomé de Alcázar y que aquéllos sí lo hacen porque Monzón y Guzmán incluyen imágenes que, aunque no disponen de lemas escritos, han sido asimiladas a la emblemática.

Haber privado a sus lectores de la oportunidad de acercarse a la cuestión mediante un estudio previo redactado por los dos compiladores hará, quizá, que el enorme esfuerzo de los profesores Bernat Vistarini y Cull sea más usado que citado en la práctica. No obstante, la particular estructura enciclopédica adoptada no parece inadecuada para enfrentarse al fenómeno de la literatura emblemática, no en vano los libros de emblemas tuvieron mucho de normalización de las imágenes y, en lo esencial, fueron obras que terminaron usándose como repertorios figurativos por predicadores, escritores y artistas plásticos. Por esta vía de la continuada y abundante aplicación práctica de los emblemas, desde este precioso y preciso repertorio de imágenes áureas se puede dar un salto a los campos de la literatura, el arte o el pensamiento político españoles de los siglos XVI y XVII .

Pocos autores como Fernando Rodríguez de la Flor, o quizá ninguno como él, estarían tan acreditados para hacer frente a un análisis en el que se incardinen el arte, la literatura y el pensamiento hispánicos en un arco cronológico amplio que va desde finales del Medievo a la Ilustración. Sin duda, La península metafísica constituye una suerte de summa de las investigaciones del profesor Rodríguez de la Flor, por fortuna de trayectoria ya larga y fructífera. Esta condición de summa no nace sólo de que hayan sido recogidos textos que primero se dieron a conocer entre 1994 y 1999 como artículos, ponencias o conferencias, sino porque nos encontramos ante un ejemplo de su particular y muy coherente modelo historiográfico, ambicioso en su planteamiento, complejo en su desarrollo, siempre libérrimo en sus fuentes literarias y visuales.

A lo largo de once capítulos apasionantes y un epílogo apasionado se va avanzando en la descripción de distintas representaciones que, a la postre, vendrían a conformar la cosmovisión contrarreformista en España. La obra nos coloca de nuevo ante los espectaculares desengaños áureos en un ejemplar recorrido de melancolías, decepciones y postrimerías por las que ya habían transitado, de una u otra forma, Orozco, Bonet, Caro, Maravall o Gállego, aunque, ahora, con una riqueza de imágenes y textos realmente asombrosa y que sólo desdice la mala calidad de la ilustración de cubierta.

Cuando, como en la España del Siglo de Oro, la pretensión de llegar a ser antepasado de uno mismo parece haber constituido un concreto ideal de vida para algunos, puede decirse que la voluntad de abolir el tiempo era una tentación más que admisible. Bien lo acertó a expresar un prelado granadino cuando, ya en 1535, arremetía contra «la libertad que se da para gastar el tiempo a nuestra voluntad» como origen de los errores de Martín Lutero. Las imágenes áureas que nos presenta Rodríguez de la Flor son los instrumentos de una diatriba ideológica contra cuanto suponía cambio y transformación, buscando mostrar la inanidad del tiempo humano. Imágenes que se pretenden eficaces y que no reflejan la nostalgia de un tiempo anterior, a no ser que fuera el edénico, sino que son forjadas para combatir viejos peligros nuevos y, en este sentido, imágenes cargadas de una combativa actualidad coyuntural.

Los jesuitas que tomaban parte en la misión interior hablaban en sus manuales de una industria de los espectáculos, enseñando cuándo y cómo el predicador debía recurrir a mostrar a los fieles imágenes del Ecce Homo, de ánimas en pena, etc., que los conmoviesen hasta las lágrimas. Las imágenes áureas de las que se ocupa Rodríguez de la Flor forman parte de esa industria, entendida como medio al que se recurre conscientemente, y cuyo objetivo no era otro que demostrar la vacuidad de las realidades a las que los hombres entregaban sus afectos y su tiempo.

Hay, así, en La península metafísica una extensa teoría de vánitas que, como diría el conde de Portalegre, suponen un colectivo desamor de la experiencia: vánitas del mundo, de la naturaleza y del cuerpo, vánitas de los saberes humanos, del libro, del hombre de letras y del científico, vánitas de las pasiones y afectos, de la carnalidad y de la misma alegría, vánitas, en suma, de las mismas imágenes y de los símbolos. Aquí los estudios son en extremo detallados y permitirán conocer al lector la crítica imagen del intelectual en el Antiguo Régimen, el sentido político-moral de los emblemas de temática naturalista, la figuración del interior de la mente, las imágenes de la alteridad femenina en la «puella pilosa», la tanatosofía funeral de las exequias, la condena de la hybris del saber en las fiestas académicas universitarias o los gestos del perfecto orador cristiano, así como un nuevo acercamiento del autor a la cuestión del biblioclasmo hispanoBiblioclasmo. Por una práctica crítica de lalecto-escritura. Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León, Salamanca, 1997., en el que la presencia de Jean Chatelain es elocuente«Livres d'emblemes et livre du monde», en François Dupuigrenet Desroussilles (dir.), La symbolique du livre dans l'art occidental du haut Moyen Âge à Rembrandt. Société des Bibliophiles de Guyenne, Institut d'étude du livre, Burdeos-París, 1995, págs. 87-104.. Vánitas, en suma, para todos los vanidosos.

Entre tantas decepciones se levanta un único consuelo: la huida del mundo a espacios creados ex novo en el seno mismo de la naturaleza como son, admirablemente estudiados aquí, los desiertos santos carmelitanos de las Batuecas o de Bolarque. Espacios inexpugnables, de alguna forma liberados del desengaño del mundo en espera de la salvación, para Rodríguez de la Flor en estos yermos se entrevé un modelo vernáculo de ascesis como civilización y se hace realidad una utopía contrarreformista de la regresión. Espacios recreados, donde todo vuelve a ser, suerte de mondo alla rovescia eremítica, espejos verdaderos que habrían de desengañar a cuantos los visitan llegados desde ese mundo exterior cuya locura y engaño allí se estaría negando a radice. Pero, ¿fue realmente así?

La manuscrita Descripción del viagede los Excelentísimos Señores Duques de Abrantes al Santo Desierto de las Batuecas es una curiosa descripción de la peregrinación hecha al santo yermo por un grupo de damas y caballeros que se ha puesto en boca de Talía y Terpsícore como nuevas «musas romanzeras». Llegado el cortejo a la iglesia del yermo, se describe así la rústica biblioteca eremítica: «[…] los estantes de los libros / estaban, cosa bonita, / con marcos de feligrana / sobre unas corchas rollizas. / Reparen, pues, que la pieza / estaba bien prevenida / de libros de todas clases / humanas como divinas. / Porque, aunque los ermitaños / en las Batuecas se crían / ay también varios doctores / entre alcornoques y encinas». Es cierto que esta relación puede ser fechada ya en el siglo XVIII , cuando los desiertos habían perdido buena parte de su riguroso sentido primitivo, pero, aun así, el tono distanciado y algo desdeñoso de los petimetres viajeros ante tan rústica comunidad podría encontrar antecedentes en la consideración que los cortesanos de las dos centurias anteriores hicieron de la vida agreste como contraespejo de la vida de corte.

La cultura cortesana de los siglos XVI y XVII está llena de ermitas a las que, como a las muchas aldeas, jardines, quintas y torres, se retiran los caballeros necesitados de curar su melancolía y cuyo verdadero sentido parece haber estado muy cerca de la reafirmación retórica de los valores propios de la vida de palacio. Recuérdense, por ejemplo, las ermitas del Buen Retiro, despachando el Conde Duque en la puesta bajo la advocación de San Juan, dotada, además, de una pequeña biblioteca. Y ¿no es San Lorenzo de El Escorial un palacio en el desierto?

Sin duda, Fernando Rodríguez de la Flor explica muy bien la imagen programática que el yermo quiso dar de sí mismo como utopía de la regresión, pero sus conclusiones deberían de contrastarse con otras miradas sobre ese mismo fenómeno, así la del cortesano que hace palacio enmascarándose de agreste. Esta es una observación que también cabría hacer respecto a otros capítulos de la obra, sin dejar de reconocer la brillantez de su análisis y sus innegables aportaciones a la historia cultural de los Siglos de Oro. La península metafísica no se hace suficiente eco de si hubo o no voces y prácticas que discordasen de esa voluntad contrarreformista de «construir un espacio librado de toda tensión de progreso» (pág. 12) que es como Rodríguez de la Flor define la utopía del yermo, pero que cabría hacer extensiva a todo el conjunto pintado por él.

Me parece que uno de los mayores aciertos de este libro es insistir en el estudio del que podríamos llamar lado oculto, ahora incómodo para algunos, de la apoteosis literaria y artística de los Siglos de Oro que ha sido disimulado por visiones más complacientes, empeñadas a reducir a mero artificio formal o publicístico lo que, sin duda, tuvo un carácter ideológico. La península metafísica se convierte, así, en una reflexión sobre las causas del retraso cultural de España, pero no desde la perspectiva de los medios de censura del conocimiento, sino desde la suposición de que las imágenes vendrían a servir y a expresar, a representar, una cosmovisión sub specie religiosa que habría provocado la decadencia general del saber impidiendo programáticamente el acceso a la nueva organización del conocimiento.

Sin embargo, quizá la loable voluntad de no caer en una complacencia revisionista haya conducido a cargar en exceso las tintas, primero, sobre el carácter vernáculo de la Contrarreforma en España y, en segundo lugar, sobre su condición de fundamento del «inconsciente nacional» español (pág. 10).

Es posible que Fernando Rodríguez de la Flor tenga razón cuando se pregunta si «¿acaso cada época no tiene derechos absolutos sobre la interpretación de las que le precedieron?» (pág. 11). Es posible que tenga razón porque, de hecho, cada época así lo hace. Tal es el caso, por ejemplo, del XVIII cuando se enfrentó al pasado todavía reciente que para él constituían los siglos XVI y XVII . Desde esa perspectiva, la de Voltaire o Tiraboschi, el retraso cultural de España puede pasar por su condición de península metafísica, pero una reconsideración actual de la cosmovisión altomoderna no debería olvidar que esa cartografía de Europa por espíritus nacionales es en buena medida el fruto del derecho absoluto que el XVIII se arrogó para interpretar la historia.

La conversión de la imagen contrarreformista en una suerte de elemento definidor de lo español es una variable que debería de ser contrastada a la luz de los derroteros que lo visual siguió en otros lugares de Europa en los siglos XVI y XVII . Primero, recordemos que no es posible mantener el viejo tópico que asociaba modernización exclusivamente a progresión de la escritura. En segundo lugar, insistamos en que no se mantiene una división de Europa entre reformadores protestantes con sólo impresos en sus manos y reformadores católicos con imágenes y rosarios en las suyas. En tercer lugar, aunque es cierto que la Contrarreforma adopta en España características muy peculiares en virtud, ante todo, de que estaba regida por una monarquía católica, los avatares del fenómeno figurativo en otros lugares de la Europa de credo romano no parecen haber sido muy distintos.

En esto, Giovanni Romano ha mostrado que la normalización de las imágenes religiosas en la Italia del siglo XVI se produjo a través de dos grandes expedientes: de un lado, la existencia de auténticos asesores iconográficos que velaban por la ortodoxia de las imágenes proporcionando programas a los ejecutantes; y, de otro, la edición de repertorios figurativos que, como el tratado de Cesare Ripa, codificarían la imagen religiosa y reducirían al mínimo la peligrosa fantasía de los artistas«Libri religiosi e produzione figurativa del Cinquecento: qualche sintomo di crisi», en A. Prosperi y A. Biondi (eds.), Libri, idee e sentimenti religiosi nel Cinquecento italiano, Módena-Ferrara, 1987, págs. 155-163.. En el caso español, fray José de Sigüenza o Pedro de Valencia vendrían a ser ejemplo de asesores iconográficos, al tiempo que los libros de emblemas podrían ser considerados un expediente de normalización de la imagen.

Los artistas de la España de los Siglos de Oro (pintores, escultores, orfebres, etc.) recurrieron a esa literatura emblemática e iconológica para componer sus obras, así como a las estampas que, sueltas o en volúmenes de imagines, parecen haber sido elemento fundamental en sus creaciones. Parte de aquella literatura (Otto Venius y Cesare Ripa, por poner sólo dos ejemplos) y casi todas las estampas no eran españolas (Wiericx, Cort, Sadeler, Durero, Tempesta…). Curiosamente, la castiza península metafísica parece haberse construido sobre la base de materiales que poco o nada tenían de vernáculos.

Que en el Siglo de Oro hubo quienes quisieron cerrar, literalmente, España sobre el confesionalismo católico es indudable; «siento que nuestra España […] con un prepostero zelo de religión aya hecho de una tela de plata y de oro unos trapos y unos andrajos» es el comentario que a Miguel Pérez le merece en 1679 la situación española tras conocer las Provincias Unidas. Pero, al mismo tiempo, el jerónimo Carlos Bártoli, ahora a comienzos del XVII , proclamaba airado: «Guárdate, España, que porfías con mucha sobervia y te ha rajado Dios el penacho muchas veces», concluyendo con un admonitorio «ríndete a la política divina, no perezcas por mal aconsejada».

También debió de haber otra España que no se rendía a la política divina, como hubo otras imágenes que no fueron de vánitas ni de postrimerías. La insistencia hecha en una visualidad amarga y descarnada fue tan grande que permite suponer que las resistencias fueron muchas y persistentes. Así, como en el caso de las comedias, la reprobación de las pinturas deshonestas confirma la difusión que éstas alcanzaron pese a la virulencia del discurso que las desautorizaba. A mediados del siglo XVII , el jesuita Enmanuel Ortigas publicaba una Corona eterna (Zaragoza, 1650) que tenía, entre otros, el objetivo de alertar sobre los muchos peligros que corrían los que se empeñaban en mirar, dice, con «los ojos libres». Esas miradas, que parecen no haber sido domesticadas o contrarreformadas, no llegan a avistarse desde la, por otra parte, bien pertrechada atalaya de La península metafísica.

Los testimonios de un, digamos, mirar con ojos libres son numerosos en la España de los siglos XVI y XVII . El almirante de Castilla, Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, explica cómo «me hallo con una Venus de Ticiano tan particular que aun disputa conmigo y no creo que ha de vencer y déste género tengo algunas que deseo trocar a otras, no hallando con quién, porque no está el Marqués del Carpio en Madrid, que tiene con qué trocar i no tendrá él escrúpulo», en clara alusión a Gaspar de Haro, el propietario de la Venus del espejo velazqueña. En suma, descendiendo a espectadores más comunes, en La esposa de Cristo (Murcia, 1635), Bernardino de Villegas arremete contra quienes «a las imágenes las visten ya de damas y a las damas de imágenes», escandalizado por la existencia en oratorios de particulares de niños jesús cazadores y santos cristos en la cruz con cuellos de encaje. Por su parte, el conde de Portalegre, certero siempre, escribe de unos retratos de Isabel I de Inglaterra y de sir Francis Drake «que nos han dado mejor a conocer el mundo que fray Luis de Granada».

Conocer el mundo y leerlo, para desengañarse de él o para desearlo con más fuerza, las imágenes áureas del XVI y del XVII constituyen un tesoro cultural que ahora podemos atisbar mejor a través de las obras de Bernat, Cull y Rodríguez de la Flor. Gracias a ellos nuestros ojos son un poco más libres para mirar nuestro Siglo de Oro en su descarnada brillantez de industria de los espectáculos.

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