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La rendición de cuentas de los responsables electos

El control de los políticos

JOSÉ MARÍA MARAVALL

Taurus, Madrid

263 págs

15,90 €

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Jubilado Juan José Linz, José María Maravall es quizá nuestro sociólogo político más conocido de los que están en activo. Al menos internacionalmente, dada la repercusión de su obra publicada en el exterior y su periódica participación en centros investigadores europeos y anglosajones. Pero entre nosotros no sucede lo mismo, pues su notoria presencia pública como ministro de Educación y Ciencia del primer gobierno socialista –y autor de una reforma universitaria antes denostada por muchos pero ya añorada por algunos tras su reciente contrarreforma– ha oscurecido su labor como catedrático de Sociología en la Complutense y director del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March: el vivero de nuestros mejores alevines de sociólogos políticos, visitado con frecuencia por celebridades como Jon Elster, Gösta Esping-Andersen o Adam Przeworski. Esto ha hecho que su trayectoria intelectual como teórico socialdemócrata y analista político no sea tan conocida como merecería, desde sus primeros libros bajo el franquismo tardío hasta su clásica obra de referencia sobre la transición a la democracia (La política de la transición , Taurus, 1981). Pero desde que el socialismo cayó en desgracia tras la oleada de escándalos que condujo a su expulsión del poder, nuestro autor ha permanecido en la sombra, apartado de la política activa y dedicado a tiempo completo a sus trabajos de investigación reflejados después en sus libros más recientes, entre los que destacan Los resultados de la democracia (Alianza, 1995), que analiza cómo afecta la ineficacia económica gubernamental a los procesos de democratización, y este último, centrado en la accountability democrática: la responsabilidad política o rendición de cuentas de los gobernantes electos.

Por su estructura formal, el libro consta de cuatro capítulos independientes entre sí, cuyas versiones previas ya aparecieron antes como textos singulares en diversas publicaciones foráneas. Pero en este caso no se trata de una miscelánea, pues las cuatro piezas se suceden articulando un argumento lineal de tal modo que si el capítulo primero analiza el objeto de estudio –la accountability o rendición de cuentas propiamente dicha–, los otros tres desglosan sucesivamente los diferentes elementos que lo componen.

Pero, ¿cómo ve nuestro autor la rendición de cuentas? Se trata de una institución central de la democracia representativa que suelda la solución de continuidad entre los mandatos de los representantes electos, obligados como están a responder ante sus electores por el uso que han hecho de la confianza depositada en ellos. En este sentido, la rendición de cuentas es la otra cara o el reverso de la representación electoral, pues si por ésta los mandantes eligen a sus representantes, revocándolos o confirmándolos, por aquella otra los mandatarios responden ante sus electores, exponiéndose al juicio inapelable de éstos. Por eso, para la tradición liberal, la rendición de cuentas es uno de los principales mecanismos de control del poder, al que se le exigen responsabilidades públicas para evitar así que se extralimite abusando de su poder –y de ahí el título de este libro–. Pero Maravall no se sitúa tanto en la tradición liberal o anglosajona, basada en la cultura política del common law que busca limitar al poder con frenos y contrapesos, como en la tradición continental que se deriva del Derecho Romano, en su variante socialdemócrata. De ahí que no le interese tanto la limitación del poder como su grado de representatividad, entendida como adecuación a la voluntad expresada por el electorado. Y de este modo, el control del poder pasa a ser entendido en el sentido de la teoría del liderazgo: ¿hasta qué punto el líder electo sirve a la voluntad de sus electores, o puede eludirla para desviarla a discreción?

Utilizando el lenguaje contractual impuesto por los modelos analíticos de elección racional, la representación política pasa a ser definida –en el primer capítulo del libro– como una relación de agencia establecida entre el agente (el mandatario, representante o líder político) y el principal (el colectivo de mandantes representados por el líder electo). Pues en efecto, la teoría minimalista de la democracia fundada por Schumpeter supone que los gobernantes son seleccionados (confirmados o sustituidos) por los electores en función de su capacidad para satisfacer las preferencias de éstos. Para que esta relación de agencia sea eficiente y mutuamente beneficiosa para ambas partes ha de cumplir tres requisitos: transparencia informativa (conocimiento público), control recíproco (simetría de poder) y capacidad de sanción (costes e incentivos). Pero la democracia representativa realmente existente no siempre los cumple, pues ya sea por opacidad o por ocultación, los gobernados disponen de menos información que los gobernantes; además, tampoco pueden evitar que el gobernante abuse de su poder o incumpla su compromiso programático; y cuando esto ocurre, su única posibilidad de sancionarlo es expulsándolo del poder en las urnas, lo que no siempre ocurre. Así, cuando hay asimetrías informativas y el principal (el colectivo de representados) no puede castigar a su agente (los representantes políticos), en tal caso la relación de agencia se pervierte, incumpliéndose unilateralmente el contrato de representación. Es la dialéctica del amo y el esclavo propuesta por Hegel, cuando el agente desobedece a su principal, cobra autonomía propia y escapa fuera de su control. De ahí que Maravall se dedique en el resto del libro a analizar las estrategias que esgrimen los representantes electos para eludir el control de los representados, escapando así al posible castigo de éstos.

En el segundo capítulo se estudia el comportamiento del principal (el cuerpo de electores), cuyo voto es entendido a la vez como un mandato prospectivo al agente que lo ha de representar en el futuro y como una sanción retrospectiva al agente que ya lo ha representado en el pasado: ya sea porque se le premie reeligiéndolo o porque se le castigue sustituyéndolo por otro. Y este enjuiciamiento del agente por su principal se analiza en función de la eficacia macroeconómica de la gestión gubernamental. En efecto, el minimalismo tiende a reducir el voto normal a un puro reflejo del ciclo económico: cuando hay reactivación o crecimiento, los electorados premiarían al gobierno saliente, mientras que cuando hay crisis o recesión los votantes lo castigarían electoralmente. Pero Maravall, mediante el análisis estadístico de la experiencia española entre 1980 y 1995, demuestra que no siempre sucede así. Por el contrario, hay sectores de votantes que castigan al gobierno incluso cuando la gestión económica de éste ha tenido éxito (como le pasó al PSOE de 1986 a 1990) mientras que otros, por el contrario, continúan apoyándolo cuando sobreviene el fracaso (es lo que le sucedió también al PSOE de 1991 a 1993). De donde deduce Maravall que las elecciones no funcionan como un mecanismo de control al gobierno, porque la supervivencia de éste no depende directamente del éxito o el fracaso de su gestión sino de factores políticos e ideológicos, entre los que destacan la lealtad del electorado: «cuando se ha votado una vez al Gobierno se tiende a votarlo de nuevo»; y lo mismo sucede tras votar por primera vez a la oposición. De modo que la influencia de los factores económicos sólo se manifiesta a través de variables como el género, la edad y el nivel de estudios, de las que depende la adquisición y la constancia del compromiso político. Y esta autonomía de la política respecto de la economía implica que los gobernantes siempre pueden contar con la lealtad del electorado manipulándola en su beneficio para buscar la exoneración ante sus incumplimientos programáticos, que son disculpados mediante estrategias como la ocultación o negación de la evidencia, la descarga de responsabilidades en factores externos (estado de necesidad o chivo emisario) y el propósito de enmienda o promesa de reparaciones futuras.

Una vez medida la escasa capacidad de sanción que tiene el principal , el capítulo tercero pasa a centrarse en el agente, analizando el papel del partido en el poder. Aquí introduce Maravall una nueva figura, que es la relación de agencia triangular que se establece entre un solo agente, el gobernante, y dos principales a los que aquél debe servir: el electorado que lo votó mayoritariamente y el partido que lo apoya políticamente. Si el partido en el poder fuera democrático, podría controlar a su agente gubernamental exigiéndole que cumpliese su programa de gobierno. Y así, a través de la información transmitida al público por el debate partidario, también los electores estarían en condiciones de controlar al gobernante. Pero con realista pesimismo, en el que se trasluce su amarga experiencia durante su etapa en la trastienda del poder, Maravall advierte que esto no sucede así porque la supervivencia del gobierno depende de que su partido no lo controle democráticamente, lo que transmitiría una ineficaz imagen de división interna, sino que le sirva ciegamente. Y de este modo, la inevitable oligarquización de los partidos genera una mayor opacidad política, contribuyendo a que los gobernantes eludan el control ciudadano. Aquí se puede añadir que esta relación triangular de agencia es más compleja de lo que Maravall plantea, pues el partido también puede actuar como agente del principal que lo ha elegido, rivalizando así con el agente gubernamental: de ahí que durante los mandatos socialistas el guerrismo pretendiera erigirse en defensor de los descamisados traicionados por la beautiful people gubernamental.

Por último, esta relación entre agente (los gobernantes) y principal (los electores) no es una relación privada (como la que se da entre abogado y cliente bajo secreto profesional) sino pública, por lo que debe ventilarse abiertamente ante el público bajo el arbitraje supervisor de ciertas instituciones reguladoras. Esto hace intervenir en la relación de agencia a otros terceros en discordia particularmente significativos, que son la opinión pública (los medios de comunicación) y los tribunales de justicia (entre otras autoridades públicas que conforman el Estado de derecho). Por eso Maravall dedica el cuarto capítulo al análisis de cómo pueden utilizarse tales mecanismos arbitrales (sobre todo los tribunales de justicia, pues lamentablemente apenas entra a discutir el papel de la opinión pública) para eludir o para agravar las responsabilidades de los gobernantes. Pues cuando el principal no sabe sancionar a su agente, otras instancias supervisoras pueden hacerlo en su lugar, dando pie a la judicialización de la política: es el caso de las mani pulite que pusieron fin a la Tangentopoli italiana. Y también puede suceder al revés, si se utilizan los tribunales de justicia para distorsionar esa relación de agencia, impidiendo que el agente sirva al mandato de su principal: es la politización de la justicia, que como en Weimar o Chile puede quebrar la representación democrática. Pero aunque no se rompa el equilibrio entre los poderes judicial y político, siempre se pueden instrumentar los tribunales con fines políticos para distorsionar el control electoral.

Y aquí estudia Maravall tanto la estrategia de la oposición, que recurre a los tribunales para expulsar del poder al gobernante exonerado por sus electores (como se hizo en España con González y en Estados Unidos con Clinton), como la estrategia del poder, que persigue judicialmente a sus adversarios mediáticos para garantizarse la lealtad de los electores mediante la desinformación y la opacidad (como hizo el Partido Popular en España nada más acceder al poder). Las conclusiones que Maravall extrae son amargas porque, dada la naturaleza del poder judicial en las democracias de Derecho Romano, no parece haber esperanza de que una justicia auténticamente independiente establezca un control imparcial del poder. Pero si lo que preocupa a Maravall es que el uso sesgado del Estado de derecho pueda distorsionar la relación de agencia entre gobernantes y electores, más grave parece que la escasa independencia de los tribunales haga posible la extralimitación de los gobernantes, a los que se incentiva para que abusen impunemente de su poder. Pues muy bien puede suceder que un agente sirva a su principal eficazmente pero violando las reglas de juego, lo que no sería sancionado por un electorado para quien el fin justifique los medios. Y en tales condiciones sólo el Estado de derecho, y no los electores, puede controlar al poder.

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