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La voluntad de destrucción

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Una serie de libros publicados en los últimos años se plantea directa o indirectamente la ética de los bombardeos aliados sobre las ciudades alemanas. En las dos conferencias reunidas en Sobre la historia natural de la destrucción (edición original, 1999), W. G. Sebald, nada sospechoso de revisionismo, presentaba la cuestión con valentía, amplio conocimiento de las fuentes y una acreditada solidez literaria. Después de su publicación se diría que ese debate, reprimido durante medio siglo –sin duda a causa del sentimiento de culpabilidad de varias generaciones de alemanes– se abrió camino para manifestarse con amplitud: libros dirigidos al gran público, como El incendio, de Jörg Friedrich, que tanta polémica han causado dentro y fuera de Alemania, y cuya argumentación presupone la existencia previa de abundante investigación especializada, habrían sido impensables hace quince años. La brutal destrucción de objetivos civiles para infundir terror y desmoralizar a la población, y a la que los alemanes «asistieron con muda fascinación» (y sufrimientos inexpresables), fue una sopesada decisión del mando aliado, especialmente de Churchill, como respuesta a los bombardeos nazis de las ciudades inglesas, y como castigo ejemplar a un pueblo que había sostenido al Führer que había incendiado Europa y masacrado sistemáticamente a varios millones de «indeseables». Que, a la vista de los resultados, el implacable estadista británico se planteara, incluso antes del fin de la guerra, si la destrucción de objetivos civiles no había ido demasiado lejos –algo que la Iglesia anglicana venía denunciando desde 1943– indica muy a las claras las proporciones del desastre.

Pero los alemanes no sólo tuvieron que enfrentarse con la destrucción planificada por los aliados. El hundimiento, un libro del historiador y periodista (durante veinte años editor del Frankfurter Allgemeine Zeitung) Joachim Fest, que sigue el camino abierto desde 1946 por el seminal Los últimos días de Hitler, de Hugh Trevor-Roper, se centra en los días previos al fin de la guerra para hablarnos de la tremenda voluntad de destrucción de la cúpula nazi. Si en su eficaz fresco histórico Berlín: la caída, 1945, Antony Beevor ya nos había mostrado con todo lujo de detalles dramáticos el telón de fondo del último acto de la tragedia –desde la presión ejercida por los dos millones y medio de soldados soviéticos de Zhukov situados tras el Oder, hasta los últimos y desesperados combates casa por casa–, Fest es un maestro a la hora de contrastar ese escenario con el interior opresivo y siniestro del búnker del Führer, el postrer habitáculo en el que se jugaron los destinos de quienes habían desencadenado la mayor matanza de todos los tiempos.

En ese ámbito de muros de cemento de dos metros de espesor sepultado en el suelo, iluminado por bombillas desnudas, y de cuyas paredes se desprendía constantemente el revoque por la vibración que provocaban los continuos bombardeos, convivió durante las últimas semanas una abigarrada representación de la élite del Tercer Reich junto con sus ayudantes, sirvientes y cortesanos. Fue como un hotel de la muerte, uno de esos escenarios, que si no estuvieran tan contaminados por su siniestra significación, habrían resultado perfectos para un drama existencialista de fin del mundo. Fest describe magníficamente la atmósfera opresiva e insana y, sobre todo, el proceso de progresiva irrealidad y radicalismo obsesivo de los protagonistas, a medida que les van llegando las noticias de su inevitable derrota. Todo ello enmarcado en la política de máxima tensión que imprime un Hitler que, desde hace tiempo, ha equiparado la existencia de su país con la duración de su propia vida, y ha quemado los últimos puentes que le unían a la realidad. En marzo de 1945, cuando la derrota era inminente había dicho a su arquitecto y confidente Speer: «Si se pierde la guerra, también se perderá el pueblo; no es necesario preocuparse por las bases que necesite el pueblo alemán para su elemental subsistencia. Al contrario, es mejor destruir esas cosas». Hitler buscaba un final operístico.

Como un tahúr al que excita arriesgar en jugadas que ponen en jaque al destino, Hitler sólo cree que ha perdido en el último momento, cuando ya ha arrojado su descarte final. El 12 de abril, una quincena antes de su suicidio, cuando se entera de la muerte de Roosevelt, todavía cree posible no sólo el final de la «alianza contra natura entre la plutocracia y el bolchevismo», sino que, con los ojos definitivamente abiertos, los aliados puedan reconocerlo a él, el Führer, como el salvador de Europa en su lucha contra eslavos y judíos. Decisiones irreales tomadas sobre futuras ofensivas a cargo de ejércitos inexistes o ya derrotados, obsesión por la traición generalizada (de los generales, de la Luftwaffe, de los políticos) a la que se atribuye la derrota, invectivas coléricas contra «la estupidez y maldad del mundo» se suceden vertiginosamente en los días previos al fin en ese ambiente enrarecido e involuntariamente expresionista.

Fest analiza esa voluntad de destrucción de Hitler y de Goebbels y la enraíza en los orígenes ideológicos e intelectuales del nazismo. Una política de «tierra quemada» absoluta que le impulsaba a escenificar la derrota inminente «como un espectáculo histórico de ocaso total». Según Fest, los últimos estertores del Reich liberaron una energía cuyo objetivo ya no era prolongar la guerra hasta ver si se producía un milagro –pensamiento mágico–, sino aniquilar literalmente el país porque éste no había sido capaz de combatir suficientemente por el sueño de su líder. Sentimientos de consumación expresados cotidianamente por los encerrados en el búnker, y que se reflejan de modo terrible no sólo en el testamento de Hitler (en el que conmina a Dönitz, su sucesor, a continuar la lucha hasta el final), sino en un documento tan personal como la carta de despedida de Magda Goebbels en la que justifica el envenenamiento de sus seis hijos (tenían nombre: Helga, Hilde, Hellmut, Holde, Hedda y Heide) con la excusa de que «el mundo que venga después del Führer y del nacionalsocialismo no merece que se viva en él, y por eso me he traído aquí a los niños. Son demasiado valiosos para la vida que vendrá después de nosotros, y un Dios misericordioso me comprenderá si los libero yo misma».

Ilimitada voluntad de destrucción con la energía y la voluntad de convertir la derrota final en catástrofe universal. El substrato intelectual de ese sentimiento de destrucción absoluta, podría venir dado por una patología del pesimismo heroico presente en buena parte del pensamiento alemán del siglo anterior. Una voluntad de sucumbir en una especie de Götterdämmerung, de ocaso de dioses, tal como se refleja en las antiguas Eddas y en el drama wagneriano. Sólo que aquí no hay regeneración posible, y los dioses patéticos mueren en su Walhalla inútilmente, dejando atrás un paisaje monstruoso de ruinas y sufrimiento sin límites.

REFERENCIAS:
W. G. Sebald:
Sobre la historia natural de la destrucción, Anagrama, Barcelona, 2003.
Jörg Friedrich: El incendio. Alemania bajo los bombardeos. 1940-1945, Taurus, Madrid, 2003.
Joachim Fest: El hundimiento. Hitler y el final del Tercer Reich, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003.
H. R. Trevor-Roper: Los últimos días de Hitler, Alba, Barcelona, 2000.

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Ficha técnica

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