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Narconovela

La reina del Sur

ARTURO PÉREZ-REVERTE

Alfaguara, Madrid, 546 págs.

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La Reina del Sur se integra en una literatura de bandidos admirables, admirables por su fuerte carga trágica y épica, y por una enorme capacidad de conectar con la tradición clásica del tempus fugit, que han creado, sobre todo, los nuevos escritores latinoamericanos: Plata quemada (Anagrama), del argentino Ricardo Piglia; Rosario Tijeras (Mondadori), del colombiano Jorge Franco Ramos; Bolero (Mondadori), del argentino Lázaro Covadlo o, con una tremenda brutalidad, La virgende los sicarios (Alfaguara), del colombiano Fernando Vallejo. (No sería difícil encontrar películas que comparten la misma atmósfera, como Profundo carmesí, del mexicano Arturo Ripstein.) Quizá porque Latinoamérica, si se busca determinada épica, determinada actitud, guarda un territorio especial para la ficción, Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) ha tenido que ir a México para encontrar a su protagonista, Teresa Mendoza, una adolescente analfabeta a la que la vida, con la intervención de algo que difícilmente puede llamarse azar, conducirá al éxito social a través de su acelerada carrera de narcotraficante.

No sólo a la tradición de la literatura de bandidos se agarra Pérez-Reverte, que ya desde la primera frase de La Reina del Sur se sitúa bajo la sombra protectora de Juan Rulfo: «Sonó el teléfono y supo que la iban a matar» trae a la cabeza inmediatamente el comienzo de Pedro Páramo: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». Pedro Páramo funciona en La Reina del Sur como clave que se muestra pero que sirve para ocultar (una pista para iluminar un panorama de muertos, de fantasmas), mientras que El conde de Montecristo, otro de los referentes explícitos, funciona como clave de simetría, que repite en la realidad de Teresa Mendoza la trama de ficción de Dumas (encierro en la cárcel, amparo de otro recluso, aparición del secreto, descubrimiento del tesoro, transformación en «otro»…).

Arturo Pérez-Reverte nunca ha renunciado a cierta erudición (esa no renuncia realmente significa una no renuncia a determinados lectores) y ha utilizado el aparato cultural en sus ficciones, marcadamente aventureras. Si en la novela artúrica se buscaba el Santo Grial, en las novelas de Arturo Pérez-Reverte son búsquedas más menudas: un libro en El club Dumas (Alfaguara), un tesoro en La carta esférica (Alfaguara), un cuadro y la solución a una partida de ajedrez en La tabla deFlandes (Alfaguara) o el legado de un pirata en La piel del tambor (Alfaguara). Los mcguffins de Pérez-Reverte proceden de la cultura (una cultura del objeto más que la representación de un sistema cultural) que le sirven para articular una trama de intriga y acción. Esa obsesión por el objeto hacía que sus personajes sufrieran un proceso de cosificación, que ha pretendido limar en La Reina del Sur. En esta novela desaparece por completo ese mcguffin cultural: lo que busca Pérez-Reverte es una mujer, o por qué una mujer se convierte en esa mujer.

Consciente del aspecto plano que solían ofrecer sus personajes, siempre utilizados como instrumentos en el desarrollo de la acción, Pérez-Reverte se ha volcado en la construcción de un verdadero personaje. Quizá llevaba mucho tiempo tras esa búsqueda, que no había llegado a cuajar: Teresa Mendoza tiene algo de la Julia de La tabla de Flandes, algo de la pureza de María, la protagonista de Cachito, algo de Jasmina, de Lapiel del tambor… Y ahí surge uno de los problemas de la novela, que Teresa Mendoza se moldea siempre desde fuera –en su adolescencia en Sinaloa como novia del Güero Dávila, en su vida en el bar de Melilla, en las planeadoras de Gibraltar, en el éxito con sus negocios con la mafia rusa…– y su aspecto misterioso no consigue abandonar una apariencia plana. Teresa Mendoza es un enigma, una especie de jarrón chino que no se puede tocar, una mariposa que se convierte en polvo cuando respiras cerca de ella.

El viaje que emprende Teresa Mendoza es una huida de la muerte; en esa huida, Teresa Mendoza se convierte en la propia muerte y, en una carrera hacia delante que normalmente conduciría al fracaso pero que paradójicamente la acerca al triunfo, va dejando un rastro de cadáveres. Teresa Mendoza es un veneno altamente mortal, y quien se acerca a la «Reina del Sur» es inmediatamente visitado por la Parca: una muerte fría, aunque sea violenta, una muerte que genera su propia cal para poder seguir caminando por encima de ella.

La Reina del Sur, mitad crónica periodística en primera persona y mitad relato novelado en tercera persona, es una contranovela picaresca. Una de las características esenciales de la picaresca (que Pérez-Reverte no desconoce: basta repasar algunas de sus entregas del Capitán Alatriste) consistía en el inevitable fracaso del protagonista, que empezaba mal y estaba condenado a acabar peor. Como los pícaros, Teresa Mendoza no tiene nada pero, a diferencia de ellos, es capaz de adaptarse a las circunstancias, sacarles todo el partido y trepar en la escala social. (Quizá no esté de más recordar que el ascenso social se presenta como el triunfo verdadero: el Hola, como metáfora del tiempo.) El final abierto, que en la picaresca sólo auguraba un paso más hacia el fracaso, ya fuera exhibir el dolor propio ante la justicia o enrolarse en la aventura americana, en La Reina del Sur es evidencia del éxito alcanzado. El triunfo de la voluntad. Y voluntad no es una palabra que desentone con la novela de Pérez-Reverte, porque toda ella deja un regusto nietzscheano: quien quiere, puede.

Todo el esfuerzo lo ha volcado Pérez-Reverte en el retrato de Teresa Mendoza, en un claro deseo de explorar otro tipo de construcción narrativa; sin embargo, ha dejado el andamiaje aventurero en primer plano: la unión de elegía y de acción chirría. Quizás el propio Pérez-Reverte haya dado con la explicación de esa turbulencia: los narcocorridos, referente musical y estético de La Reinadel Sur, duran tres minutos y por eso mantienen una intensidad, una carga sugestiva muy potente que una novela difícilmente puede sostener.

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