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¿Realmente es España la séptima potencia?

Mario Gaviria

Ediciones B, Barcelona, 1996

La séptima potencia. España en el mundo

483 págs.

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Hace más de treinta años se publicaba la influyente compilación de Richard L. Merrit y Stein Rokkan, Comparing Nations. Aunque enfocado desde la perspectiva del desarrollo político, el libro ha servido de modelo para comparar unidades territoriales (países o regiones) con un propósito más general. Después de todo, la esencia del método en las ciencias sociales es la comparación. Sólo así se puede superar el constreñimiento que las ciencias sociales no pueden experimentar. Esta consideración lleva al sociólogo Mario Gaviria a analizar el lugar que ocupa actualmente España por su desarrollo en el concierto de los países del mundo. Se atiene más propiamente al desarrollo económico, pero con incursiones atrevidas sobre el avance cultural. La conclusión es que somos la séptima potencia mundial en valores absolutos del PIB y la vigésima tercera en términos per cápita. El libro es sumamente estimulante y chocante. Aunque sólo sea porque la opinión general de los españoles –e incluso de los expertos– es que la posición de España es mucho más zaguera. ¿Cómo es que somos la séptima potencia y no nos llaman a decidir los destinos del mundo? La pregunta implica la cautela de los que van a juzgar el libro considerado como triunfalista. Más bien el talante del autor ha sido siempre el de escribir y opinar contra la corriente de lo que se estila en la república intelectual.

El trabajo de Gaviria es «de tesis». Parte de que España es una nación más desarrollada de lo que se reconoce. Y naturalmente lo demuestra. Éste es su mayor fallo, aunque se puede ver como un mérito. Su optimismo nativista (si se me permite el conveniente neologismo) le lleva a confiar que España esté a punto de desplazar a Canadá como miembro del G-7, el grupo de los siete países más desarrollados. No me parece a mí verosímil ese supuesto. Los últimos datos seguros corresponden a 1992. Canadá tenía entonces un volumen del PIB que superaba al español en un 10%. Ya no difieren mucho las tasas de desarrollo de país a país, si nos movemos dentro del grupo de los ricos. Pero encima Canadá tiene una población más productiva y que crece más que la española. Aparte está su ventaja de situación respecto a los Estados Unidos y la inmensidad de sus recursos naturales no explotados. Todo ello avala la suposición de que España no va a poder alcanzar fácilmente a Canadá. En realidad, según mis cálculos, España ocupa el lugar décimo en la ordenación de países según su PIB en valores absolutos (datos de 1992). Sigue a Canadá y está un poco por delante de Brasil y China. Lo más probable es que, dentro de uno o dos lustros, tanto Brasil como sobre todo China logren sobrepasar la posición española. La razón es más que nada demográfica y de tamaño absoluto. Curiosamente, son dos países que han tenido emperadores; también España.

Pero la discusión más interesante no es el lugar absoluto sino el relativo en términos per cápita. Por ese lado, según mis cálculos, España ocupa el vigésimo puesto mundial, todavía por delante de lo que creen muchos españoles. Los puestos inmediatamente anteriores corresponden a tres países pequeños por su población (Singapur, Irlanda y Hong Kong), pero muy dinámicos. Por este lado tampoco es de esperar que España pueda sacar gran ventaja a sus inmediatos competidores. El problema es de concepto y de método. Está bien el indicador del PIB, pero interesa un haz completo de indicadores. Integrarían el concepto de tenor de vida, una expresión arcaica, pero necesaria. Sobrepasa incluso a la de desarrollo económico en su más amplio sentido. Implica una consideración más fina o cualitativa de las comparaciones. Por ejemplo, el libro de Gaviria se entusiasma con la conclusión de que España representa «la cuarta tasa de escolarización general de todo el mundo». Bien, distingamos. Es posible que en España se haya desarrollado mucho el sistema educativo, pero más que nada por la expansión de la población escolarizada. Pero las universidades españolas no han enseñado nunca un Premio Nobel sobre materias científicas desde Ramón y Cajal, de esto hace más de setenta años. No sólo eso. Las universidades españolas atraen una proporción bajísima de estudiantes extranjeros. Esa capacidad resulta realmente ínfima si nos percatamos de que España tiene una lengua de comunicación internacional y cuenta con universidades centenarias. O también, el consumo de energía, sin más, ya no es un indicador de desarrollo, por lo menos cuando nos movemos dentro del club de los países desarrollados. Interesa mucho más el índice de unidades del PIB por cada unidad de energía consumida. Ése es el tipo de razonamientos que se echan de menos en la argumentación lineal y «de tesis» que mantiene el libro de Gaviria.

Para calibrar mejor la posición que ocupa España en el concierto de los países hay que organizar bien los datos. De entrada, conviene excluir de las comparaciones a los países realmente minúsculos, digamos, los que tienen menos de tres millones de habitantes. Con ello, los cerca de 200 países se nos reducirían a poco más de 130. Incluso estos últimos son demasiado heterogéneos según el tamaño. Las comparaciones tendrían más sentido si distinguiéramos grupos de países relativamente homogéneos según el producto per cápita y el tamaño de población. Ahí es donde cabría decir que España es la octava potencia mundial de los países más poblados y más ricos. Es decir, por un puesto no entra en el grupo de los siete que van en cabeza en producto por habitante. Pero es que el puesto anterior corresponde al Reino Unido, del que nos separan grandes trancos según el concepto más generoso de tenor de vida.

Sea como sea, una cosa son los datos y otra la opinión que se tenga sobre el particular. La opinión del experto determina el método. El asunto es manifiestamente proteico y polémico. Por eso el libro de Gaviria es una lectura obligada para cualquier persona culta, por lo menos si tiene algún interés por las ciencias sociales. A pesar del aparato numérico, tiene la ventaja de que se escribe con un lenguaje coloquial. Podrá ser apasionado, pero no cabalístico.

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