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De contar se trata: el arte de Luis Mateo Díez

La ruina del cielo

LUIS MATEO DÍEZ

Ollero y Ramos, Madrid, 539 págs.

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La ejemplar trayectoria narrativa de Luis Mateo Díez (del realismo a la esperpentización y al simbolismo, de la degradación a la humanización de los personajes) ha llegado a su punto culminante con esta novela, en la que sintetiza y depura muchos de los elementos que caracterizaban su obra anterior.

La ruina del cielo es la segunda entrega de una trilogía que inició con El espíritu del páramo (1996) y que debe concluir con El oscurecer, una novela sobre el presente de Celama, el espacio imaginado donde transcurre la acción. Este Páramo, Llanura o Territorio, una geografía plagada de topónimos extrambóticos que compiten con la ya característica rebuscada antroponimia del autor, no es una pura invención sino –como dice él mismo– «la metáfora de muchas cosas que hay en mi vida y concreta lo que puede ser mi experiencia de lo rural». Y a través de lo rural reivindica una relación más auténtica y directa con las cosas y las gentes. Este pequeño territorio, surcado por un paisaje despojado, sin apenas tramoya para que sobresalga lo esencial, la vida interior de los personajes, la destilación de sus sentimientos más profundos, no es ni más ni menos que el universo mundo, un símbolo universal a través del cual se traza una épica de la supervivencia.

No es, por tanto, La ruina del cielo, una obra ajena a su narrativa anterior, ni es necesario buscarle sofisticados antecedentes en otras literaturas. Puede explicarse en la evolución de su propia obra, aunque también como un eslabón en aquella tradición literaria que podría pasar por la narrativa clásica rusa; el Diálogo con Leuco, de Pavese; PedroPáramo, de Juan Rulfo, o Puerca tierra, de John Berger.

La novela se construye utilizando el añejo procedimiento del «manuscrito encontrado». Aquí, el doctor Ismael Cuende, protagonista de un episodio de El espíritu del páramo, se interesa por los papeles que dejó uno de sus antecesores, Ovidio Ponce de Lesco, autor de una «memoria médica de Celama». Como en El expediente del náufrago (1995), donde Fermín Bustarga halla un viejo manuscrito que lo incita a buscar a su autor, Cuende, cuya sensibilidad cierne todas las historias, no sólo intenta reconstruir la vida de los habitantes del Páramo, sino conocer mejor a su antecesor.

A lo largo de sesenta y ocho breves capítulos, hablan los habitantes del cementerio de Celama (no en vano la novela se subtitula "Un obituario") y a través de la palabra recuperan la esencia de su identidad. Como había hecho Miguel Espinosa en Escuela de mandarines, otra novela de similar ambición, baraja Luis Mateo Díez, dentro del marco narrativo general, materiales literarios muy distintos: poéticos (poesía original y versiones libres de poemas grecolatinos), teatrales y ensayísticos. La composición del texto se resuelve mediante la tensión y la complementariedad que se produce entre el marco general novelesco y los muchos relatos breves (cuentos, fábulas e historias), auténtica bomba de oxígeno y motor de la novela. Pero también en la peculiar imbricación que surge entre la acción central, el monólogo del protagonista, relato de su intimidad y de su historia y de los efectos que la lectura de los papeles de Ponce de Lesco le producen y esos relatos laterales. Singular es también el uso que hace de los géneros narrativos breves: desde la peculiar recreación de la parábola bíblica al uso de la fábula. O la subversión de los finales, aquí no ya sorprendentes –fórmula manida por la tradición Poe/Cortázar– sino a menudo inusitados.

No menos significativo es el procedimiento que se utiliza y que se fundamenta en la idea de que «contando se inventa». No en balde, disueltas entre los diálogos de estas historias, aparecen diversas reflexiones sobre cómo contar cuentos. De lo que se trata, en suma, es de «compaginar la imaginación con el recuerdo», yendo de éste a aquélla, de la realidad a la fabulación, de la historia a la ficción, de lo objetivo a lo subjetivo. Así, el relato remonta el vuelo en el momento en que Ismael Cuende se da cuenta de que Lesco se está alejando de los datos y empieza a inventar.

Al servicio de estas historias, el autor despliega con discreción y maestría los más variados procedimientos técnicos, desde el diálogo en estado puro, sin marcadores (lo que Carmen Martín Gaite llamó retahílas), hasta la alternancia en todo un capítulo de la narración y el diálogo, o –en otro– de la narración y la carta. Aquí hallamos, en suma, desde las técnicas del relato oral hasta los más complejos procedimientos narrativos.

Todo esto apenas sería decir nada si no se recuerda el humor que preside gran parte de los episodios. La novela está llena de personajes, de antihéroes, tan divertidos como disparatados visionarios que casi siempre tienen nobles objetivos y en raras ocasiones persiguen el poder o la fortuna. Luis Mateo Díez –y quizá sea esto lo más digno de ser destacado– utiliza la ficción para restituir la memoria y reivindica la vida vivida con intensidad y lucidez, más allá del tiempo, del espacio y del no siempre afortunado destino de unos personajes condenados a perder desde que nacen. En el cómputo global de la narración, la amistad, la bondad y las pasiones se imponen a la injusticia, la desgracia o la muerte.

Creo no exagerar ni un ápice si afirmo que esta novela me parece una obra excelente, a la altura de las mejores de las últimas décadas. En pocos casos se puede decir lo mismo, pero en éste no hay por qué callarlo.

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Ficha técnica

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