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Jorge Semprún: extraño en todas partes

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Cuando era pequeña sabía poco de Jorge Semprún. Sabía vagamente que era escritor (andaban por casa libros suyos), que también tenía algo que ver con el cine, y que era pariente nuestro, un detalle que me parecía de importancia mínima, pues aparte de mi madre nunca oí a nadie de mi familia madrileña hablar de él. Lo que sí me parecía llamativo es que un autor español escribiera en francés.

En 1988 me enteré, como todo el mundo, de que Felipe González lo había nombrado ministro de Cultura, pero no tenía edad aún para interesarme en cargos políticos. Vi fotos de él en la prensa de la época –un señor de pelo blanco y una sonrisa atractiva– y entendí vagamente –comentarios de la gente, la televisión, quién sabe– que abandonó el ministerio antes de tiempo y se volvió a París. Se decía que ese era su verdadero hogar.

Todo cambió por azar cuando una colega en Nueva York me habló un día de Semprún. Me sorprendió su interés y me fui de la reunión un poco avergonzada de no haberlo leído. Al poco tiempo, en un viaje a París, me impactó lo conocido que era allí, y me costó acostumbrarme a oír la pronunciación francesa de su nombre: «Georges Samprán». Vi sus libros en escaparates y, al llegar a casa de unos amigos, estaba puesta la tele y allí estaba Semprún, en el programa Bouillon de culture, charlando con el presentador Bernard Pivot. Pregunté a mis amigos si salía en la televisión por algo especial, y me dijeron que no, que aparecía a menudo en los medios. No tenía que hacer «algo especial» para interesar a la gente, pues ya había hecho bastantes cosas especiales.

Desde que murió, el 7 de junio de 2011, se han repasado los hitos de su experiencia, así que puedo evitar aquí la redundancia. Pero quizá de lo que menos se ha hablado en las decenas de artículos que se han publicado a raíz de su muerte es de su obra. Algunos se han referido a los «extraordinarios hechos» de su vida con una confusión casi quijotesca, sin reconocer que esos «hechos» se conocen fundamentalmente a través de sus libros. En su obra, Semprún supo borrar hábilmente las fronteras entre autobiografía, ficción e historia, pero no hay que confundir sus personajes-narradores con el autor. Lo que cuenta está basado en su experiencia histórica y posee un gran valor testimonial, pero, por otra parte, habría que destacar y recordar sus méritos como creador literario.

Una vida dramática no es suficiente para hacer literatura. Semprún tuvo una vida «extraordinaria», pero hay miles de vidas extraordinarias del siglo xx –vidas que incluso pasaron por el exilio republicano en Francia, por los campos de concentración, o por la militancia comunista clandestina–, que son y serán siempre anónimas. Hay que reconocer al Semprún escritor, porque para él la escritura fue el único camino (a diferencia del «único camino» de la Pasionaria) que le permitió ser libre y porque pagó un precio muy alto por seguirlo. Solo al escribir pudo esquivar las reducidas categorías –siempre enemigas– que la vida le proponía: en Francia fue durante mucho tiempo el rouge espagnol, en España un rojo afrancesado. Para los franquistas fue un radical militante y para los comunistas nunca dejó de ser un aburguesado. Para los nazis era enemigo y prisionero de guerra, y para algunos su experiencia en Buchenwald no contaba tanto porque, como no era judío –únicamente prisionero de guerra– y hablaba alemán, le trataron mejor. ¿Cómo pudo vivir Semprún entre tantas sandeces, tanto odio, tanta envidia?

Una de las preguntas que le hacían era si «se sentía» más francés o español. «¿Te sientes español?». Una pregunta ambigua cargada de fascinación y desprecio hacia los que han vivido fuera, que insinúa que el interrogado tiene la obligación de sentirse español, aunque no el derecho. Una pregunta que se encuentra motivada por ese afán de encasillarlo todo y a todos. ¿Cómo no iba a sentirse Semprún español, cuando para él la infancia –madrileña– era primordial, y vuelve a ella en casi todas sus obras, cuando se pasó la vida intentando desentrañar y manipular el rompecabezas de esas imágenes de la niñez como hizo Proust con las suyas?

Madrid era el paraíso perdido de los primeros años, donde murió precozmente su madre, Susana Maura, donde su abuelo Antonio Maura dominaba la política y la joven dinastía familiar que vivía en el señorial barrio al lado del Museo del Prado, el Retiro, el Jardín Botánico. No le perdonarían muchos a Semprún el hecho de haber pasado su infancia en ese entorno, aunque le duró poco. Además, ¿acaso escoge alguien donde nace?

El impacto de esta infancia queda muy claro en su destino y en su obra, empezando por la política. Como Antonio Maura murió en 1925, dos años después del nacimiento de Semprún, hubo escasa relación directa, pero su abuelo fue político, y quedó su legado. He visto hace poco lo que quizá sea el primer texto escrito por Jorge Semprún, aunque era demasiado pequeño para escribirlo de su puño y letra: una carta, sin fecha, a Antonio Maura (enviada a Madrid desde el Hotel France et Paris de Cádiz):

Querido abuelito
¿Como estás? Seguro que mui molesto por (lo) de la juelga. Mando recuerdos a todos. Tú me tienes que contestar esta carta fea. Mi papá i mi mamá manda recuerdos a ti i a la Señora. Un beso de tu nito Jorge. Recuerdos de abuelita Leg núm. 113 / Carpeta núm. 24 del fondo documental de Antonio Maura Montaner, conservado en el archivo histórico de la Fundación Antonio Maura..

¿Quién le ayudaría con esta redacción repleta de errores? ¿Su institutriz alemana o alguna empleada de hogar? Quién sabe. Sin embargo, volviendo a las imágenes de la infancia, vemos que Semprún se quedó con la familia, naturalmente, y la política («juelga»/huelga). Aunque la carta a Antonio Maura sea anecdótica, confieso que ya nunca podré leer lo que dice Semprún sobre las huelgas obreras en Autobiografía de Federico Sánchez sin pensar en la «juelga» que alguien le hizo comentar con su abuelito Antonio Maura.

Desde pequeño valora la política, la literatura (su padre, el diplomático José María Semprún Gurea, fue poeta aficionado), el arte y los recuerdos. Desde que se muere su madre en 1932 y estalla la Guerra Civil en 1936, es muy consciente del valor primordial de la memoria en un mundo con cambios de rumbo radicales, arbitrarios e irreversibles en los que todo se pierde, en el que las jóvenes madres se mueren, estallan guerras y padre e hijos se ven obligados a salir repentinamente a empezar prácticamente de cero a un hostil país vecino. Los objetos personales de la familia se perdieron para siempre cuando se fueron al exilio y Semprún no conservó ni una foto de su madre, salvo una tan borrosa que ni siquiera sabía con seguridad si era ella.

En Francia su padre se buscó la vida dando clases en un instituto y Jorge –que llegó al exilio sin hablar ni una palabra de francés– estudió Filosofía antes de unirse a la Resistencia. Al poco tiempo fue detenido y enviado a Buchenwald. Cuando los aliados liberaron el campo, fue devuelto a París: un rouge espagnol apátrida. Así fue, a brocha gorda, la juventud idílica y privilegiada que algunos le han reprochado a Semprún. Después de unos años dedicados a la Unesco, de 1952 a 1964 trabajó para el Partido Comunista Español como agente clandestino y como dirigente.

El exilio lo marcó para siempre, como dice el protagonista de la Autobiografía de Federico Sánchez (1977): «El exilio, vamos, ya se sabe. Y si no se sabe, mejor» (p. 228). Queda clarísimo en su único libro escrito en castellano, aparte de su tardía novela Veinte años y un día (2003), que durante décadas Semprún no tuvo paz con España ni con los españoles –ni de izquierdas ni de derechas–, con solo algunas excepciones.
No podría haber sido de otra manera esa relación. En Adiós, luces de verano (1998) cuenta cómo de adolescente en París vio en la Gare d’Austerlitz a unos turistas adinerados llegando desde la España franquista y que verles y oírles hablando sobre sus vacaciones le sentó como una bofetada. Si España había muerto para él y su familia, ¿cómo podía seguir existiendo? ¿Cómo podían otros seguir cruzando la frontera alegremente, por placer?

En Veinte años y un día recuerda su primer regreso a Madrid como agente clandestino. Desde la última vez que había visto Madrid habían pasado muchos años, muchas vidas y muertes. En ese primer regreso volvía como un fantasma anónimo a un decorado congelado en el tiempo:

Estaba allí, desconcertado, angustiado por la extrañeza radical de lo más antiguo, originario, de su propia memoria cuando vio de pronto, en la acera de enfrente, el escaparate iluminado de una mercería, La Gloria de las Medias… ¡La Gloria de las Medias! Súbitamente, al aparecer aquel rótulo de antaño, aquel nombre enternecedor, grandilocuente, pareció que todo el tor–bellino de sentimientos, de angustias, de preguntas, volvía a serenarse, que la riada de una memoria desbordada volvía a su cauce, se amansaba en el re–manso de la evidencia. La Gloria de las Medias era el símbolo, a la vez insignificante, doméstico, pero patético, de un transcurrir del tiempo denso y homogéneo: desde la infancia hasta el día de hoy, a pesar de tanta mudanza, tanta muerte, tanto éxodo y exilio, un hilo rojo de idéntica sangre viva recorría los vericuetos de su vida (p. 241).

Después de muchos años de idas y venidas ilegales, por fin la Dirección General de Seguridad de Franco le da en 1967 –después de casi treinta años de exilio– un pasaporte español y puede volver a Madrid sin miedo. Pero era ya un poco tarde para emocionarse. De su primera llegada legal a Barajas dice, en Autobiografía:

Pues bien, sanseacabó. Ya solo era un turista más, un viajero más, un español residente en el extranjero que volvía a respirar los aires de la patria, algo así como un viejo indiano. Cosa de muy poco alcance y de dudosa importancia en realidad. Ya no era más que un escritor francés de origen español. Como para llorar, vamos (p. 69).

Claro que Semprún era español, y francés e internacional. Fue comunista, y provenía de la clase alta. Como le contestó a Carrillo en la Autobiografía, cuando este le acusó de hurgar en el pasado con el masoquismo de un pequeño burgués: «Gran burgués; que todavía hay clases». Fue militante e intelectual, algo que no le perdonaría el Partido. Las palabras de Pasionaria calificando a él y a Fernando Claudín de «intelectuales con cabeza de chorlito» se repiten y retumban –en mayúscula– en las últimas líneas de la Autobiografía.

Imaginándolo enterrado hace poco en Francia, envuelto en la bandera republicana, recuerdo la última escena de Federico Sánchez se despide de ustedes (1993), en la que vuelve por fin, en 1991, a visitar la casa de su infancia madrileña, más de cincuenta años después de haberla dejado: el retorno soñado por todo exiliado. Y esta vez retumban unas palabras quizá poco literarias, populares, en fin, con las que concluye el libro. El libro está escrito en francés, pero esta última línea la deja en su lengua materna:

¡Que me quiten lo bailado! (p. 249).


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