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Encuentros entre Oriente y Occidente

LA RUTA DE LA SEDA. DIOSES, GUERREROS Y MERCADERES. LA VERDADERA HISTORIA DE MARCO POLO

Luce Boulnois

Península, Barcelona

Trad. de Ana Busquets Alemany

464 pp.

20,67 €

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¿Un libro más sobre la ruta de la seda, el evocador nombre dado por Ferdinand von Richthofen a los caminos tradicionales del comercio asiático? Un libro más, sí, pero hecho con amor, cuidado y conocimiento. En suma, una divulgación bien hecha, honesta e inteligente, cuajada de finas e interesantes observaciones. Paso a exponer brevemente su contenido.

El hilo conductor de los encuentros entre Oriente y Occidente –los primeros, anteriores al establecimiento de las rutas tradicionales– es normalmente el comercio o la guerra, fábrica de esclavos y fuente de deportaciones masivas, sí, pero también transmisora de ideas y conocimientos. En este libro la historia empieza, por parte de Roma, con la tremenda derrota de Craso en Carras en 53 a.C., cuando los partos vencedores desplegaron «estandartes de oro y seda». Los legionarios romanos hechos prisioneros fueron deportados a la Margiana, donde quizá se enfrentaran a tropas chinas en las ciudades de Zhezhe (36 a.C.) y Lijian (5 d.C.): así parece indicarlo la táctica (la formación en tortuga) que emplearon los vencidos. Por parte china, la embajada y viajes novelescos de Zhan Qiang en demanda de los yuezhi (138 a.C.) abrieron al Celeste Imperio nuevos pueblos (Persia, la India) y nuevas rutas; a su vez, los presentes del emperador chino a los partos dieron a conocer la sedería a los países occidentales, sentando las bases tanto de la futura expansión china en Asia Central como de un comercio regular en el futuro.

El comercio de la seda funcionaba ya a pleno rendimiento en el siglo I d.C. Un sabio gruñón, Plinio el Viejo (m. 79 d.C.), se quejó de que los ímprobos esfuerzos y larguísimos viajes de los mercaderes sirvieran sólo para que las matronas romanas se vistieran con prendas transparentes. Sin embargo, para él y para la inmensa mayoría de los habitantes del inmenso imperio, los Seres, los chinos, siguieron siendo una nebulosa perdida en la más remota lejanía. En consecuencia, la mayoría de los autores grecolatinos, con algunas excepciones notables (Pausanias, por ejemplo), consideraron la seda como un producto vegetal: algo así como un copo de algodón que se cogía de los árboles.

Mientras tanto, el comercio marítimo del Imperio romano con la India había crecido considerablemente gracias al conocimiento de los vientos, que llevaron a los navegantes, fiados en su dominio de los monzones, a hacer el viaje directo a Barígaza (en el Gujarat) y después a la costa malabar. Conservamos una especie de rotero griego del siglo I d.C., el Periplodel Mar Rojo (Mar Rojo es como se llamaba entonces tanto al Mar Rojo como al Océano Índico, por lo que es erróneo hablar de «mar de Eritrea», como se hace en este volumen). Aparte de los derroteros seguidos por los navegantes, esta obra nos indica cuáles eran las principales mercancías de exportación y de importación en cada puerto. A la Taprobana (Ceilán, Sri Lanka) se llegó bajo el mandato de Claudio (41-54) y después los mercaderes avanzaron más allá, como muestran los tesorillos y cerámicas hallados en muy diversos lugares de la India, y hasta en Vietnam, así como los mapas más precisos de Ptolomeo, realizados en el siglo II d.C. El mismo Ptolemeo nos dio cuenta del viaje de Maes Ticiano, por tierra, hasta la enigmática «Torre de Piedra», situada en Asia Central. En 166 d.C. un primer ¿embajador?, ¿mercader? romano fue recibido por la corte china, según atestiguan los anales de los Han. Gracias al tráfico comercial llegaron también a China mercancías como los metales preciosos, el vidrio, los perfumes o el amianto.

En los primeros siglos de nuestra era se produce un acontecimiento de importancia incalculable: el budismo, penetrando desde Asia Central en China por las rutas caravaneras, dignifica la figura del mercader, promociona la seda en los objetos de culto y fomenta viajes de estudio, como el de los monjes budistas chinos Faxian (399-400) y Xuanzang (629-644) a la India en búsqueda de textos canónicos. Gracias al comercio y a la diplomacia vuelan los conocimientos y las novedades: se implanta la cría del gusano de seda en el Irán (siglo II ), se introduce en el Punjab el melocotón y la pera, se trae a China coral del Mediterráneo y llegan vidrieros yuezhi a la corte de los Wei.

A comienzos del siglo V la industria de la seda se propaga en Asia Central gracias a las bodas principescas; así, por los buenos oficios de su prometida, consiguió hacerse clandestinamente con huevos de gusano de seda y semillas de morera el rey de Yutian (Kohtan), según cuenta el citado Xuanzang. De la misma manera, la princesa Wencheng llevó al soberano del Tíbet huevos de gusano de seda entre otros bienes dotales en 635. En cambio, fueron unos monjes, al decir de Procopio, los que introdujeron la seda en Bizancio en 550551, bajo el reinado de Justiniano.

Durante la dinastía Tang el Celeste Imperio se abre a las influencias del exterior. En los anales chinos se habla de Folin (el imperio romano) y del envío de embajadores bizantinos en 643 y 667 (quizá un presente fuera la triaca griega). Se sigue la moda turca en el vestir, se estudia la ciencia de la India, prevalece el espíritu de tolerancia religiosa. Es la gran época de la ruta de la seda, pero también la época en que la amenaza musulmana alcanzó la frontera de China. La victoria de Ziyad ibn Salih (751) aportó al islam el conocimiento de la seda y del papel.

Este pormenorizado análisis se ha llevado más de la mitad del libro. En estas páginas, la autora nos ha hablado de la seda, pero también de los pueblos que protagonizaron la historia del Asia Central, de las mercancías que llevaban las caravanas, de las misiones religiosas: la difusión del cristianismo nestoriano por Asia Central o del maniqueísmo en la Sogdiana. De haber seguido tratando el tema con la misma minuciosidad, Boulnois hubiese escrito no uno, sino tres o más volúmenes, tarea posible, pero poco aconsejable desde el punto de vista editorial. Por esta razón, el relato se precipita a partir de la quiebra que supuso la aparición del islam: se habla del mundo de Simbad, pero a Ibn Battuta se le dedica una mención mínima para la relevancia de su obra.A Marco Polo se le consagra un capítulo, más otro adicional en el que se discute si el veneciano estuvo o no en la China y en el que se comenta la posible superchería de David Selbourne, en ambos casos sin tomar partido en un sentido o en otro. Guillermo de Rubruc, sin embargo, es despachado en media página, un espacio ridículo en comparación con el que se concedió antes a Maes Ticiano, viajero importante desde luego, pero del que nada se conoce; y fray Guillermo sí anduvo por la ruta de la seda y describió sus peripecias y aventuras en un libro apasionante. Con la misma indiferencia son tratados Odorico de Pordenone y Juan de Marignolli, esta vez con algo más de justicia. Esta parte, a mi juicio, hubiese requerido un tratamiento más amplio: el libro no está bien contrapesado, desequilibrio que constituye el mayor defecto de la obra.

De los capítulos finales (el nacimiento de la industria de la seda en Francia, su evolución mundial y su crisis en el siglo XX : rutas y turismo) el que más me ha interesado es el 19, dedicado a las andanzas de los exploradores y arqueólogos modernos, descritas ya en un libro notable por el periodista Peter Hopkirk ( Foreign Devils on the Silk Road, 1980). La autora emite un juicio hoy políticamente correcto sobre las andanzas de Stein y Pelliot, pero creo que su veredicto hubiese escandalizado a los propios Stein y Pelliot. Es evidente que los dos grandes sabios «robaron» el botín enviado a los museos de sus respectivos países, si se mide con el rasero actual; pero no es menos claro que, a su juicio, y sin duda el de sus colegas europeos, uno y otro «rescataron» para el mundo civilizado unos códices inapreciables abandonados a su suerte, en este caso confiados a la custodia de un monje tan ignorante como corrupto, capaz de todo: bien hubiera podido vender su tesoro a otras personas menos responsables o haberle prendido fuego para calentarse.

El texto, serio, bien documentado, vívido, es ameno y está escrito con claridad francesa y con un encantador chovinismo no menos francés: en cuanto puede, la autora cita a sabios franceses, vengan o no a cuento, olvidando a eruditos no menos beneméritos de otras nacionalidades. Quizás en esta traducción podrían haberse suprimido ciertas partes: por ejemplo, la discusión sobre las ediciones del libro de Marco Polo en Francia, que puede interesar al lector francés (pp. 337-338), sobra en la edición española. En cambio, el lector ibérico hubiera apreciado la inclusión de algunas líneas sobre el asentamiento portugués en Macao –un fenómeno único en la historia de la colonización europea– y sobre el mantón de Manila (esto es, el mantón de seda fabricado en Cantón).

La traducción, pulcra por lo general, tiene algunos deslices: «en cuanto al resto» (p. 31) parece remontarse a un original «au reste» en francés, esto es, «por lo demás»; el «Roman d'Alexandre», escrito en alejandrinos, se convierte de manera sorprendente en el «Romance de Alejandro». Las normas de transcripción españolas exigen escribir «Caracene» y no «Characene» (p. 57) «Raquias» y no «Rachias» (p. 116), «Laurento» y no «Laurente» (p. 91), «Bardesanes» y no «Bardesano» (p. 173), «palmireno» y no «palmirano» (p. 206), «Araxes» y no «Araxe» (p. 217). Resulta anfibológico el término «hierba médica» (p. 61); sería mejor traducir «hierba meda o de Media». Algunos nombres están mal acentuados: «Eufrates» (no «Éufrates» y después «Eúfrates»), «Mitridates» (no «Mitrídates»), «triúnviros» (mejor que «triunviros»). Señalo para terminar ciertas erratas en el latín: favonius y no flavonius (p. 94), costum y no costus (p. 113), Sinica y no sinicia (p. 126), sere y no ser (p. 169), agriobous y no agrioboous (p. 229). En p. 205 por «diofisismo» parece que hay que leer «monofisismo». «Indikopleustes» quiere decir «el que ha navegado (y no «viajado») a la India» (p. 225), precisión importante porque nos indica la ruta seguida por el viajero. No existe en griego «Marghyana» (p. 27): se dice como en latín, «Margiana».

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Ficha técnica

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