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Las cicatrices de Shlomo

CICATRICES DE GUERRA, HERIDAS DE PAZ

Shlomo Ben-Ami

Ediciones B, Barcelona

Trad. de Gabriel Dols

416 pp.

19 &euro

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Decía Cánovas que español era el que no podía ser otra cosa; el segundo Primo de Rivera afirmaba, en cambio, que español era una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo. Ser judío israelí es, indudablemente algo muy serio, incluso grave, y, por lo menos, los judíos sionistas dan el mejor cumplimiento a sus ambiciones no siendo otra cosa que israelíes. En ambos casos, todo un destino.

Shlomo Ben-Ami, judío tangerino, trilingüe en hebreo, francés y español, historiador de la primera dictadura y la Segunda República, y varias veces ministro laborista de Israel, se ha dado un decisivo baño de realismo para reconocer y desplegar en este magnífico trabajo su más que justificado ¿pesimismo?, ¿inquietud?, ¿desespero?, porque el pudrimiento de la situación sobre el terreno en el conflicto árabe-israelí vaya a peor, y con ello realiza el que probablemente es el mayor esfuerzo público jamás conocido de un alto representante de la política de su país por entender la causa palestina, indagando, justamente, en el origen de unas heridas de cicatrización difícil.

Ben-Ami ha escrito anteriormente sobre la tragedia israelo-palestina, pero siempre desde ángulos limitados, para interrogarse sobre la naturaleza del problema profundo entre dos nacionalidades y un territorio, sobre sus perspectivas de futuro, sobre los caminos de una solución, pero ésta es la primera que se retira a suficiente distancia para intentar verlo en su totalidad, como si quisiera legar un testamento –provisional, sin duda–, hacer un balance, o un punto y aparte a la espera de tiempos mejores. Por eso, este libro tiene bastante de descargo de conciencia, y por eso, seguramente, porque está escrito sin otra intención que la de poner orden en las cosas, suena tan sincero, tan auténtico y tan terrible. Cuando uno no espera nada de las cosas es cuando tiene la mente más clara para ver cómo las cosas son.

El historiador israelí, que era ministro del Interior interino cuando se produjo el estallido de la segunda Intifada, en octubre de 2000 –es decir, que ha vivido lo que él califica muy acertadamente de «cambio de paradigma» en la política israelí–, no ha querido escribir, sin embargo, una historia-manual. El que poco o nada conozca del conflicto podrá tener alguna dificultad en conectar el hilo del discurso con los acontecimientos sobre el terreno. Nos hallamos, por tanto, ante un debate intelectual que Shlomo libra casi consigo mismo facilitando, sin embargo, información suficiente sobre el conflicto, y muchas veces de primera mano, como para que el lector un poco avezado pueda acompañarlo provechosamente en ese recorrido.Y sobre todo ello es, seguramente, pertinente advertir que el autor de esta reseña puede ir en algún momento algo más lejos al valorar la obra de lo que en su textualidad debería permitir, porque como ha hablado bastante con Shlomo Ben-Ami sobre estos particulares puede, en ocasiones, completar mentalmente un capítulo con lo que sabe que piensa el político e historiador, pero que no necesariamente expone así en la obra; como si uno leyera una continuación del libro que aún no ha sido escrita. Pero no parece que el lector salga de perdedor con ello.

Sin el concurso del 11-S, que tiene como corolario una desesperada búsqueda de terroristas internacionales de religión musulmana por parte de la «hiperpotencia» norteamericana, parece poco probable que Ariel Sharon, primer ministro del Likud desde su victoria en las elecciones de febrero de 2001 –unos meses antes del ataque a las Torres Gemelas–, hubiera logrado que la diplomacia norteamericana hiciera la amalgama perfecta entre terrorismos: lo mismo da IRA o ETA que las diversas y más violentas formas del islamismo. Igual de reo, según esta interesada visión del mundo, es el palestino que lucha contra el ocupante, que los asesinos de Al Qaida en su ecuménica guerra a Occidente como medio para herir de muerte a los regímenes árabes que «se arrodillan» ante Washington. Esa amalgama, que también hizo el entonces jefe de gobierno español, José María Aznar, convertía en una misma guerra la contienda de Irak, presuntamente encaminada a derrotar un terrorismo que no tenía puntos de apoyo en el país en tiempo de Sadam Hussein, y la disputa por Jerusalén-Este y Cisjordania entre palestinos e israelíes.Y el éxito de esa operación –que alinea a la Casa Blanca del presidente Bush con el gobierno de Jerusalén como nunca anteriormente en la historia de una relación en la que, desde la guerra de 1967, los primeros magistrados norteamericanos han competido para complacer a Israel– ha permitido a la entidad sionista variar sustancialmente las bases teóricas sobre las que ha venido discutiéndose internacionalmente el conflicto.

Ese giro básico, que hace hoy virtualmente imposible avizorar una solución del problema, se expresa por un escamoteo y sustitución de declaraciones fundacionales. Desde que se firmaron el 13 de septiembre de 1993 en Washington, los principios aprobados en Oslo sobre el doble reconocimiento entre palestinos e israelíes y el inicio del llamado «proceso de paz», la idea que presidía las negociaciones era la de «paz por territorios»: la OLP, convertida en Autoridad Palestina, cesaba en su hostilización terrorista de Israel y el Estado sionista se retiraba de todo o parte –más bien «parte», y no mucha– de Cisjordania y de algún extrarradio de la Jerusalén árabe. Ese esquema de paz jamás funcionó, como reconoce Shlomo, en parte porque Israel, en vez de retirarse, lo que hacía era llenar aún más los territorios de colonos, y porque el presidente Arafat nunca quiso o pudo hacer callar las armas del terrorismo de Hamás.Y en ese cul de sac, cada parte intentó la ruptura táctica para forzar una solución favorable a sus intereses. Los palestinos lo intentaban con la segunda Intifada, que hace mucho que ha fracasado, sobre todo tras la erección del muro que hoy ya casi separa a la inmensa mayoría de los palestinos de la inmensa mayoría de los israelíes; y el gobierno sionista, con una nueva definición de los términos de la negociación: en vez de «paz por territorios», paz por paz. Si cesaba el terrorismo, cesaría la indiscriminada represalia israelí, y en la medida en que Jerusalén estuviera satisfecha de la situación sobre el terreno devolvería lo que le diera la gana, y cuando le diera la gana, de Cisjordania y nada de Jerusalén, para que se las compusieran los palestinos con los retales del antiguo mandato británico que se les concediera en ese gran remate geopolítico.

Eso es lo que Shlomo Ben-Ami explica como ningún político israelí lo ha hecho con anterioridad. Eso es lo que hoy vive el mundo con el sucesor de Sharon, Ehud Olmert. Esa situación es la que el autor habría continuado desplegando si el libro llegara a nuestra última y rocosa actualidad. Pero termina hace unos meses, cuando Sharon aún se hallaba orondamente sano y gobernaba en nombre del Likud. Olmert, su sucesor al frente de la formación que se ha escindido del Likud, Kadima (Adelante), con la que ha ganado las elecciones del 28 de marzo pasado, es un daguerrotipo borroso pero aplicado del general, que desde el 4 de enero yace en coma en un hospital de Jerusalén. Por eso, cuando alguien habla de «negociaciones sobre Palestina», refiriéndose a lo que esté ocurriendo o pueda ocurrir, está mintiendo o no sabe de lo que habla.

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