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La Unión Europea y el estado-nación

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En mayo de 1950, el ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schuman invitó a la recién nacida y todavía ocupada República Federal de Alemania a negociar, en términos de igualdad política, la creación de una regulación comercial para las industrias del carbón y del acero de ambos países. De forma intermitente en un principio y con más continuidad a medida que pasaba el tiempo, se refirió además, de palabra y por escrito, a la propuesta de un mercado común para el carbón, el hierro y el acero, que incluiría también a Italia y a los países del Benelux, como un primer paso para una futura unidad política europea. Siete años más tarde el Tratado de Roma, al establecer un mercado común para todo tipo de productos entre los seis países mencionados, hacía una referencia explícita a «una unión todavía mayor». Hoy en día, mientras esperamos para ver si el Tratado de Maastricht logra verdaderamente, tal como promete, iniciar el establecimiento de una moneda única en Europa, sigue sin estar claro cuál es la verdadera naturaleza de esta unión, en qué debería convertirse o cuál es la razón de que exista.

Los políticos no han perdido oportunidad para explicar que la razón que les ha movido ha sido siempre el idealismo, el deseo de realizar un viejo sueño europeo. Los demás, con muchas excepciones y matizaciones, se acogen a tres grupos de explicaciones que se encuentran, por cierto, bastante alejadas del idealismo.

El primero de estos grupos se apoya en una combinación de determinismo y de progresismo liberal. Presentan la Unión Europea como un resultado inevitable de los cambios económicos y tecnológicos, algo así como una forma de progreso político que corre pareja a los adelantos materiales. La creciente eficacia de los medios de transporte, la facilidad de transferir dinero e información que proporciona la comunicación electrónica, la necesidad de mercados mayores para justificar la innovación tecnológica en la producción industrial que ha de competir a escala internacional, son factores que, junto con toda una serie de fenómenos adyacentes, han tenido el efecto de reducir el valor real y simbólico de las fronteras que separan los antiguos estados. Hoy en día las fronteras resultan útiles solamente para el control de personas, y ni siquiera en este aspecto parecen funcionar muy bien. Los estados europeos, sostienen esta línea de argumentación, tiene una extensión geográfica demasiado reducida como para poder elevar los ingresos de sus ciudadanos por medio de políticas económicas independientes y confinadas a los límites nacionales y, por otra parte, disponen de recursos insuficientes como para defenderse desde un punto de vista económico y militar de naciones más poderosas. Las naciones deben, por tanto, ser reemplazadas por unidades políticas más amplias. Por razones que esta línea de argumentación no intenta nunca explicar, la elección ha recaído en el modelo supranacional de las Comunidades Europeas y en la transferencia de la tan codiciada soberanía de la nación-estado a un gobierno supranacional con sede en Bruselas. Los que defienden este tipo de argumentos tampoco explican a qué se debe que esta forma de transferencia de la soberanía nacional haya tenido lugar solamente en Europa.

Un segundo grupo arguye que la evolución de la Comunidad Europea, lejos de demostrar la creciente inadecuación del sistema de naciones-estado como modelo de gobierno, constituye en realidad una prueba de lo contrario. La Comunidad Europea se explica, así, como el resultado de una serie de decisiones políticas tomadas por políticos y administraciones nacionales de carácter tradicional, cuyo objeto no es otro que reforzar el estado-nación. La unión política no marca el fin de la época de las naciones-estado europeas sino, más bien, el rescate de dichas naciones-estado del colapso económico y político que sufrieron entre 1939 y 1941. Cada una de las etapas de la formación de la Comunidad, la Comunidad del Carbón y del Acero, el Mercado Común de la Comunidad Económica Europea, la Política Agrícola Común, las sucesivas ampliaciones de la Comunidad para dar cabida a nuevos estados miembro, el Acta Única Europea y el Tratado de Maastricht, pueden explicarse mejor como un exitoso esfuerzo colectivo para lograr ventajas a nivel nacional. Las naciones-estado han llegado a acuerdos colectivos que han supuesto la renuncia durante largos períodos de tiempo o incluso de manera permanente de su soberanía, ya que dicha renuncia ha hecho posible llevar a cabo políticas nacionales que de otra manera hubieran resultado imposibles o demasiado gravosas en términos políticos.

El ejemplo más obvio de este proceso lo encontramos en la forma en que los gobiernos han logrado forzar a sus ciudadanos a que consuman los costosos excesos de producción del sector alimentario, propiciados deliberadamente por medio de políticas agrarias cuyo objetivo era mejorar los ingresos de los campesinos, cuando resultaría mucho más barato importar dichos alimentos de países ajenos a la Comunidad. Recompensar a los agricultores, que constituyen, no lo olvidemos, un grupo de presión bien organizado en todos los países, fue un paso importante para el fortalecimiento de las naciones-estado democráticas después de 1945.

La motivación que subyace a todos y cada uno de los pasos de cimentación de la Comunidad Europea, argumenta este segundo grupo, no es otra que la necesidad de los políticos de asegurarse el apoyo continuado de sus votantes. Esto ha resultado posible, o ha sido más fácil de hacer, a través de una línea de acción «europea», algunas veces por medio de una política comunitaria unificada; como sucede en el caso de la agricultura, y otras veces por medio de complicados acuerdos gracias a los cuales los diversos países han logrado el apoyo de la Comunidad para políticas diferentes. De acuerdo con esta línea de pensamiento, el éxito de la democracia después de 1945 ha dependido, pues, del establecimiento de coaliciones políticas duraderas cuyo objetivo era la europeización de algunas políticas nacionales. Por lo que la Comunidad Europea no es otra cosa que una estructura que sostiene un estado-nación notablemente reforzado.

A este argumento suelen oponérsele críticas de dos tipos. La primera es que depende de la existencia simultánea de una serie de políticas como ocurría antes de 1968. El estímulo del crecimiento económico por medio de políticas comerciales más liberales, industrialización, baja inflación y el intento de lograr altos niveles de empleo; la inclusión de trabajadores y campesinos dentro de la unión política tanto por medio de las altas compensaciones obtenidas como gracias a las nuevas instituciones políticas, los altos impuestos, la redistribución de los ingresos a través del sistema fiscal, las notables mejoras de la seguridad social: todas y cada una de las renuncias a la soberanía nacional en que incurrieron los seis miembros originales de la Comunidad tuvieron por objeto la implantación de dichas medidas. Pero esa combinación de políticas se terminó y, sin embargo, la Comunidad ha resistido y ha seguido creciendo. En segundo lugar, ¿acaso no es cierto que un acuerdo para establecer una moneda única gestionada por un banco central europeo políticamente independiente, es decir, el alma misma del Tratado de Maastricht, implica una renuncia a la política monetaria y con el tiempo también a la fiscal, lo cual es tanto como decir una renuncia a la noción misma de soberanía nacional?

El tercer grupo de argumentos resulta más difuso. Lo que le da cohesión es su insistencia en explicar la evolución de la unión política más como un resultado del impulso de ciertos procesos políticos internos que como el producto de una serie de decisiones de política nacional independientes entre sí. Son muchos los que opinan que la maquinaria política creada por el Tratado de París en 1952 había de conducir, inevitablemente, a una ampliación de la forma de gobierno supranacional, dado que los problemas que debía resolver exigían soluciones supranacionales para toda una serie de cuestiones relacionadas. La versión típica de este argumento es que un mercado único necesita de una moneda única si pretende funcionar de manera satisfactoria, y esa es la razón de que el Acta Única iniciara un proceso funcional de resolución de problemas por medio de medidas burocráticas que terminaría por llevarnos al Tratado de Maastricht y a la unión monetaria. Esta clase de argumentos incluyen sin dificultad observaciones del tipo que cualquier sistema burocrático, sin exceptuar el que tiene su sede en Bruselas, intenta por definición ampliar sus competencias, y que lo mismo puede decirse de cualquier tribunal, por ejemplo del Tribunal Europeo. El argumento no ignora tampoco el hecho de que la consecución de una unión política de Europa occidental ha sido la mayor parte del tiempo un objetivo de la política internacional estadounidense, lo cual explica que nunca hayan existido grandes obstáculos para el crecimiento orgánico de dicha unión. Dentro de este grupo puede incluirse también la opinión popular que ve todo el asunto como una conspiración orquestada por grandes empresas y burócratas que actúan con el beneplácito de Washington, un gran montaje, en fin, acerca del cual el pueblo nunca ha sido consultado y contra el cual le resulta imposible actuar.

La Comunidad se inició en 1950 con una serie de naciones-estado cuya base política era extremadamente débil, contempló el asombroso aumento de los ingresos reales en la década de los cincuenta y vio cómo se extendía por doquier la satisfacción con los gobiernos nacionales, fue testigo de los costosos y ambiciosos programas sociales de los años sesenta, del regreso del desempleo en los setenta, del enorme aumento de las desigualdades de los ingresos en los ochenta y de la espectacular remodelación sufrida por el mapa de Europa en los noventa. En este contexto, seguramente no es posible encontrar una única manera de explicar la Comunidad que resulte plenamente satisfactoria. ¿Puede una Comunidad, creada en parte para mantener a un truncado estado alemán dentro del ámbito de la democracia occidental, explicarse de la misma manera que una Unión Europea en la cual el marco es la moneda dominante y Alemania, que ha llegado a convertirse en el miembro más rico y más densamente poblado del conjunto, y en el potencial regidor de los destinos de Europa? ¿Puede una Comunidad de seis países, creada en medio del clima de hostilidad de la guerra fría, explicarse de la misma forma que una Comunidad de quince en la que la mayoría de los antiguos países socialistas, que casi igualan en número a los ya existentes, desean también ser admitidos como miembros?

Existe un importante elemento común, a pesar de todo: la necesidad de controlar a Alemania a través de Europa. De acuerdo con la decisión tomada en París en 1950 y reafirmada en el Tratado de Roma, esto solamente podría llevarse a cabo mediante una asociación provechosa en la cual la soberanía nacional resultara en parte compartida, idea que resultó corroborada de nuevo en 1989 con la caída del muro de Berlín y la consiguiente disolución de la República Democrática Alemana. Frente a la vehemente oposición del Reino Unido, Francia estaba dispuesta a aceptar como base de su política de seguridad la pertenencia a una unión federal que inevitablemente resultaría dominada por Alemania. Como contrapartida, podría consolidar dicha Unión exigiendo el establecimiento de una moneda única y obtener además cierta influencia política sobre la nueva moneda para compensar su falta de influencia, que ya había quedado demostrada gracias a la triste historia del Sistema Monetario Europeo, sobre el tipo de cambio del marco alemán. Por otra parte, el franco había quedado muy malparado como consecuencia de un aumento de la tasa de interés del marco que tuvo lugar justo una semana antes del referéndum francés sobre el Tratado de Maastricht. En el proceso hacia el sistema federal originado en 1950, Francia ha manifestado su indecisión en diversas ocasiones, pero nunca ha dado marcha atrás. Lo mismo puede decirse, hasta el momento, del presidente Chirac.

Si bien los grupos de explicaciones primero y tercero contienen observaciones válidas a largo plazo sobre los cambios económicos producidos a nivel mundial o sobre las características funcionales inherentes al proceso de gobierno, lo cierto es que no logran ofrecer una explicación tan específica y convincente como la necesidad de contar con medidas de seguridad contra las posibles amenazas de una Alemania unificada. Sin embargo, había otras maneras de obtener esa seguridad aparte de la elegida por Francia y todas ellas contaban con un amplio apoyo en la Francia de los años cincuenta. La razón de que el método elegido fuera la Comunidad Europea puede explicarse sólo gracias a la hipótesis que subyace al segundo grupo de explicaciones, es decir, que el método de la Comunidad traía también consigo beneficios a nivel nacional en otras áreas. En los años cincuenta, Bélgica y los Países Bajos usaron dicho método para asegurar la recuperación de la economía alemana, lo cual era de importancia crucial para la recuperación de sus propias economías. Con la Política Agraria Común, los Países Bajos lograron asegurar sus exportaciones de productos alimenticios. Bélgica mantuvo un alto nivel de empleo, financiada por Alemania, en la poco competitiva industria del carbón de Walonia. Italia se aseguró el regreso al foro de las naciones aceptables, un dinámico proceso de industrialización basado en su comercio con Alemania y una vía de salida segura para sus exportaciones agrícolas. Tras la incorporación del Reino Unido a la Comunidad, la antieuropeísta Margaret Thatcher apoyó con entusiasmo el Acta Única para asegurarse asimismo una salida para las exportaciones del sector servicios, mucho más elevadas en Gran Bretaña que en el resto de los países miembros. Los países más pobres, sobre todo Grecia, Irlanda y Portugal, recibieron adiciones masivas a su producto nacional bruto mediante transferencias intracomunitarias, y todo ello a una escala que los países pobres no europeos no podrían ni soñar. Así pues, estabilizar la democracia mediante la ampliación de la Comunidad parece no haber significado otra cosa, después de 1974, que asegurarse la fidelidad de los votantes de los gobiernos nacionales por medio de recompensas materiales.

A lo largo de todo el proceso, las prioridades de la política doméstica han sido un aspecto tan importante de la política de seguridad como el control de Alemania. La seguridad económica, espiritual y social de la población de la Europa occidental ha estado en entredicho, durante la práctica totalidad del período, al menos en igual medida que su seguridad física. El sistema capitalista de la posguerra tenía la obligación de proporcionar un marco de seguridad, tanto material y espiritual como física, que fuera mejor que la muy pregonada alternativa con base en Moscú. Fue precisamente ese modelo de seguridad de amplio alcance lo que más atrajo a los ciudadanos de España y Portugal, que veían en él la realización del ideal democrático y que hoy en día parece ejercer el mismo atractivo sobre los votantes de los países del antiguo bloque socialista.

Los resultados, por supuesto, no han sido de tan sobresaliente alcance como lo fueron antes de 1974, pero tampoco las alternativas son hoy tan tentadoras. En cualquier caso, la fidelidad sigue siendo un asunto de mayorías, y en sociedades donde los ingresos son ahora progresivamente redistribuidos a las clases pudientes, dichas mayorías necesitan todavía ser aseguradas.

Así, la Comunidad ha proporcionado una de esas raras situaciones de armonía en que la política exterior brota directamente de los imperativos de la política doméstica. El apoyo de los Estados Unidos ha sido a veces útil, a veces no, pero es cierto que la oposición de los americanos habría tenido el efecto de impedir el desarrollo global del proyecto. Los mecanismos internos y las decisiones políticas han tenido siempre un origen enteramente europeo. Esa es la razón de que la unión política haya continuado dominada por los gobiernos nacionales, cuando los Estados Unidos hubieran deseado que las cosas se desarrollaran de forma muy diferente. La medida en que los distintos países controlan todavía la unión es la mejor defensa del argumento que asegura que ésta fue creada en interés de aquéllos.

El brazo ejecutivo de la Unión, la Comisión Europea, no tiene capacidad para recaudar impuestos, que han de serle entregados por intermedio de las distintas naciones. Su presupuesto alcanza a poco más del 1% del producto interior bruto de la Unión. Su burocracia es más reducida que la de la mayoría de las grandes ciudades europeas. El Tratado de Roma prohíbe expresamente la existencia de un déficit presupuestario. El consejo de ministros de la Unión, que ejerce la función legislativa, consiste en una serie de comités compuestos íntegramente por ministros de los distintos gobiernos nacionales. Las amplias líneas de su política están determinadas por un Consejo Europeo formado por los presidentes de los distintos países. Por lo que respecta al Parlamento Europeo, digamos que no dispone de un hogar permanente ni de un sistema unificado de elecciones, que el único control que ejerce sobre el gasto consiste en un rechazo total del presupuesto, que su único control efectivo sobre los nombramientos que se realizan con destino a la Comisión es la amenaza, difícil de usar en la práctica, de rechazarlos en su totalidad y que no tiene derecho a iniciar legislación alguna. De acuerdo con los criterios europeos, no se trata de un parlamento en absoluto, sino más bien una institución de carácter ceremonial como la monarquía.

¿Sirve el Tratado de Maastricht para invalidar esta visión de la Comunidad? Sólo porque la tasa de desempleo sea tan elevada y tan elocuentes las protestas contra las duras políticas económicas impuestas a fin de alcanzar los criterios de convergencia, no debe presuponerse que el tratado carece de apoyo popular. Los acaudalados trabajadores de los cincuenta son los rentistas de los noventa, y disponen de suficientes ingresos procedentes de sus ahorros como para estar a favor de unos altos tipos de interés. Con la excepción de Irlanda, la tercera edad constituye en todos los países miembros el mayor grupo de intereses. Constituye asimismo el grupo más grande de personas pobres, pero aquellos de sus miembros que no son pobres obtienen sus ingresos de sus ahorros. Los que son pobres, viven de subsidios fijos que raramente aumentan en la misma proporción que la inflación. A fines de los años ochenta existía en todas partes un apoyo político sustancial para la creación de un banco central independiente que arrancara la política monetaria de las manos de los políticos inflacionistas. El alma del Tratado de Maastricht no surgió del comité de industriales y gobernadores de bancos centrales prendido por Delors, sino de las presiones nacionales por encontrar medidas de protección contra la inflación que aparecieron a fines de los ochenta. Sin embargo, dado que después de 1989 la inflación parece haberse controlado, la principal amenaza para la estabilidad social la constituye ahora la tasa de desempleo.

Es posible que las bases sociales para la europeización de las políticas antiinflacionistas nunca hayan sido lo suficientemente amplias como para sostener cambios políticos de importancia tan trascendental. Hoy en día, dichas bases aparecen fragmentadas frente a llamadas más urgentes que abogan por políticas de empleo ligadas a una relajación de la política monetaria, habida cuenta además que cualquier ajuste de las tasas de interés tendría el efecto de enfriar el entusiasmo en los hombres de negocios por la unión monetaria. Incluso en el caso de que se lleve a cabo la unión monetaria, ¿cómo de profundos serán los cambios políticos que traiga consigo? Para los negociadores del tratado resultaba esencial adoptar un nuevo sistema de votación en el Consejo que permitiera a una mayoría cualificada decidir con su voto sobre una amplia gama de decisiones. No hay duda de que esto resultará esencial en el caso de que la Unión se decida a incluir a un elevado número de antiguos países socialistas que resultan insignificantes desde el punto de vista político. No olvidemos que hoy en día los cinco países mayores, Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido y España, que representan al 80% de la población total de la Unión, disponen tan sólo de algo más de la mitad de los votos en el Consejo. Si fueran admitidos todos los países del antiguo bloque comunista que lo han solicitado, los países más pequeños podrían vencer fácilmente con sus votos en coalición no sólo a Francia y Alemania, sino también a los cinco países mayores juntos. Sin embargo, cualquier intento de alterar el sistema de votación que permita a Francia y Alemania vencer a Gran Bretaña resultará asimismo bloqueado. Parece, por tanto, que no debemos esperar que se produzcan cambios significativos en la distribución del poder político de la Comunidad, sobre todo si tenemos en cuenta que el Reino Unido está promoviendo la extensión de ella hacia el Este con el único fin de debilitar sus poderes supranacionales.

Es posible, pues, que Maastricht no traiga cambios políticos radicales a la Unión política y que tampoco traiga la unión monetaria. Tal como sucedió con el Tratado de la Comunidad para la Defensa Europea de 1952, podría incluso no ser ratificado. Si tiene lugar alguna forma de unión monetaria, ésta podría surgir de una vía que siempre ha constituido una alternativa paralela al desarrollo de la Comunidad, si bien una vía no sujeta a las leyes y al gobierno de la misma. Nos estamos refiriendo a la estrecha relación bilateral, basada en el método tradicional de la alianza diplomática, que existe entre Francia y Alemania. Si la unidad monetaria llegara a través de esta vía y se situara fuera del alcance de los artículos del Tratado de Maastricht, eso querría decir que no existe la simetría de política doméstica necesaria para dar este importante paso en la europeización de las políticas y que la tan ansiada federación europea es todavía un sueño lejano. Dicha simetría resultará cada vez más difícil a medida que aumenta el número de estados miembro. Una Comunidad de dos velocidades, con Francia y Alemania y sus satélites monetarios por un lado y el resto de los estados miembro por otro, no sería en absoluto la misma Comunidad y requeriría una explicación diferente.

Podemos concluir, por tanto, que las fuerzas que han impulsado la Unión política a lo largo de casi medio siglo han sido siempre las mismas. Pero no está claro que dichas fuerzas tengan hoy en día un objetivo común. Por supuesto, esto resulta igualmente cierto en la época en que De Gaulle estaba en el poder. Aquella interrupción tuvo un carácter provisional. La Comunidad ha proporcionado enormes ventajas a los ciudadanos de los países que la constituyen, y ha tenido el efecto paradójico de producir el período de paz, internacional y doméstico más prolongado de la historia de Europa occidental al tiempo que reforzaba el Estado-nación. De cualquier modo, sigue siendo cierto que la Unión sólo podrá dar un paso adelante cuando proporcione ganancias a la mayoría de los ciudadanos de los países respectivos. El Tratado de Maastricht, considerado en su conjunto, no proporciona tales ganancias.

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