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El papel de las Cortes

LAS CORTES DE CASTILLA Y LEÓN BAJO LOS AUSTRIAS: UNA INTERPRETACIÓN

José Ignacio Fortea Pérez

Junta de Castilla y León, Valladolid

386 pp.

25 €

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Con el derrumbamiento del Antiguo Régimen en 1808, los que procuraban evitar el caos sanguinario que había acompañado a la revolución en Francia, abogaban por la vuelta al constitucionalismo que, según ellos, existía antes de ser deformado por el absolutismo instaurado por los Austrias y los Borbones. Pero, ¿hubo realmente algo más que romanticismo en esta visión del pasado? Los historiadores no se han puesto de acuerdo sobre el significado de la famosa revuelta de los comuneros (1519-1520): ¿primera revolución moderna, o reacción feudal contra la consolidación del Estado moderno?

Lo que es cierto es que existía una tradición en Castilla desde la Edad Media de consultar al ciudadano a través de unas instituciones representativas que, por ser convocadas a la corte del rey, se llamaban cortes. Su origen es parecido al de los demás parlamentos de Europa occidental, nacidos a la sombra de una cultura romano-cristiana que ponía el énfasis en el derecho universal del hombre y que se plasmaba en la autonomía concedida a estas nuevas fuentes de riqueza, las comunas. Estas comunas, sin embargo, dependían del apoyo de las monarquías, y nacieron en el contexto del servicio y merced que caracterizaba al sistema feudal, precisamente en el momento en que éste comenzaba a periclitar. Las comunas se convocaban a parlamento, esencialmente para explotar su riqueza en el contexto de una «revolución militar» cada vez más costosa en fortificaciones, artillería, soldados mercenarios o naves para el control de los ejes marítimos del comercio en la primera fase de la colonización europea.

No puede hablarse precisamente de constitucionalismo. Si el poder del rey se plasmaba en el Estado, había de gobernar bajo la soberanía de Dios y de acuerdo con las costumbres de la res publica. Para los teólogos y los juristas, existía una distinción clara entre el poder absoluto que el rey podía invocar en los casos de urgencia, y el despotismo que caracterizaba a los países más allá del mundo cristiano. El jesuita Bernabé Cobo se refirió al contraste entre el imperio inca, orientado hacia la satisfacción del emperador, y la monarquía española, toda ella al servicio del pueblo (1653). Para sus colegas, los célebres pensadores jesuitas Mariana y Suárez, el despotismo se veía condenado a la disolución por sus propios defectos, pero no propusieron otro modelo que la monarquía absoluta. Los parlamentos siempre parecieron menos atractivos como alternativa. ¿Qué legitimidad podía acordarse a una mayoría si estaba equivocada? El consejo y la deliberación eran cualidades importantes para el rey prudente, pero la madurez del consejo no se obtenía tan fácilmente en las asambleas populares.

Parece necesario este largo preámbulo, porque la historia de las asambleas representativas en Europa se ha visto algo oscurecida por una falta de contextualización histórica. A veces la historia de los parlamentos se ha escrito como una lucha sempiterna por la libertad, confundiendo los organismos de los distintos países, o reduciéndolos todos al modelo que triunfara en la Inglaterra del siglo XVII. Uno de los fenómenos que destaca el profesor Fortea en el libro magistral que tenemos entre las manos es la utilidad de las asambleas representativas para los monarcas que las convocaban, una utilidad financiera en primer lugar. No puede desestimarse su contribución a la consolidación del Estado moderno en este aspecto. El fortalecimiento del Estado como ente soberano dependía de una cooperación cada vez más estrecha entre el gobernante y los gobernados. El motor parece haber sido la revolución militar, la cual exigía siempre más intervención en la economía, por la necesidad de cuidar de los recursos demográficos y materiales del país. Estamos entrando en la época llamada por los historiadores mercantilista, en la cual la economía era vista como aneja a la supremacía militar. De ser un servicio al rey, el voto de dinero por parte de las Cortes se convierte en obligación para la defensa y bienestar de la misma república. El servicio se convierte en impuesto, permanente y menos voluntario.

El análisis sólido y documentado de Fortea versa esencialmente sobre las últimas fases –la época de los Austrias (decisiva, por supuesto)– en el fortalecimiento del Estado castellano. Se trata del proceso por el cual la tradicional ayuda ofrecida a la monarquía castellana por sus vasallos a través de las Cortes –las famosas dieciocho ciudades del reino y sus representantes– se convierte en una estructura coactiva, por medio de la cual el ciudadano pierde al fin y al cabo su voz. El texto se centra sobre todo en el aspecto fiscal de la cuestión: el incremento brutal de las necesidades de hombres y dinero durante los siglos XVI y XVII para mantener la defensa de la religión católica y los intereses del imperio español en América y Europa. El autor es un reconocido experto en la materia y, salvo algunos capítulos nuevos, el presente libro recoge publicaciones sueltas suyas que han marcado un hito ya en la historiografía.

A pesar de la derrota de los comuneros en 1521, las Cortes empiezan a cobrar un relieve político de mayor envergadura que nunca en el gobierno del país. De sus votos dependía gran parte de la hacienda regia (más, por cierto, que del tesoro que venía de las Indias). Los registros de las sesiones se hacen cada vez más amplios, ofreciendo al historiador una perspectiva interesante sobre las condiciones de vida del pueblo y las reformas necesarias. Sin embargo, por útiles que sean estos debates, suscitan una duda sobre la eficacia de las Cortes como medio de integrar a las autoridades regionales. Si enfocamos, por ejemplo, uno de los temas más trascendentales de la época –el socorro a los pobres–, no podemos pasar por alto a la vez el espacio que ocupa en las deliberaciones de las Cortes y la renuncia a tomar una iniciativa a nivel nacional, dejando a cada municipio, más o menos, la responsabilidad de sus propios indigentes. No habría sido posible en Castilla el equivalente de la Gran Ley de los Pobres de la Inglaterra isabelina (1601).

Aun en el campo de la fiscalidad, que constituye el núcleo del estudio de Fortea, Castilla se nos presenta como «descoyuntada». A los reyes les interesaba, como señala el autor, trabajar con las Cortes y no contra ellas. Desde el encabezamiento regular de las alcabalas en 1536, pasando por los millones de 1590, la monarquía intentaba descargar la responsabilidad fiscal sobre las Cortes. Tal sistema, ¿habría podido derivar eventualmente en una monarquía constitucional a la inglesa? El análisis de Fortea indica algunos factores en contra, centrándose en la desaparición de las Cortes castellanas tras 1664, al tiempo que el parlamento inglés consolidaba su poder. En 1640, Castilla, como Inglaterra, hacía frente a una crisis a la vez fiscal y política. Pero mientras que la tradición castellana le permitió sortear la crisis, en Inglaterra las circunstancias impusieron una solución radical: el reajuste de las relaciones entre gobernante y gobernados por medio del conflicto armado.

Desde este período los reyes de Castilla tuvieron que renunciar a la posibilidad de sacar mayores servicios de las Cortes, contentándose con agilizar el sistema de recaudación de los impuestos. Desde 1664 las Cortes se desvanecen discretamente, sin pena ni gloria, del escenario político, volviendo a reunirse sólo para jurar fidelidad al advenimiento de cada nuevo monarca. Por lo demás, los antiguos impuestos parlamentarios se prorrogan con el consentimiento, al menos tácito, de las ciudades. La necesidad de la Tesorería, claro, no disminuye. Para obtener mayores sumas, los reyes te¬nían que dirigirse directamente a las ciudades individuales, pidiéndoles donativos voluntarios, y recurriendo a expedientes, como la venta de oficios, o de títulos, o a la confiscación en caso de urgencia de sumas pertenecientes a particulares (juros, remesas de tesoros de Indias, etc.). Ya en la década de 1620, cuando Olivares intentaba reformar el sistema fiscal introduciendo los erarios, o banco de Estado, con fondos sacados inicialmente de los contribuyentes más ricos del país, se encontró con la oposición de las Cortes. Simplificando el análisis, consta que las élites castellanas no tenían la confianza necesaria en el gobierno como para confiarle un monopolio tal del sistema bancario del país. La experiencia de Olivares hace pensar en la hipótesis del filósofo John Locke, enunciada a finales de aquel siglo, de que entre una monarquía absoluta y un pueblo comerciante no habrá nunca la confianza que conduzca a la estabilidad política.

Se reprocha a las Cortes no ser verdaderamente representativas del pueblo, sino de las élites. El debate sobre impuestos puede tener a veces una resonancia hueca, por ser los procuradores en Cortes y sus principales en general rentistas y hasta hidalgos, exentos de la paga de gran parte de las sumas que votaban. Sin embargo, estudios realizados por el mismo Fortea sobre Córdoba, y los de otros historiadores en el ámbito local, sugieren el grado de correspondencia que podía haber –a través de redes de patronazgo, de familia o de amistad– entre los vecinos de aquellas dieciocho ciudades, que eran al fin y al cabo comunidades no muy anónimas. Así, el procurador en Cortes tenía que consultar no sólo su conciencia sino toda la política paternalista que le aseguraba su honor y autoridad moral en la patria chica. Como confiesa el autor, sabemos todavía demasiado poco sobre cómo se recaudaban exactamente los impuestos al nivel local.

La intervención creciente del gobierno en la administración de las subvenciones parlamentarias –que se tradujo en la desaparición de las Cortes tras la última en 1664– requiere también más discusión. En vez de contemplarla como una derrota del genio parlamentario, ¿no puede pensarse también en una mayor integración de las élites locales con sus homólogos en la Corte? La centralización no implica necesariamente la intervención directa desde el centro, sino que puede alcanzarse al revés: por medio de la delegación de responsabilidad en los poderes locales, confiando en su formación cultural y en formas indirectas de control de sus actividades. Las Cortes del siglo XVI funcionaban, si se quiere, como una herramienta para la coordinación entre las «repúblicas» locales; cumplida esta etapa, se podía soltar un poco las riendas, fiándose a los regidores de las ciudades individuales.

La hacienda no carece de romance, siendo el polo en torno al cual giran muchos intereses más, como lo dejó ver la pluma de Benito Pérez Galdós en su magnífica novela Miau (1888). Aquí, lo que llama «la larga contienda entre el fisco y el contribuyente» sirve de trasfondo al rico tapiz de la vida social. Las Cortes no son sólo un organismo político, ni sus actividades pueden reducirse al mero problema fiscal. Trazar la línea de desarrollo de este ente exige una exploración de su contexto social con objeto de comprender cómo y por qué las Cortes de Castilla tomaron la ruta que tomaron, ayudando a la consolidación del Estado pero negándose a tomar las riendas del poder. Precisamos también de estudios sobre la mentalidad del representante en una sociedad de honor, donde la libertad del debate se coartaba con el riesgo del desafío al duelo. Por citar a otro autor del siglo liberal, Leopoldo Alas Clarín, la disconformidad en las comunidades cerradas es desaconsejable (La Regenta, 1884-1885).

La tranquilidad (relativa) del pueblo castellano en una época tan traumática, como debieron de ser los años centrales del siglo XVII según todos los indicativos, evoca también la cuestión de la cultura. La revolución inglesa es conmemorada como la revolución de los puritanos, haciendo referencia a aquella secta que rechazaba la jerarquía de la iglesia anglicana. No puede desestimarse el factor religioso en las luchas constitucionales de la Edad Moderna. La influencia de la Iglesia en el debate político en Castilla está en gran medida por estudiar. Tenemos, por una parte, estudios sobre la filosofía de los jesuitas como Mariana y Suárez, que intentaban renovar la doctrina escolástica, negando la soberanía del monarca y haciendo hincapié, por el contrario, en la soberanía de Dios, revelada en la ley natural y sus intérpretes. Aun si admitimos que estas obras tuvieron escasa influencia directa por su carácter académico y por estar escritas en latín, tenemos ecos suficientes del diálogo en el confesionario y en el púlpito entre el clero y el magistrado para animarnos a seguir explorando.

La cultura presenta múltiples aspectos. ¿Hasta qué punto, por ejemplo, podía conducirse un debate franco y sin ambages en una sociedad en la que el desacuerdo político podía trascender el ámbito de las relaciones personales y familiares? En su famosa descripción de las costumbres de las élites del siglo XIX, Clarín nos pinta el recato que imperaba en las capitales de provincia que conocía, donde el marco del buen caballero era el saber no ofender al honor de sus contrincantes, observando la discreción en lo referente a la expresión de sus opiniones. Sería interesante estudiar las formas de cortesía que se empleaban en las Cortes, los límites que se ponían en la expresión de la discrepancia con alguien (no por nada se prohibía la entrada en el cabildo de Granada con armas) o el papel de los intermediarios discretos (clero, sospechamos, en la mayoría de los casos).

La historia que nos cuenta el profesor Fortea es la de una institución que tiene ciertas semejanzas con las asambleas representativas equivalentes en otras partes de Europa, desempeñando el mismo papel fiscal en la época de construcción del Estado soberano. La historia es relativamente familiar: gran parte del libro, como ya se ha señalado, consiste en la recopilación de artículos publicados. No por ello deja de tener su utilidad, y el lector agradecerá a la Junta de Castilla y León la oportunidad de tenerlos aquí agrupados en un formato tan cómodo y tan sugerente.

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