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La revolución coronada

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La Revolución Francesa fue el espejo en que se contemplaron fascinados los líderes soviéticos hasta que Stalin acabó con todos ellos. Su familiaridad con los grandes momentos de vértigo que dieron al traste con el Antiguo Régimen impregna su obra escrita, sus discursos, sus «análisis concretos de las situaciones concretas», sus aterrorizadas reflexiones en víspera de los interrogatorios finales. Para algunos Lenin fue el impulsor no sólo del Terror revolucionario, sino también del Thermidor soviético, cuando la Nueva Economía Política vino a enterrar el «comunismo de guerra» y a crear una «nueva clase» de propietarios que remedaba a aquella jeunesse dorée desafiante tras la caída de Robespierre. Para Trotsky, Stalin encarnaba el Brumario comunista, el golpe de estado más o menos cruento que acaba definitivamente con la fase revolucionaria y popular y entrega el poder a una casta burocrática (y más tarde a uno sólo de sus miembros) manteniendo, sin embargo, las nuevas relaciones de propiedad creadas por la Revolución, al tiempo que pone coto a los excesos de la lucha política. Brumario, por último, fue también la partera del bonapartismo: así se llamó –Marx le dio vueltas al concepto en El 18 Brumario de Luis Bonaparte– al poder del Estado, y de su brazo armado, elevado por encima de la sociedad en momentos de impasse en la lucha de clases, cuando las fuerzas antagónicas (revolución-contrarrevolución) se encuentran en situación de equilibrio inestable y ninguna es capaz de imponer su hegemonía. La Revolución Francesa no sólo cambió para siempre la historia del mundo, sino que sus fases y sus actores se han convertido en modelos y arquetipos de la tipología revolucionaria, desde Tocqueville (El Antiguo Régimen y la Revolución) en adelante, pasando, desde luego, por Marx, Sorokin, Pareto, Durkheim, Brinton, Arendt y un largo etcétera. A estas alturas del siglo XXI , cuando por esas paradojas de la Historia, el Octubre rojo parece aún más lejano que la toma de Constantinopla por los turcos, uno ya no sabe si la Revolución Rusa fue uno de esos acontecimientos que cambiaron para siempre la historia del mundo, en el sentido que sí parece haberlo hecho su conspicua antecesora. El final de la Unión Soviética –con escasa «traca» histórica–, el apabullante desmoronamiento de las llamadas democracias populares, la fascinación del gigante chino por el capitalismo –a la consigna, siempre thermidoriana, del ¡enriqueceos! dictada por el Comité Central– han convertido aparentemente (pero ya sabemos que la Historia no ha terminado) el sueño revolucionario socialista en algo irrisorio y que no defienden oficialmente más que algunas satrapías en lugares relativamente al margen de la marcha del mundo «globalizado».

No ha ocurrido lo mismo con 1789. Los quince años de revolución que transcurren entre la toma de la Bastilla y la coronación de Napoleón (2 de diciembre de 1804) no sólo transformaron una vez más el mapa político del planeta (para lo cual no es necesario una «revolución»: basta con la guerra), sino que pusieron los fundamentos –legislativos, judiciales e institucionales– del Estado Moderno. Ese es uno de los recordatorios que nos trae la conmemoración, con grandeur francesa, del llamado Sacre de Napoléon, la consagración y coronación como Emperador –un milenio después de Carlomagno– del general Bonaparte, aquel simpatizante jacobino que surgió de la Revolución para contenerla dentro de los límites que habían trazado sus doctrinarios burgueses. Dos muestras de distinto alcance –en los Inválidos y en el Louvre–, que pueden visitarse hasta el mes de febrero, permiten hacerse una idea de los propósitos y la estrategia simbólica del acontecimiento. El enorme cuadro de David que forma el núcleo de la exposición del Louvre constituye, precisamente, la imagen oficial, la que decidió que quedaría para siempre el genio publicitario de Bonaparte, puesto de manifiesto –para disgusto del Directorio– desde sus primeras campañas en Italia. «No es así, pero será siempre así». David, el artista que supo adaptarse a las distintas fases de la revolución, fue el fotógrafo: no importa que la madre del Emperador no asistiera a la ceremonia (en protesta porque la cortesana Josefina, la antigua amante de Barras y soplona de Fouché, fuera coronada emperatriz), Napoleón quiso que su madre estuviera en esa impresionante plasmación pictórica que da fe de su triunfo definitivo, político y personal. En este último sentido, François Furet, uno de los grandes estudiosos del fenómeno revolucionario, nos recuerda que, durante la ceremonia del Sacre, el Emperador se volvió hacia su hermano mayor, diciéndole, con el mismo candor que podría mostrar un personaje de Balzac: «¡José! ¡Si nos viera nuestro padre!».

Napoleón, hasta entonces cónsul vitalicio, es en ese momento el amo de un Estado modernizado que ha basado su estrategia interior en tres principios elementales: la reconciliación nacional (regreso de emigrados y Concordato), autoridad a ultranza (policía política, censura, jerarquización) y orden (legislación, centralización, racionalización). Y, sobre todo, en un respeto escrupuloso a las nuevas relaciones de propiedad: por eso le apoyan con mayoría aplastante la burguesía, los nuevos ricos y los campesinos encantados con sus nuevas tierras. Un ex revolucionario que abomina de la Revolución, pero absolutamente dispuesto a defender las conquistas de la nueva clase en cuyo nombre se inició. La Consagración de Nôtre Dame es la apoteosis del símbolo: allí está toda la nomenklatura con intereses contrapuestos a las que el bonapartismo-árbitro ha impedido despedazarse, desde monárquicos nostálgicos hasta los jacobinos resignados, pasando por esa Iglesia a la que el corso ha encadenado a su éxito y a la que necesita (y le paga por ello) para obtener un reconocimiento que le dará respetabilidad ante las cortes contrarrevolucionarias europeas. Allí resplandecen los símbolos –águilas, abejas– del nuevo Imperio que hermana antigüedad romana, tradición monárquica y racionalidad republicana (¡al fin y al cabo, el Senado es el que confiere legitimidad republicana al Imperio!). Allí se corona el Emperador y, él mismo, corona a su maîtresse (con la que ha contraído matrimonio apresurado) frente a la nueva y vieja nobleza, frente a su familia entronizada (los napoleónidas), frente al mundo.

Mientras jura respetar y hacer respetar la libertad de cultos y el Concordato, la igualdad de derechos, la libertad política y civil, la irrevocabilidad de las ventas de los bienes nacionales, el hombre que ha cambiado para siempre la faz de Francia, hace tiempo que ha acabado con lo que ha llamado «la novela de la Revolución». De su Imperio no subsistieron las conquistas obtenidas por medio de espectaculares victorias militares (en 1815 Francia había vuelto a las fronteras de 1789), sino una obra de estadista en la que se dan la mano la herencia monárquica, el despotismo ilustrado y los objetivos iniciales de una Revolución en la que tuvieron que mirarse todas las demás.

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