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Los pueblos no son traicionados, se equivocan

La Revolución rusa (1891-1924). La tragedia de un pueblo

ORLANDO FIGES

Edhasa, Barcelona

Trad. de César Vidal

1.008 págs.

54,9 €

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Orlando Figes ha escrito un gran libro de historia. Hay temas, como la desintegración del Imperio romano de Occidente o la Revolución francesa, en los que el nivel alcanzado por la historiografía, la brillantez y autoridad permanente de determinados historiadores hace muy difícil marcar un hito. Figes lo ha logrado en el caso del acontecimiento político más determinante del siglo XX: la toma del poder por el bolchevismo en Rusia.

Las razones que explican este éxito son de tres tipos. Figes domina, en primer lugar, la base del oficio de historiador, la narración, y cree en ella como la mejor forma de explicar la historia. En segundo término, este historiador del Birkberck College de Londres lleva a cabo en su obra una eficaz mutación de la metodología de la historia social. En lugar de utilizarla para anular la historia política, Figes la pone a su servicio ––estrechamente asociada, por cierto, a la biografía–, con lo que la historia política recupera su carácter de crisol en el que viene a decantarse lo que hay de esencial en las distintas facetas del proceso histórico.

El citado recurso a la biografía se transforma en prosopografía cuando Figes reconstruye la trayectoria de un personaje casi anónimo al que el autor convierte en arquetipo de los problemas y encrucijadas de sectores sociales relevantes. Este es el caso del análisis de los diferentes sectores del campesinado, o del modo en que un miembro de la aristocracia obrera deviene en «obrero consciente» y se involucra en la militancia revolucionaria. Por otra parte, la biografía de personajes bien conocidos como Nicolás II, su ministro Stolypin o el monje Rasputín iluminan con parecida fuerza los entresijos de la política zarista. La misma metodología consigue resultados igualmente brillantes en la parte que considero más enriquecedora y nueva de la obra de Figes: la correspondiente a las vicisitudes de la Revolución de Febrero, breve período de ocho meses, cuya importancia política menosprecian habitualmente los historiadoresAcaba de aparecer la versión española (Biblioteca Nueva) de Interpreting the Russian Revolution. The Language and Symbols of 1917, Yale U. P., 1999, que el autor ha escrito en colaboración con Boris Kolonitskii.. La biografía de Kérensky sirve aquí de base a un perspicaz y severo análisis de la inconsistencia de la democracia rusa, representada por los demócratas constitucionales (kadetes, por las siglas KD), socialistas revolucionarios (SR) y mencheviques, que se situaron al frente del país tras la abdicación del zar. Los resultados que obtiene el autor con su metodología en este campo se refuerzan con la atención completamente desacostumbrada que presta a la figura del príncipe Lvov, presidente durante los primeros meses del gobierno provisional, representante conspicuo de la aristocracia liberal rusa, que impulsó el movimiento reformista de los zemstvos o asambleas provinciales y, finalmente, exponente lúcido y peculiar de la Rusia blanca contrarrevolucionaria. Todo esta riqueza de información y originalidad metodológica explican por qué un libro que roza las mil páginas no pierde en ningún momento la amenidad, salvo por algunas reiteraciones sobre la política de los blancos en la guerra civil de 1918 a 1919.

La tercera razón que fundamenta la importancia de la obra de Figes viene de su honradez o, para decirlo en términos más propiamente historiográficos, de su fidelidad a la norma de Ranke, para quien el primer deber del historiador consiste en tratar de averiguar y luego contar lo que «verdaderamente pasó».

Las revoluciones constituyen procesos históricos especialmente propicios a ser pulidos y recompuestos por las interpretaciones y justificaciones que de ellos se hacen, máxime si tienen las consecuencias a largo plazo de las revoluciones francesa o rusa. Figes respeta al lector lo suficiente como para no adoctrinarlo ni manipularlo, y gracias a eso y a las abundantes fuentes liberadas de la censura de los archivos soviéticos, surge ante nosotros el panorama aterrador que, en todos los órdenes, presentaba la Rusia de Lenin, con éste como directo responsable. En el retrato biográfico del padre del bolchevismo, Figes reconoce su genio político y organizativo, pero no olvida su carencia absoluta de escrúpulos políticos, que derivaba de la interpretación que Lenin hacía del marxismo. La personalidad obsesiva y sectaria del Robespierre al por mayor del siglo XX resulta determinante para Figes de lo ocurrido en Rusia a partir de abril de 1917, cuando el estado mayor alemán permitió que volviera allí desde Suiza, atravesando Alemania, en un tren supuestamente «sellado». Figes nos muestra un Lenin cuya obstinación rayaba en la histeria cada vez que un momento de crisis política ponía sobre el tapete la cuestión del poder, lo único que, en verdad, era importante para él, a lo que seguía, invariablemente, una crisis de agotamiento nervioso. Nuestro historiador añade a estos rasgos una cobardía proverbial y un mezquino egoísmo de costumbres pequeño-burguesas. Figes, en la senda de Volkogonov, Pipes y Carrère d'Encausse, entre los historiadores recientes, liquida también la leyenda piadosa de los apologistas del bolchevismo, según la cual fue Stalin quien institucionalizó el terror y gobernó con él, abriendo así una suerte de abismo con su predecesor. Éste fue, en realidad, el fundador del gulag y dentro de su análisis del terror rojo y su organización, el autor relata una anécdota que proporciona una idea muy gráfica del tipo de régimen político (y social) que Lenin implantó y que, igualmente, deja muy clara la naturaleza de su personalidad como revolucionario. En una reunión gubernamental en Moscú, en plena ruptura con los socialistas revolucionarios de izquierda, hasta ese momento aliados de gobierno pero ferozmente hostiles a la paz de Brest-Litovsk con Alemania, Lenin pasó un trozo de papel al polaco Felix Dzerzhinsky, jefe de la Cheka, preguntándole cuántos detenidos políticos había en ese momento en la ciudad. Dzerzhinsky se lo devolvió con la cifra de mil quinientos, y Lenin, como acostumbraba a hacer con todos los documentos que leía, lo marcó con una cruz. El jefe de la Cheka interpretó equivocadamente la señal y, esa misma noche, los mil quinientos detenidos fueron fusilados, sin que el hecho tuviera la menor trascendencia, salvo para las víctimas. De una sola tacada, Lenin había superado el número de condenados a muerte –que no ejecutados– por el zarismo a lo largo de todo el siglo XIX.

Figes aborda igualmente con amplitud aspectos cruciales de la dictadura política bolchevique. A la eliminación de todos los partidos y la organización de la dictadura bolchevique sobre los soviets, el autor añade otras facetas de la política bolchevique que nos presentan la génesis de la denominada Nomenklatura, con sus circuitos de alojamiento y consumo privilegiados y las redes clientelares que rápidamente se organizaron alrededor de los principales gerifaltes del partido, Lenin incluido. Los bolcheviques no eran difíciles de gobernar por razones políticas o ideológicas, dado su bajo nivel de instrucción. El intelectualismo era más propio de los mencheviques, mientras que los bolcheviques cultivaron la imagen prefascista del chaquetón de cuero negro, la gorra obrera y el machismo. Pero sí era fundamental conocer bien y dominar las clientelas locales y sectoriales de los distintos personajes del partido, que es lo que Stalin aprendió a conciencia desde su puesto de secretario general, donde llegó a fabricarse la clientela más poderosa.

Por lo que se refiere a los resultados sociales y económicos del comunismo de guerra que los bolcheviques impusieron sin contemplaciones desde 1918 a 1921, queda claro que éstos sumieron a Rusia en el pozo más negro de su infeliz historia. Figes compara la situación de Rusia a comienzos de 1921, en vísperas de la adopción forzada de la NEP, con la que desembocó en la Revolución de Febrero, a pesar de la reciente victoria bolchevique sobre los diferentes ejércitos blancos. «¡Abajo Lenin y la carne de caballo! ¡Dadnos al zar y la carne de cerdo!», pintaban los obreros en las ruinosas paredes de Petrogrado y Moscú, después de apenas cuatro años de bolchevismo. La hostilidad y la desesperación del campesinado eran todavía mayores.

Corresponde al humor negro más macabro relacionar la política económica bolchevique con la modernización cuando no hubo dislate ni barbaridad que Lenin y su partido no cometieran en este campo. Aquél apoyó antes del asalto al poder, por pura subversión, los consejos de fábrica; luego, empujado por éstos, decretó la estatización de la economía y permitió la inflación masiva, todo acompañado de sus disquisiciones sobre el capitalismo de Estado y la admiración que sentía por el modelo de economía de guerra de los generales del káiser. El caso es que las fábricas de la vertiginosa industrialización rusa bajo el zarismo no tardaron en convertirse en suministradoras de piezas y maquinaria robadas, que los obreros destinaban al trueque, azuzados por la inflación y el hambre, en medio de un gigantesco absentismo laboral. Una vez arruinada la industria y hundida la moneda, Lenin sustituyó la autogestión obrera por el nombramiento administrativo de los directores de fábrica y tentativas desesperadas de recuperar la autoridad de ingenieros y técnicos; política que Trotsky completó proponiendo la militarización masiva de toda la mano de obra para crear un Ejercito Rojo laboral. Aunque Lenin no accedió a ir tan lejos por temor a la rebelión sindical, machacó sin contemplaciones dentro de las filas bolcheviques la llamada Oposición obrera, que defendía la ruinosa gestión sindical de la industria. Por otra parte, Figes ve en las propuestas de Trotsky ––a las que Lenin no hizo objeciones de fondo– la formación del clima intelectual y político que hizo posible la construcción del gigantesco gulag en la etapa de Stalin.

Más dura todavía fue la suerte del campesinado. Éstos ostentaban el mayor porcentaje de atraso y barbarie en la sociedad rusa, de la que constituían más del setenta por ciento de la población activa. Tres tipos de intereses se enfrentaban en el campo ruso: los de los grandes terratenientes, en parte exportadores y modernizadores, en parte arruinados; los del campesinado parcelario, promocionado por la reforma de Stolypin y la comuna agraria tradicional, arcaica y hostil a la modernidad, que pugnaba por controlar la totalidad de la tierra. Los bolcheviques sabían lo que se hacían al sancionar, inmediatamente después del golpe de Octubre de 1917, las ambiciones de las comunas agrarias. Éstas, además de acaparar la poca tierra todavía en manos de los nobles, objetivo de una Fronda campesina implacable desde la revolución de 1905, engulleron también la tierra perteneciente al campesinado parcelario que se había creado a trancas y barrancas. Pero el apoyo a la involución agraria posibilitó a Lenin y su partido deshacerse con facilidad de los socialistas revolucionarios, el mayor partido de Rusia, y con él, en veinticuatro horas, de la efímera Asamblea Constituyente en la que los socialistas revolucionarios eran mayoritarios. Desde ese momento, el campo ruso careció de expresión política propia.

Figes subraya que los blancos fueron derrotados en la guerra civil por su incapacidad para ofrecer una alternativa al oportunismo de los bolcheviques, y eso hizo que los campesinos vieran en los rojos un mal menor. No obstante, la confrontación entre el campo y la dictadura bolchevique estalló con ferocidad en diferentes puntos del país y desembocó en una guerra abierta en 1920 y 1921. Las razones para la insurrección de los campesinos, una vez Lenin, abandonado de toda esperanza. Fotografía realizada durante el colapso de la Unión Soviética. derrotados los blancos en 1919 y la invasión polaca de 1920, fueron claras. Las ciudades estaban en ruinas y no enviaban al campo más que papel moneda sin valor y obreros y ex burgueses hambrientos, dispuestos a vender cualquier cosa por un poco de comida. La prohibición bolchevique del comercio se tradujo en el apogeo del mercado negro. Así las cosas, Lenin y su partido actuaron como de costumbre: se inventaron una nueva modalidad de lucha de clases y aplicaron una violencia despiadada. Los soviets campesinos ––las antiguas comunas, en realidad– perdieron su autonomía política; los bolcheviques montaron los primeros sovjoses y koljoses que los campesinos interpretaron como un desafío del Estado a su control de toda la tierra y, finalmente, la dictadura bolchevique urbana envió grupos armados del partido y de la Cheka al campo para requisar alimentos. Las reservas de los campesinos fueron esquilmadas, y cuando el mal tiempo arruinó las cosechas entre 1920 y 1921, sobrevino una hambruna sobrecogedora en el centro de Rusia, en Ucrania y otros lugares del país.

Dudo que todos los lectores tengan suficiente estómago para recorrer enteras las páginas que Figes dedica a describir los miles de casos de canibalismo a los que dio lugar la guerra del poder bolchevique contra el campo. La realidad social que saca a la luz es demasiado sobrecogedora y pone en la más cruda evidencia a los panegiristas del bolchevismo en aquellos años, así como la discreción de quienes prefirieron callar o distorsionar la espantosa realidad –entonces y en ocasiones posteriores– para no hacerle el juego a la reacción o por socorrida «falta de datos». Tampoco tiene desperdicio el modo en que Lenin trató esta crisis. Hizo encarcelar por la Cheka a todas las personalidades rusas (no bolcheviques) que integraron el comité de solidaridad organizado por Gorki en apoyo de las regiones hambrientas en cuanto el comité terminó su labor, y no manifestó el más mínimo agradecimiento al generoso apoyo que éste recibió de la administración norteamericana, cuya labor obstaculizó cuanto pudo, sin miedo a faltar a sus promesas. Pero, además, el «querido Ilich», como le denominaba la propaganda de un culto a la personalidad que comenzó en vida, aprovechó el hambre para ordenar el saqueo de los objetos de culto de las iglesias ortodoxas so pretexto de ayudar a las víctimas con su venta. Esta ofensiva anticlerical, además de llevar al paroxismo la guerra en el campo, incluyó en su vertiente doctrinal atea la prohibición de casi toda la obra de Bach; del Réquiem de Mozart, y de las obras de Platón, Kant, Nietzsche y Tolstói, entre otros, pues, según el criterio científico bolchevique, fomentaban la alienante creencia en Dios.

La NEP, que la mayoría de los bolcheviques, empezando por Lenin, entendieron como una retirada temporal, no pudo ya reconciliar al campesinado con los bolcheviques, en opinión de Figes. Igual que otros autores, se muestra convencido de que el comunismo de guerra sentó las bases del exterminio del campesinado llamado «kulak», es decir, hostil a dejarse encerrar en los koljoses y sovjoses, cuando Stalin reconstruyó el comunismo de guerra y lo agravó en forma de colectivización agraria, a la que añadió la industrialización forzada de su archienemigo Trotsky. Los bolcheviques se daban perfecta cuenta de que si un agro económicamente recuperado gracias a la NEP, conseguía de nuevo una expresión política propia, como lo habían sido los intelectuales y cuadros socialistas revolucionarios, su monopolio de poder en las ciudades no sobreviviría.

La tragedia de un pueblo encierra una marcada intención polémica, tanto en el terreno historiográfico como en el político. Puede decirse que el autor se ha propuesto escribir la réplica a la monumental obra de Richard Pipes sobre este mismo períodoVéase mi recensión sobre la obra de Pipes en estas mismas páginas, nº 21, septiembre de 1998., lo cual no impide sustanciales coincidencias de la obra de uno y otro historiador, lo mismo en la metodología que en los contenidos y conclusiones. La razón del deseo de diferenciarse por parte de Figes es bastante simple y de carácter político. Lo que a éste le molesta sobremanera es que la descripción sin racionalizaciones ideológicas ni ocultaciones de cómo fue la Rusia de Lenin comporte una adscripción política conservadora y se asocie con la reivindicación del régimen zarista. Así que el historiador británico se empeña en que la crítica radical de Lenin y el bolchevismo sea compatible con una postura historiográfica progresista; es decir, que excluya toda nostalgia del zarismo y asuma la necesidad de la revolución, tanto la de Febrero como la de Octubre. Por eso ignora Figes todo lo referido al espectacular crecimiento de la economía rusa entre 1890 y 1914 y juzga con severa desilusión los intentos políticos de encauzar el imperio de los zares por una vía de occidentalización y reformas durante el reinado de Nicolás II. La suerte del zarismo estuvo echada desde la rebelión de 1905, en opinión de Figes, argumento al que el historiador británico añade uno de los más cruciales de su obra: el de que, tras la brutal represión del Domingo Sangriento, emergió un odio feroz y un deseo de revancha entre las clases populares, no sólo contra el régimen zarista, sino contra todo lo que representase un mínimo de bienestar, educación o preeminencia social. Los bolcheviques consiguieron hacerse con las riendas de la situación, entre febrero y octubre de 1917, cultivando ese odio, justificándolo y proporcionándole objetivos políticos. Ese pacto de venganza social sin escrúpulos, posibilitó una identificación suficientemente firme entre el bolchevismo y la revolución social para sobrevivir a los métodos represivos asimismo feroces que Lenin y su partido aplicaron a los soldados, marinos y trabajadores que los habían aupado al poder. Con el fin de ilustrar este gran hilo conductor de la revolución, Figes introduce otro de los grandes aciertos del libro: utiliza sistemáticamente el testimonio de Máximo Gorki, desde 1905 a 1922, fecha en que abandonó Rusia, para medir la degradación del clima intelectual y moral de la revolución.

Bastante menos consistencia tiene, sin embargo, el otro extremo de la argumentación anticonservadora de Figes. Para él, la única manera de encauzar el proceso revolucionario hubiera consistido en asumir su carácter ineluctable y exclusivamente obrero y campesino. Por lo tanto, ni coalición obrera con los elementos liberales de la burguesía ni Asamblea Constituyente, sino un gobierno de coalición de los partidos obreros del soviet: socialistas revolucionarios, mencheviques y bolcheviques. Esta es la razón de que critique la incapacidad del grueso de los mencheviques y socialistas revolucionarios para prescindir del dogma del marxismo no bolchevique que establecía la necesidad, debido al atraso de Rusia, de una etapa prolongada de dominación democrática de la burguesía antes de pasar a la fase socialista. Ahora bien, el propio Figes pone en cuestión su hipótesis de un gobierno de coalición obrera, al subrayar, por un lado, la determinación sistemática con la que Lenin actuó para hacerse con el poder por las armas y evitar, exactamente, una salida de esas características y, por otro, los errores estratégicos, la debilidad y las intrigas de Kérensky y el desconcierto permanente de las fuerzas democráticas a lo largo del régimen de Febrero, incapaces de asumir que su enemigo estaba a la izquierda y no en una improbable contrarrevolución, como lo prueba la farsa del golpe de Kornilov, que permitió a los bolcheviques situarse a las puertas del poder, por no hablar del denominado «asalto» al Palacio de Invierno.

Figes recurre también en su argumentación a recordarnos las raíces del bolchevismo en la Ilustración y la tradición racionalista y emancipadora de Occidente. Se supone que esto es algo que diferenciaría cualitativamente comunismo de fascismo. Pero tampoco este es un argumento muy sólido. Sobre él ya señaló en su momento Kolakovski que la verdadera diferencia entre fascismo y comunismo consistía en que la transparencia entre lo que decían y lo que hacían era mayor entre los fascistas que entre los comunistas. Pero es que, además, la Ilustración no tiene un significado único. Si se consideran figuras filosóficas señeras como la de Kant o artísticas como la de Mozart, debe insistirse en que ambos fueron proscritos en la campaña atea de Lenin. El propio Figes describe también el entusiasmo que aquél y Trotsky sintieron por los experimentos de Pavlov y su doctrina del reflejo condicionado, y la esperanza que ambos manifestaron – para asombro del científico– de que fuera posible elaborar una psicología que eliminara de una vez la disfunción individualista en el comportamiento humano.

Más que para Richard Pipes, por tanto, para quien la obra de Figes sí que supone un auténtico torpedo en la línea de flotación, aunque él atenúe este efecto lo más posible, es para el grupo marxista británico de los E. H. Carr, Isaac Deutscher, Christopher Hill y Maurice Dobb; la más difundida, por cierto, en España durante los años sesenta y setenta. ¿Qué decir ahora sobre el «debate» entre Carr y Deutscher, el primero subrayando el lado conservador de la obra de Lenin y, sobre todo, de Stalin a título de artífices del papel modernizador del Estado que habían heredado de Pedro el Grande, mientras, Deutscher, sin perjuicio de lo anterior, reivindicaba el legado revolucionario del bolchevismo y consideraba la figura de Trotsky la mejor inspiración para llevar a cabo la reconversión del estalinismo en una democracia socialista? La lectura de Christopher Hill, por su parte, produce la sensación de que Octubre de 1917 fue el antecedente, en versión rusa, del triunfo del Frente Popular francés y, por lo tanto, de ese pluripartidismo soviético, añorado por Figes, cuando se trató, exactamente, de lo contrario. El muy respetado economista marxista de Cambridge, Maurice Dobb, en fin, ignora lo que era algo más y algo peor que una implacable explotación de los obreros y campesinos rusos por obra del régimen bolchevique, ya que, al parecer, la indignación sólo cabe en el caso de la pionera revolución industrial británica, debidamente encuadrada en los horrores de la «acumulación primitiva» del capital. Lo peor es que, para Dobb, el modelo económico soviético resultaba idóneo para salir del subdesarrollo.

Las conclusiones que se extraen de la obra de Figes son muy distintas. Conforme indica el título de este comentario, que se inspira en uno de los comentarios de Gorki, la agitación revolucionaria, la guerra y el espíritu de venganza social metieron al pueblo ruso en una trampa mortal de la que ya no pudo salir durante décadas. Gracias al gigantesco vacío político creado por la liquidación del zarismo, la debilidad de la democracia rusa, la derrota de los blancos en la guerra civil y de la rebelión inmediatamente posterior de la base obrera y campesina del bolchevismo en 1921, Lenin y su partido –que era también la Internacional Comunista– pudieron dedicarse a difundir, dentro y fuera de Rusia, la gran impostura de que estaban llevando a cabo una titánica empresa de emancipación social. Figes subestima las raíces, las dimensiones y la fuerza ideológica de este embeleco que conserva todavía firmes partidarios. Por desgracia para él, los que se dedicaron y se dedican a desmontarlo, y éste es su caso, pasaron y pasan por contrarrevolucionarios.

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