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Los orígenes de la política pública

LA GUERRA DE PLUMA. ESTUDIOS SOBRE LA PRENSA DE CÁDIZ EN EL TIEMPO DE LAS CORTES (1810-1814)

Marieta Cantos (ed.), Fernando Durán (ed.), Alberto Romero (ed.)

Universidad de Cádiz, Cádiz

390 pp.

LAS CORTES DE CÁDIZ. SOBERANÍA, SEPARACIÓN DE PODERES, HACIENDA, 1810-1811

Javier Lasarte

Marcial Pons-Universidad Pablo Olavide, Madrid

494 pp.

25 €

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Aunque suele referirse simplemente como el decreto de libertad de imprenta, el noveno que aprobaron las Cortes Generales y extraordinarias reunidas en la Real Isla de León se denomina oficialmente de «Libertad política de la Imprenta». El adjetivo es relevante por dos motivos. En primer lugar, porque excluía con ello de esa liberación de la censura previa a «los escritos sobre materias de religión». En segundo lugar, porque establecía un escenario donde la política se entendía como un fenómeno público en el doble sentido de que se trataba de asuntos públicos y de que sus agentes eran residenciables ante el público a través de la actividad parlamentaria y de la prensa. Así como en el cambio de siglo y en las primeras décadas del siglo XX la política se transformará en un fenómeno de masas, lo relevante del período que está ahora cumpliendo su bicentenario es que la política se convirtió en un fenómeno público, lo que no siempre fue digerido muy bien por las propias instituciones impulsoras de esa transformación. El decreto aludido de las Cortes únicamente venía a legalizar una situación que, de hecho, se daba desde la crisis de la monarquía y sus instituciones en 1808. Esa medida, a su vez, solamente tenía sentido en un medio en el que se estableciera una distinción de poderes asignados a diferentes agentes. De ello se había ocupado, no casualmente, el decreto primero de las Cortes.

Los libros que aquí se comentan tienen bastante que ver con ese proceso y con las dificultades de adaptación a esa concepción pública de la política que experimentaron sus agentes. El libro de Javier Lasarte tiene una estructura poco habitual en este tipo de ensayos, pero que el autor había ya probado previamente, consistente en añadir a un ensayo unas notas específicas sobre algunos puntos notables y proporcionar un pequeño dossier documental al respecto. Los asuntos que construyen su libro están relacionados, más que con la separación de poderes en sí, como anuncia el subtítulo, con la relación entre el Gobierno de la Regencia –el que funcionó en los años de las Cortes, de 1810 a 1814– y las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española. La historiografía más influyente en la interpretación de este período nos ha señalado habitualmente ahí el origen de la separación de poderes en España, junto a otras señas de identidad de la política liberal. Sin embargo, la lectura de este libro mostrará al lector que, aunque la asociación es fácil, nunca funcionó la Regencia propiamente como un ejecutivo ni las Cortes como un poder legislativo. El primer día de la reunión de este cuerpo, el 24 de septiembre de 1810, en su decreto inaugural habían establecido una curiosa idea de separación de poderes que anunciaba la supremacía política de la nación que se transferiría luego al texto constitucional de 1812.

Javier Lasarte recupera y enriquece notablemente con noticias muy diversas algunos de los más conocidos y relevantes episodios políticos en que se vio cómo aquella medida pionera de las Cortes no abocaba exactamente a una «división de poderes». Abren el libro sendos capítulos dedicados a la tensa relación que se dio desde el primer día de su reunión entre las Cortes y algunos de los regentes en oficio en aquel momento. La negativa a prestar juramento de reconocimiento de soberanía en las Cortes por parte del obispo de Orense, presidente de la Regencia, el manifiesto del regente mexicano Miguel de Lardizábal o el juramento condicionado del nuevamente nombrado marqués de Palacio, así como el hecho de que las Cortes sometieran a juicio de residencia a toda la regencia saliente, mostraron un camino que auguraba una difícil relación entre gobierno y parlamento. De los datos que aporta Lasarte puede efectivamente deducirse que, como ya se diagnosticó en la época –por ejemplo, en el periódico londinense El Español–, el problema residía en que ni la regencia era exactamente un gobierno ni las Cortes un parlamento. Precisamente, y a través de ese mismo periódico, la receta británica para superar ese desencuentro consistía en que las Cortes funcionaran más como un parlamento y menos como una especie de Consejo con capacidades legislativas y ejecutivas al tiempo.

No se trataba sólo de que los regentes fueran más o menos adictos al viejo sistema de gobierno y de que las Cortes, lideradas por el grupo reformista, pretendieran despejar el camino para la implementación de su programa. Los tres siguientes capítulos del libro de Javier Lasarte, dedicados al seguimiento de esa relación con el nuevo consejo de Regencia, al tratamiento de la figura del rey en los debates de las Cortes y al reglamento para el funcionamiento de la propia Regencia, ponen de manifiesto que el problema era más de fondo. La historiografía interesada en este proceso tan intenso como audaz que resumimos habitualmente como «Cádiz» debe tomar buena nota. A la vista de este y otros estudios previos sobre las distintas potestades definidas en el texto constitucional de 1812 –fue como ahí se denominaron, a diferencia del primer decreto antes aludido–, debemos preguntarnos si realmente estamos ante el starting point del liberalismo. No cabe duda de que a todos los diputados reformistas –y a no pocos de los que querían reformas moderadas– se les llenó una y otra vez la boca con la expresión de la idea, del dogma cabría decir, de la separación de poderes. Sin embargo, la práctica fue realmente otra cosa. Recuerda este estudio que no pocos de los diputados reformistas, y en especial los más radicales, mostraron signos claros de arrepentimiento por no haberse reservado directamente el control del poder ejecutivo.

Esto explica por qué las relaciones entre Cortes y Regencia no fueron nunca planteadas como las que debían establecerse entre un parlamento y el gobierno. Ejemplos vivos no faltaban al respecto en América y Europa, y la teo¬ría la sabían al dedillo quienes estaban liderando aquel increíble proceso político. El trend propio, sin embargo, empujaba en otra dirección que tenía mucho más que ver con la tradición de gobierno de consejos, entendiendo que las Cortes se constituían entonces en el supremo de la nación. No es una casualidad que buena parte del proyectismo constitucional de finales del Setecientos llamara al parlamento «Consejo de la Nación». Provenía también de esa tradición reformista de finales del Setecientos la idea de que uno de los pivotes que sostenían esa representación de la nación con vida política era, precisamente, su capacidad de decisión sustancial sobre los tributos públicos, los únicos que podían ya existir, como sentenció el decreto de 6 de agosto de 1811, conocido como de abolición de señoríos. El último capítulo de este libro se dedica justamente a analizar los primeros pasos dados por las Cortes de Cádiz en el sentido de establecer la supremacía nacional en punto tan relevante como el de la Hacienda.

Si las Cortes no tuvieron una relación pacífica con la Regencia, al menos hasta su domesticación constitucional, tampoco la tuvieron con un poder emergente entonces y que se situaba en la sociedad y no en las instituciones, por lo que resultaba menos disciplinable, aunque las Cortes lo intentaron con denuedo. Con más de doscientas cabeceras entre 1810 y 1814, la prensa se convirtió en el Cádiz de las Cortes a todos los efectos en un poder fáctico. Si los jueces, los diputados o los regentes tuvieron constitucionalmente asignadas potestades, la prensa fue siempre todo un poder. La guerra de pluma es un título que se toma de una expresión utilizada en 1814 por El Conciso, pieza clave de la prensa gaditana durante la estancia allí de las Cortes y, en efecto, es afortunada tanto para referirse al protagonismo de los papeles periódicos en aquel proceso como para titular el resultado de un ambicioso y bien cumplido proyecto de investigación de la Universidad de Cádiz sobre la prensa entre 1810 y 1814. Distribuidas en tres volúmenes, once contribuciones y diez autores (pues repite, abriendo y cerrando los volúmenes, Beatriz Sánchez), nos ofrecen materiales muy relevantes para una historia de la cultura en la época de Cádiz, con la prensa como vehículo de expresión: cómo funcionaban y se hacían aquellos papeles; qué géneros literarios, incluida la propaganda, usaron para expresarse; qué vida reflejaban de aquella «capital-Estado» que fue por un tiempo Cádiz y qué sentido e influencia política tuvo la prensa. Estos volúmenes ofrecen, con ello, más que una historia de la prensa, una historia cultural que ha encontrado en lo que satíricamente se llamó entonces para denostarlo «diarrea de las imprentas» un impagable laboratorio de análisis.

El lector puede encontrar aquí información precisa y documentada sobre un aspecto que no suele tenerse muy presente entre la historiografía, pero que resulta determinante para comprender la cultura literaria y política de aquel momento. Los estudios de Beatriz Sánchez y de Carlos Cruz analizan con precisión las imprentas que produjeron materialmente tanta letra impresa y las empresas y empresarios que estuvieron detrás de los distintos proyectos editoriales. Beatriz Sánchez no sólo ordena los materiales tan dispersos como caóticos en ocasiones, sino que, con muy buen criterio, discrimina lo que es propiamente periódico de lo que fue otro tipo de material. El estudio particular sobre la imprenta Tormentaria que aporta Carlos Cruz resulta un excelente escaparate donde comprobar cómo se creaba, gestionaba, daba sentido y se diluía tras la falta de libertad este tipo de empresas.

Un segundo grupo de aportaciones (Jesús Martínez Baro, María Rodríguez Gutiérrez, Alejandro Pizarroso y Alberto Romero) nos muestran los sutiles linderos que entonces, y durante buen tiempo aún, limitaron los terrenos de la literatura y la política. Hoy en día es difícil hacernos a la idea de que el discurso político se articule a través de la poesía, la retórica o el teatro, pero ésa era la norma en los orígenes del constitucionalismo. Abrir o no los teatros en la Real Isla de León –cuando las Cortes mismas se celebraban en un espacio dedicado a la escena–, escribir una oda a la patria o a las Cortes mismas o transcribir un discurso eran ejercicios literarios en los que se jugaba buena parte de su contenido político. Como muestran estos capítulos, los debates originados en torno a esa relación entre literatura y política encontraron en la prensa un magnífico medio de expresión al que, no casualmente, estaban atentos permanentemente todos los agentes políticos. La ventaja de articular un proyecto de investigación entre filólogos e historiadores –cosa no tan habitual en nuestra academia– es que puede ofrecer miradas que de otra manera se pierden.

Forman un tercer bloque los capítulos que informan en esta obra de la relevancia de la prensa tanto para el conocimiento de la vida cotidiana en la ciudad-Estado de Cádiz como para el de la extraordinaria importancia política que tuvo. Es de un especial interés la reconstrucción, casi celular, que hace Alberto Ramos de los rasgos, día a día, del espacio en que se produjo el primer experimento constitucional español. Si el entrecruzamiento de lo cotidiano con la política ha sido demostrado en otros experimentos –como en el París revolucionario o en el Boston de las revolución anticolonial– en el caso de Cádiz es especialmente relevante por las circunstancias de reducto urbano y político que rodearon su capitalidad momentánea. Utilizando el material ofrecido por la prensa y el conocimiento preciso de la historia urbana de la ciudad, su capítulo y el de María Román nos ofrecen una situación del escenario que supera los relatos tradicionales del «Cádiz de las Cortes» y que debe ser tenido muy en cuenta para la cabal comprensión del debate político. Pocas veces como en aquella conjunción de espacio y tiempo lo cotidiano –con sus cuitas por el comercio americano, los abastecimientos, la fiesta o las enfermedades– determinó el ritmo de la política.

De ésta, de la política vista desde la prensa se ocupan, finalmente, dos capítulos sustanciosos. El que firma Fernando Durán afronta de lleno la relación entre prensa y política con una precisión desconocida hasta la fecha. Describe el escenario complejo de competencia editorial hilvanado perfectamente con los alineamientos de las distintas facciones políticas que actuaban en aquel reducido espacio donde tanta actividad se concentró desde 1810. Por otra parte, demuestra con fundamento documental sobrado que la investigación del período no puede seguir sosteniéndose, como es lo habitual, sobre el Diario de las discusiones y actas de las Cortes, un diario más y ni mucho menos el más preciso en cuanto a información parlamentaria. La prensa que surge para especializarse en información parlamentaria, incluyendo o no otras secciones, fue reflejo mucho más vívido y crítico de la actividad producida en el interior del teatro de la Isla de León o del oratorio de San Felipe Neri. Lo fue tanto que, como se explica en este y otros capítulos de esta obra, las Cortes trataron de atar en corto a ese poder emergente que no estaba reducido al manejable ámbito de las instituciones. El largo ensayo de Durán no sólo coloca en su debido lugar las piezas del puzle de la prensa gaditana del momento sino que ofrece un agudo análisis de las relaciones políticas entre ésta y las Cortes (persecuciones incluidas), estableciendo las conexiones entre las distintas facciones de la cámara y las cabeceras más relevantes, y analizando su decisivo papel en el debate político. Es en este ensayo donde mejor puede verse cuán difícil fue el parto de la publicidad de la política.

Marieta Cantos, por su parte, aborda una de las cuestiones de mayor interés para el debate sobre el primer constitucionalismo, no sólo el español. Si la política estaba entonces adquiriendo un carácter público inusitado hasta entonces, se evidenció también que uno de sus límites más precisamente marcados consistió en la exclusión de ese ámbito de toda la parte femenina de la sociedad. Cantos nos muestra cómo, a pesar de decisiones tan decantadas como impedir la presencia de mujeres entre el público asistente a las sesiones de Cortes o la más paladina exclusión constitucional de la ciudadanía, no debe deducirse, ni mucho menos, una ausencia y desinterés por la política. Al contrario, la sociabilidad femenina se mostró especialmente activa y presente desde el campo de batalla hasta el ejercicio literario, como refleja la prensa gaditana por extenso en esos años. Leído en el contexto de los resultados de este proyecto de investigación, el ensayo de Marieta Cantos nos sitúa ante una de las líneas de fuerza que determinan la evolución del liberalismo y que tiene que ver con el hecho de que el surgimiento de la política pública no ha de confundirse con la idea de la política como fenómeno social. El club de hombres que cumplían ciertos requisitos relacionados con la cultura y la posición social estaba ya abriéndose paso como espacio público y a la vez político. Eran los «hombres libres», con exclusión femenina y de otros tipos humanos, que articularán el espacio de la política contemporánea hasta la tercera década del siglo XX.

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Ficha técnica

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