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La teología de Joseph Ratzinger

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Debo empezar pidiendo disculpas. Quienquiera que se disponga a ofrecer una presentación de la música de un músico, el arte de un artista o el pensamiento de un pensador, se sitúa en una posición de superioridad. Este tipo de presentación implica una comprensión de la posición de esa persona más profunda de la que ella misma posee. En la década anterior a la elección de Ratzinger como Papa tuve el privilegio de trabajar con él en la Comisión Bíblica Pontificia, de la que, en su condición de presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, era también presidente ex officio. En esa década acabé sintiendo una admiración infinita por él como persona y como pensador. No sólo asistía virtualmente a todas las deliberaciones, sino que, entre una y otra, se preocupaba de conocer individualmente a todos los miembros como amigo y como anfitrión. En las discusiones escuchaba en silencio y respetuosamente, expresando pocas veces una opinión. En las raras ocasiones en que hablaba quedaba claro que había asimilado todos los argumentos esgrimidos y con frecuencia era capaz de ver sus implicaciones con mayor claridad que quien los había expuesto en un principio. Estas intervenciones elevaban invariablemente el debate a un nuevo plano, alcanzándose mayores profundidades y encontrándose a menudo maneras de enfrentarse a problemas que hasta entonces habían parecido insolubles. Un comentarista necesitaría hacer acopio de grandes dosis de confianza para situarse por encima de una persona así.

Esta impresión de una gran capacidad para aprehender y analizar una situación se ve reforzada por dos amplias entrevistas con la extensión de un libro, una con un periodista italiano, Informe sobre la fe (1985), y la otra con un periodista alemán, La sal de la tierra (1996). La primera es algo sombría, por no decir pesimista, sobre las tendencias en la teología y en la Iglesia. Su tono predominantemente negativo provocó una punzante respuesta de un distinguido grupo de teólogos británicos (un número especial de New Blackfriars, de junio de 1985). El mensaje de la segunda es más positivo, pero ambas muestran unos conocimientos y unos juicios asombrosos, no sólo de los movimientos filosóficos y de las corrientes de pensamiento, sino también de la Iglesia en muchas partes diferentes del mundo. Incluso la primera entrevista, más sombría, se caracteriza por una fuerte tendencia a distinguir lo mejor en cualquier situación, no a detenerse en las críticas negativas, sino a concentrarse en aquello que sea potencialmente bueno y suponga un avance. En la segunda entrevista, el cardenal comentaba, refiriéndose a España, la gran convulsión vivida al final del franquismo, cuando la Iglesia había sido identificada con la sociedad y, en la práctica, con el Estado, a pesar de lo cual «ha permanecido intacta una reserva muy fuerte de catolicismo crítico y también de teología crítica». La persona objeto de este artículo es, pues, un observador agudo y un teólogo descollante ante cuyo pensamiento los comentaristas inferiores a él debemos adoptar una actitud admirativa.

Igualmente importante es dejar constancia de otra cuestión preliminar. Durante un cuarto de siglo Ratzinger estuvo al frente de la institución romana cuya tarea es supervisar la enseñanza de la fe. En este puesto se granjeó el sobrenombre de «el rottweiler del Papa». Sigue siendo un enigma cómo una persona reflexiva, educada y sensible puede haber puesto su nombre a condenas promulgadas sin lo que se considera hoy en día la debi­da consideración hacia los derechos hu­manos de las personas. Especialmente controvertida ha sido toda una serie de reprimendas y censuras a teólogos de la liberación de Sudamérica como Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff o Jon Sobrino, pero ha habido otros casos prominentes, como el de la teóloga feminista inglesa Lavinia Byrne. Pueden señalarse factores atenuantes. En las dos entrevistas ya mencionadas, Ratzinger insistía en que las decisiones no eran exclusivamente suyas, sino que él se erigía simplemente en portavoz de una decisión tomada tras realizar amplias consultas, no sólo entre el reducido grupo de teólogos que integran la Congregación para la Doctrina de la Fe. Él mismo es un oyente cuidadoso y flexible. Un destacado teólogo estadounidense me dijo que Ratzinger no dudó en moderar el texto de un discurso cuando le dijeron que resultaría inaceptable para un público estadounidense. En La sal de la tierra insiste en que siempre «vio su papel como el coordinador de un gran grupo de trabajo», aunque él no es de ese tipo de personas que se muestran de acuerdo con opiniones de las que disiente. Otros miembros relevantes de la Congregación tenían claramente una actitud menos abierta y eran oyentes menos buenos que él. Los procesos romanos cambian lentamente y aún conservan muchos vestigios (además de la guardia suiza) de las monarquías absolutas de siglos pasados. Es evidente que las actitudes y las decisiones provenientes de la Congregación para la Doctrina de la Fe no constituyen un buen punto de partida para el estudio de la teología personal de Joseph Ratzinger.

Debe también señalarse que el período que pasó en la Congregación para la Doctrina de la Fe fue sólo una de las tres etapas importantes de su vida. En la primera fue un sobresaliente iniciador en el campo de la teología y formó parte del apasionante grupo de pensadores cuya obra encendió el fuego que acabaría de­satando un incendio en el Concilio Vaticano II. El período pasado en la Congregación para la Doctrina de la Fe lo situó necesariamente al otro lado de la barrera, donde su tarea era específicamente moderar nuevas soluciones y formulaciones, aunque ha subrayado varias veces que nunca habría aceptado el puesto si hubiera supuesto únicamente represión. Aun entonces percibió que fomentar la reflexión y la evolución en la teología constituía una tarea igualmente importante. La tercera y actual etapa es la de pastor universal: ha dejado de ser el rottweiler del Papa para convertirse en pastor alemán. Aquí voy a centrarme en dos episodios para mostrarlo tal cual es. Una de sus primeras acciones fue buscar una reconciliación con Hans Küng, que en muchos temas mantiene opiniones diametralmente opuestas a las suyas, y cuyo permiso para enseñar como teólogo católico había sido retirado tras una decisiva intervención del ahora pontífice. Un segundo indicador de su estilo personal es la elección del amor como tema de su primera encíclica, Deus caritas est. Aquí de nuevo se manifiesta su capacidad para concentrarse en los elementos positivos de una situación. Con ojos abiertos de par en par –como es característico en él–, se muestra dispuesto a aprender de un apóstata del cristianismo: en su carta encíclica cita el hecho de que el emperador romano Juliano el Apóstata pasara de ser partidario a perseguidor de la Iglesia indignado por el tratamiento, desprovisto de amor, que habían dispensado los cristianos a su propia familia.


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Ratzinger ha sido tildado de conservador. Estaría más cerca de la verdad decir que tiene en gran estima los valores tradicionales. Criado en una afectuosa familia bávara, y viendo negado por su elección como Papa su ardientemente anhelado placer de retirarse a una casa rural en Baviera con su hermano mayor, el distinguido músico Georg Ratzinger, los valores familiares tradicionales brillan a través de muchos de sus escritos. Su imaginería es seductoramente bávara: un oso ha sido parte de su escudo de armas desde su nombramiento como arzobispo de Múnich; tiene su origen en un antiguo relato bávaro sobre un oso que devoró con gula el buey de un santo, y como castigo fue condenado a tirar del carro del santo hasta Roma. Así, Ratzinger se describe como «un buey bueno y robusto para tirar del carro de Dios en este mundo». Sus ideales en materia de ética sexual proceden de una cariñosa familia bávara, quizá de modo aún más específico de una cariñosa madre bávara, ya que él distingue un lazo indisoluble entre sexualidad y maternidad. El principio de que la sexualidad no puede separarse de la procreación es para él básico, por lo que considera que, una vez que se rompe este lazo, el camino queda expedito para atribuir igual valor a cualquier forma de sexualidad.

Otro punto de vista pregonado a los cuatro vientos ha sido el afecto que siente por la forma tradicional de la liturgia, que se refleja incluso en diversos detalles de su indumentaria (sombreros y zapatos), en los que ha recuperado idiosincrasias papales anteriores. Más seriamente, esto explica su inclinación y su constante fomento de la forma de la misa tradicional previa a las reformas del Vaticano II. En Mi vida. Recuerdos (1927-1977) (1998) afirma abiertamente que se quedó «consternado» con motivo de la publicación del nuevo Misal de Pablo VI en 1970, que comportaba la prohibición sin precedentes de los misales anteriores, pues le parecía que ello negaba la evolución orgánica de la enseñanza y la liturgia en la Iglesia. Explica que una comunidad que pone en cuestión lo que había sido su posesión más sagrada y sublime pierde su derecho a que se confíe en ella de otras maneras. Y llega hasta el punto de afirmar: «Estoy convencido de que la crisis que estamos viviendo hoy en la Iglesia se debe en gran medida a la desintegración de la liturgia». Un pequeño aspecto en este ámbito, que ya está demostrando ser controvertido y que es muy probable que provoque un malestar considerable cuando finalmente se promulgue, es la decisión, que se sabe que es a ciencia cierta «el deseo personal del Santo Padre», de insistir en un regreso a una traducción literal del original griego del texto evangélico tras las palabras de la consagración en la plegaria eucarística: «sangre derramada por muchos [no «por todos»] para la remisión de los pecados». ¿No se derramó la sangre de Cristo para la redención de todos? ¿Sólo habrán de salvarse «muchos», no «todos»? Al margen de lo que se piense sobre la salvación universal (y esto supone un énfasis importante en la teología del Papa), al margen de lo que dijera Jesús (supuestamente en arameo), el texto evangélico en griego dice «muchos», y ese «muchos» va a retomarse.

No hay ninguna duda de que el conjunto de su teología está profundamente marcado por su primera obra tras licenciarse, un galardonado ensayo sobre san Agustín, que más tarde sería desarrollado para convertirse en su tesis doctoral. Es bien conocido el hecho de que, en los años que desembocaron en el Concilio, él y Karl Rahner trabajaron juntos. En 1979, cuando Ratzinger era arzobispo de Múnich, es igualmente conocida la disputa entre ambos por lo que Rahner consideró una intervención injustificable contra el nombramiento de Johann Baptist Metz para ocupar una plaza de profesor de teología. En escritos posteriores, Ratzinger se distancia de Karl Rahner al mantener que su propia educación teológica era enteramente bíblica y patrística –profundamente tradicional, por tanto–, mientras que Rahner se había visto fuertemente influido por los modernos sistemas filosóficos, especialmente la filosofía de Heidegger. Estas ideas habían conducido a menudo a Rahner a nuevas formulaciones que cuestionaban la enseñanza tradicional. Sus brillantes reflexiones podían poner a la teología cristiana en una senda enteramente nueva, por ejemplo sobre la muerte y la otra vida, o sobre la inspiración bíblica. Por otra parte, la baza decisiva del pensamiento de Ratzinger es su claridad y su penetrante simplicidad. Siempre tuvo la consideración de ser «un tipo fiable». Este fue, por supuesto, un factor que impresionó a sus compañeros cardenales en su gestión del interregno tras la muerte de Juan Pablo II, y desempeñó un importante papel en su propia y fulgurante elección como Papa. Él nunca se propuso ser un innovador. Es demasiado humilde, un auténtico «siervo de los siervos de Dios». Por eso ha escrito: «Nunca he intentado crear un sistema propio, una teología individual. Simplemente quiero pensar en comunión con la fe de la Iglesia», especialmente la de la Biblia y los primeros escritos, entre los cuales san Agustín ocupa siempre un lugar principal. La base bíblica y patrística del pensamiento de Ratzinger resulta evidente en todas y cada una de las páginas de sus escritos. Está claramente familiarizado con filósofos como Nietzsche y Jaspers. Su pensamiento se ha enriquecido con una serie de autores modernos como Romano Guardini, Karl Barth o Hans Urs von Balthasar. Aprende de y cita a muchos teólogos vivos, pero la formación depende de las antiguas tradiciones del cristianismo.

En su prolongada lucha contra la teología de la liberación es posible ver la influencia tanto de san Agustín como de otra importante obra juvenil de Ratzinger, que versa sobre la teología de la historia de san Buenaventura. La obra mayor de san Agustín, que dominó la totalidad de la Edad Media, fue De Civitate Dei, una reflexión, escrita en el momento del derrumbamiento definitivo del imperio romano, sobre las dos ciudades-estado, comparando los principios de la ciudad de Dios con los de la ciudad de Roma. En el pensamiento de Ratzinger no hay posibilidad de confusión entre la ciudad de Dios y la ciudad profana. La otra gran influencia formativa temprana es la tesis posdoctoral de Ratzinger, su Habilitationschrift (el requisito para ocupar una cátedra en Alemania), sobre la teología de la historia de san Buenaventura. Este franciscano desarrolló en el siglo xiii el pensamiento de Joaquín de Fiore, quien –acertada o equivocadamente– había dividido la historia en tres pe­río­dos, el tercero de los cuales sería el reino de Dios en la tierra. En la teología de Ratzinger esta quimera asoma una y otra vez como la pesadilla que no puede tolerarse jamás. La teo­lo­gía política estuvo en el centro de su controvertida oposición a la promoción de Johann Baptist Metz. Más recientemente, se ha situado en el centro de su prolongada disputa con la teología de la liberación. Él piensa que la teología de la liberación mantiene que el reino de Dios puede alcanzarse por medio de la política y la economía, en las que la violencia es indispensable. «El Reino de Dios, al no ser un concepto político, no puede servir como un criterio político mediante el cual construir un programa de acción política», escribe en Escatología: la muerte y la vida eterna (1977). En casos extremos de la teo­lo­gía de la liberación, Jesús el liberador es visto como nada más que el portavoz de los oprimidos, animándolos a levantarse y cambiar la sociedad, olvidando así la verdad de suma importancia de que él es el Hijo de Dios encarnado. Para Ratzinger, la cristología es el factor central, por lo que una renovación de una visión del mundo y del propio mundo debe centrarse en una renovación de la cristología.

No sólo sus primeros estudios, sino que también significativos hechos históricos posteriores han moldeado y confirmado esta visión. Quizá la exposición más reveladora del trasfondo se encuentra en el importante prefacio (2000) a la nueva edición de las conferencias impartidas inicialmente a los estudiantes en Tubinga y publicadas en 1968, Introducción al cristianismo. La misma perspectiva sigue emergiendo en Jesús de Nazaret, publicado en varios idiomas en los últimos meses. Un acontecimiento que dejó una impronta indeleble en Ratzinger –puede demostrarse cómo ha quedado grabado en su memoria– fue la rebelión estudiantil de 1968. Aparece mencionada repetidamente en sus escritos y entrevistas, y debe de ser responsable de un amplio hilo de cautela, por no decir represión, visible en sus decisiones. Años más tarde, en respuesta a un antiguo alumno, ahora obispo, que le preguntó por qué había dado marcha atrás, pasando de ser un iniciador a abrazar una postura mucho más cautelosa, afirmó enérgicamente: «Vo­so­tros me obligasteis». Los estudiantes de teología de diversas universidades alemanas, incluida Tubinga, donde Ratzinger se encontraba entonces dando clases, estallaron con protestas contra el fracaso del cristianismo para encontrar un mundo mejor. Los estudiantes de las facultades protestantes fueron más violentos, pero los católicos se dejaron oír también con estridencia. Sentían que el tan pregonado Vaticano II había resultado ser un fiasco. La crucifixión fue denunciada como un capricho narcisista por parte de Jesús. La única solución a los problemas del mundo se encontraba en el marxismo. Los catedráticos fueron físicamente arrastrados desde sus aulas y su lugar fue ocupado por una inmundicia incalificable. Estos fueron los disturbios que desencadenaron el traslado de Ratzinger de Tubinga al ambiente más tranquilo de Ratisbona. En Mi vida, veinte años después de los hechos, Ratzinger los describe –o más bien la impresión que dejaron en él– en los términos más enérgicos: «Entonces [1968] estaba produciéndose la destrucción de la teología, por medio de su politización tal y como la concibió el mesianismo marxista. He visto el rostro espantoso de su piedad atea al descubierto, su terror psicológico, el entusiasmo con que podía dejarse a un lado toda consideración moral como un residuo burgués». Después de estos acontecimientos, cualquier indicio de lo que pudieran considerarse intentos de establecer por medio de la violencia un reino de Dios sobre la tierra han provocado en él una reacción adversa.

Y, sin embargo, este mismo e importante prefacio muestra también una plena conciencia del fracaso del cristianismo para ocupar el lugar y desempeñar el papel que le corresponde en el colapso del comunismo europeo, otro momento enormemente significativo en la evolución del pensamiento de Ratzinger: «El cristianismo fracasó en ese momento histórico [en 1989] a la hora de hacerse oír como una alternativa [al comunismo] que habría de marcar una época. […] Una vez que resultó visible la devastación humana, aun durante un solo instante, los antiguos ideólogos prefirieron retirarse a una posición pragmática o, mejor, declararon sin ambages su desprecio de la ética». El resultado de esta quiebra del nervio cristiano es que los capos de la droga colombianos pueden proclamarse salvadores de los pobres y que –a pesar de los vigorosos pero inútiles esfuerzos de las Iglesias ortodoxas– Europa amenaza ahora con tener una constitución que guarde por completo silencio sobre sus raíces cristianas.

 

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Si la respuesta se halla en una renovación de la cristología, ¿cuál es el aspecto positivo del pensamiento de Ratzinger? Su teología es firmemente intervencionista hasta la médula, una teo­lo­gía de un Dios que se manifiesta en la historia, por lo que estamos básicamente ante una teología histórica y una teología de la historia. Es fundamental la distinción entre el Dios de los filósofos y el Dios del cristianismo. El Dios de los filósofos sigue siendo espléndidamente intocable, un Dios sobre el cual todo lo que se diga debe negarse con el mismo aliento, ya que este Dios es enteramente Otro. Si Dios es impersonal, no es posible ninguna relación personal o positiva entre Dios y el mundo. Por otro lado, el Dios de la tradición hebreo-cristiana se ha dado a conocer, ha revelado un nombre personal y, al revelar este nombre, ha invitado a los seres humanos a la amistad. El regalo del nombre a Moisés, el nombre YHWH, tan sagrado que nunca se pronuncia, fue el comienzo de una relación personal, una invitación a la amistad. Este regalo inicial se completó más tarde con la revelación de su significado, un Dios de amor y perdón, un significado que encuentra eco en las Escrituras en innumerables pasajes. Desde el punto de vista de la teología de Ratzinger, lo emocionante es que esta invitación a la amistad constituye la base del primer gran decreto del Vaticano II, Dei Verbum, sobre la Revelación, mostrando cuán trascendental fue Ratzinger en la conformación de este documento fundamental, que a su vez resuena en muchos de los restantes decretos del Concilio Vaticano II.

La misma línea prosigue en el recién publicado Jesús de Nazaret, el grueso del cual fue escrito en el verano previo a que Ratzinger se convirtiera en Benedic­to XVI. Ha sido ensalzado por algunos reseñistas, anteriormente críticos con el autor, como su mejor libro hasta la fecha. La base esencial de la encarnación es que Jesús muestra el rostro de Dios en forma humana, viniendo a la humanidad con una intimidad anteriormente inconcebible. En ese libro, el trampolín es el detallado estudio del Sermón de la Montaña, que examina el modo en que el cristianismo trasciende el ju­daís­mo. Gira en torno a un magistral y cordial diálogo con el estudioso rabínico judío Jacob Neusner. El énfasis se pone en la aproximación de Jesús a la Torá, que maneja y a la que da nueva forma con una autoridad que sólo puede ser divina. Eso es lo que debe significar mostrar el rostro de Dios en forma humana. Una dimensión ulterior de la encarnación, cercana al corazón del autor, es la universalidad de la misión de Jesús: «Esta idea de universalidad resurgirá una y otra vez como el verdadero eje de la misión de Jesús». Desde las grandes disputas medievales entre los estudiosos judíos y cristianos, los interlocutores judíos han rechazado las pretensiones cristianas de que Jesús estableció la soberanía de Dios. Su réplica es que la paz, el amor y la armonía esenciales para el Reino de Dios no han llegado a la tierra. Han preguntado: «¿Qué ha traído real­men­te vuestro “Mesías” Jesús?». La respuesta de Ratzinger es que Jesús ha traspasado los lazos del «Israel eterno» y ancestral, elevando la oferta de amistad de Dios al plano universal, que ha dejado de estar encadenada por y anclada dentro de los límites del ju­daís­mo, y llamando a todo el mundo a la libertad del evangelio. La clave de toda moral es la comunión con Jesús en su obediencia al Padre. Esto «libera a las personas y a las naciones de descubrir qué aspectos del orden político y social concuerdan con la comunión de voluntad con Dios, y elaborar así sus propias disposiciones jurídicas». Para aquellos que ven en Jesús el rostro de Dios, ésta es la verdadera libertad de los hijos de Dios.


Traducción de Luis Gago

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA DE JOSEPH RATZINGER

INFORME SOBRE LA FE
Trad. de José Luis legaza
BAC, Madrid

LA SAL DE LA TIERRA
Trad. de Carla Arregui
Palabra, Madrid

DIOS ES AMOR. CARTA ENCÍCLICA «DEUS CARITAS EST»
BAC, Madrid

MI VIDA: RECUERDOS (1927-1977)
Trad. de Carlos d’Ors
Encuentro, Madrid

LA TEOLOGÍA DE LA HISTORIA EN SAN BUENAVENTURA
Trad. de Juan Daniel Alcorlo y Rafael Sanz
Encuentro, Madrid

ESCATOLOGÍA: LA MUERTE Y LA VIDA ETERNA
Trad. de Severino Talavero
Herder, Barcelona

INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO
Trad. de José Domínguez Villar
Sígueme, Salamanca

JESÚS DE NAZARET
Trad. de Carmen Bas
La Esfera de los Libros, Madrid

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Ficha técnica

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