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La vida es rara y novelera

La Rambla paralela

FERNANDO VALLEJO

Alfaguara, Madrid, 200 págs.

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El escritor Fernando Vallejo (Medellín, 1942) murió en la Rambla de Barcelona «aferrado a la vida, miserablemente: con un largo y miserable adverbio en "mente"». Murió a las doce de la noche, después de varios días sin dormir, «la víspera de mi regreso a México». Le acompañaba «el colombiano, Luis Armando Soto, y una italiana, Monica Scarello». Murió –los acompañantes apenas lo notaron– mientras miraba cómo la gente iba y venía, y así «de súbito sentí con una claridad infinita que hacía mucho que me había muerto. Y te digo –le confesó Vallejo a Nuria Amat en Letras Libres, diciembre del 2002– que infinita porque es propiedad de los muertos vivir instalado en la eternidad». Que no es otra, la eternidad, que la literaria. Mal que le pese –y le pesa– al autor. Aunque considere que «uno no es de donde nace sino de donde se muere». Y esta novela, tan melancólica como el resto de su obra, escrita con la implacable prosa imprecatoria, radical y poética del monólogo discursivo irredento y habitual, se abre con la muerte del autor, la despedida (?) de la literatura; escrita, también, «para matar al loco de mis libros anteriores». De nuevo, una conversación que se prolonga, o que se pierde, en el tiempo; una conversación con voces airadas, poseedoras de un irreal sentido. Si el infierno está aquí ¿qué hay al otro lado? ¿De dónde esas voces que hablan y contestan los teléfonos, con furia y ruido?

Y otra vez el monólogo –teñido de una memoria desordenada, errática, vencida– camino de la nada, camino de la primera muerte, la del escritor, como muerta está Colombia, y está la finca Santa Anita, y muerta está Raquel Pizano, y muerto está el río Cauca, «el de mi niñez». De ahí, el reguero de humillaciones que prolonga la vida, que suma la memoria, que se presenta bajo la especie de unas azafatas de Air France, de una Feria del Libro con un centenar de casetas en un terraplén, de unos colegas tan satisfechos de sí mismos que acojonan «La que sí se había jodido por completo era la palabra "poeta", que quedó valiendo en su opinión como "hijueputa", pues había tantos de los unos como de los otros: no menos de cinco millones»–, de una gramática sombra llamada José Cuervo, de una geografía perdida, que alguien una vez denominó Colombia, de una perra Bruja que le enseñó al morir cómo cruzar la calle con los ojos cerrados, de cómo conserva las fotos de los sucesivos pasaportes y cómo podría recordar, con Francis Bacon, la manera «en que trabaja la muerte en esta cara». Para entonces la Rambla de las flores ya es la Rambla de los fantasmas y el muerto camina hacia el Moll de la Fusta tan campante; ese día, «hoy todo está bien porque así se me antoja». Si la vida es un juego, no hay nada como morir. Al cabo, «había pasado por este mundo haciendo el bien: nada». Algo intuyó ese loco de atar que fue el argentino Macedonio Fernández –a él la muerte le llegó en 1922, aunque lo enterrarán treinta años después– cuando advertía que con los viejos hay que tener mucho cuidado porque son unos irresponsables, no esperan nada de la vida y se comportan como quien nada tiene que perder. Los sueños quedan atrás. No hay sueños, porque todo lo inunda lo vivido; es decir, lo perdido.

El tiempo todo lo degrada: «Si hubiera forma de parar el tiempo para que no avanzara, y el mundo para que no cambiara…». Julio Torri: «los sueños no crean el pasado». El pasado sólo hace que la vida sea insoportable, y los sueños un hueco inmenso en la memoria. Tan desordenada, la de Vallejo, tan exacta. Volver a Medellín, volver a su infancia. Porque en la infancia se vive y después se sobrevive; un viejo, muerto, recorre Barcelona con una galería de fantasmas que hablan en una ciudad invisible. Un fantasma que habita un mundo ajeno, extraño, de gente metida «en una inutilidad apurada», que exhibe, en el interior del monólogo, la brillantez de una expresión verbal. A Vallejo le rompieron la memoria (Colombia) y, así, más vale morir: «los muertos estamos a merced de los vivos, de su buena voluntad: si tienen rencor contra uno, nos borran. Es más, ni rencor terminan teniendo. Algo peor: olvido. Y el olvido es viento». Y, al fondo, siempre en el oscuro paisaje de los «desbarrancaderos», Colombia: «El delito en amancebamiento con la impunidad se había enseñoreado de Colombia», la reflexión tardía, melancólicamente regeneracionista. Esta Rambla paralela es un ejercicio literario que uno echa de menos en la literatura española (tal vez, el autor más cercano se llame Miguel Sánchez-Ostiz). Esa mirada tan lúcida como sombría respecto al progreso, a la convulsiva manía de cambiar, «de dañar lo que está bien y empeorar lo que está mal», esa búsqueda en torno de lo que se perdió, aunque no hubiera existido sino en las sombras de la memoria.

Las presencias de Vallejo son las de la vida perdida, el remordimiento de quien ha vivido. Sólo cabe desandar los pasos en calidad de fantasma. Lo que pasó, ahí está, en el aire. Sin más. Uno es su muerte. Malo sería caer en esa tontorrona ocurrencia académica de ver las huellas del primer Baroja, de Onetti, de Lowry, de Céline, de Cioran, y así hasta cansarse. No. Ningún favor le hace a Vallejo la complicidad. Ni la busca, ni la espera. Es un escritor sin referencias, con una poderosa expresión literaria, profundamente –también en «mente»literaria, y de manera especial, la creación oral. Sólo porque se trata de la invención de un lenguaje, de una topografía rara y literaria que nace y se prolonga –gracias al lector– en cada lectura, la obra narrativa de Fernando Vallejo constituye uno de los capítulos más rotundos y memorables de la actual literatura en español. Ha logrado, en cada nueva entrega, lo que anhela el muerto de la Rambla paralela: destruir la escalera a medida que uno la va subiendo, con un elegante sentido de la injuria. O todo o nada. «Soy un biógrafo imparcial que abre y cierra comillas y se atiene a los datos.» Menudo. Es decir, del triunfo de la literatura sobre la vida. Porque la vida, como «la humanidad, es rara y novelera».

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Ficha técnica

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