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Juegos de ilusionismo

La propiedad del paraíso

FELIPE BENÍTEZ REYES

Tusquets, Barcelona, 136 págs.

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Casi en la estela de una corriente del cine español tan nutrida que podría incluso instituirse como género (la de la nostalgia de la niñez y la recreación de sus alrededores, con películas como Secretos del corazón, de Armendáriz, o El año de las luces, de Fernando Trueba, entre otras muchas), la última novela editada por Tusquets del gaditano Felipe Benítez Reyes –La propiedad del paraíso– es un viaje al pasado donde la ficción (entendida no sólo como terreno consustancial a la narrativa) envuelve y presta sus brillos a la memoria. A diferencia de los títulos cinematográficos mencionados, en los que la revisión de la infancia sirve también para mostrar la realidad que habita, poco sabemos del protagonista de este libro, de su vida de niño o adulto, de su entorno y de las preocupaciones y experiencias de quienes le rodean excepto por pequeños atisbos: el mundo hipertrofiado de su imaginación lo puebla todo de personajes soñados, como el Duende, que contagian con su irrealidad al resto, más parecidos casi siempre a superhéroes de cómics o villanos de cuento, a sufridas protagonistas de folletines por entregas y oxigenadas rubias de cigarro con boquilla y lentejuelas, que a personas de carne y hueso. La consecuencia directa es una sucesión de personajes planos, sin consistencia, y una historia que no consigue transmitir ningún soplo de humanidad, ni tan siquiera en escenas que manifiestamente lo intentan, como el capítulo dedicado a la muerte del padre.

Por ejemplo. Sin ser exactamente una novela de iniciación, dado que el yo narrativo es el del adulto que rememora, no faltan en La propiedad del paraíso alusiones al descubrimiento de la sexualidad. El protagonista recuerda al comienzo de la novela el hallazgo que compartía con sus compañeros de juegos, Fernandi y Carmelo (difícilmente reconocibles como hermanos suyos hasta que se explicita mucho después y de quienes no se muestran otros rasgos distintivos que sus elecciones estéticas en materia de mujeres), de una en apariencia cámara fotográfica que a contraluz mostraba su tesoro de féminas desnudas en exóticas poses. El hieratismo de dichas figuras, la docilidad en su manejo, y los escenarios en que se inscriben parecen determinar las relaciones del narrador con el universo femenino, poniendo un filtro en blanco y negro a la experiencia sexual (la amorosa no aparece) que continúa de la misma manera, con poses estancadas y decorados, en los capítulos en presente. Las mujeres aparecen como sombras desdibujadas que se dividen en santas sufridoras (como la madre), simples instrumentos de deseo (la niña a la que da el primer beso, de la que sólo se menciona el temor a ser delatado, la Dama del Rodeo, las mujeres que se instalan por pocas horas en el cuarto de hotel del adulto…) o una combinación de ambas cosas (como en la escena de la estoica profesora particular descalzándose, imagen ésta, la de la mujer que se «descalza», frecuente en la poesía erótica de los Siglos de Oro).

El lenguaje en ocasiones se acerca al niño, no por medio de una imitación de la lengua infantil, sino jugando con el lenguaje adulto de una manera un tanto amanerada, a través de expresiones como «purpurinesco» o «quimerino», pero sobre todo con una incomprensible profusión de sufijos en -io/ -ia («tunanterío, matonería, novelerías, tarumberías, guarnicionería, dicharachería…), tan abrumadora que cuando aparece alguna palabra que contiene de manera natural dicho sufijo, como «brío», molesta. También se emplea a veces el recurso del tópico (el del niño con atlas viajando con las alas de su imaginación) y de expresiones manidas, que podrían emplearse sin rubor en la niñez porque la etapa misma les contagiaba su frescura («los labios como una fresa abierta»), pero que en este contexto no aportan demasiado. Más efectivo, sin embargo, resulta en ocasiones el empleo del lenguaje poético como medio de recrear la edad de la inocencia («todo lo que suena en la noche parece que se ha roto»).

El tiempo, uno de los temas obsesivos del autor, motivo central de su galería de apócrifos Vidas improbables (que fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía) y de su último libro de poemas, El equipaje abierto, se paraliza, parece dejar de transcurrir en la novela, dado que en el presente la vida alrededor se sigue alejando, al igual que se hacía en el pasado. Pero transcurre. Porque el ilusionismo, como intento, paradójico, de uniformar la realidad y la constitución de prototipos en la comprensión del mundo, el juego del escondite, conduce a un resultado inmediato y palpable: la soledad. El protagonista, deambulando a causa de su trabajo de hotel en hotel, no puede ya vivir acompañado y parapetado únicamente por su imaginación. Por eso debe recurrir a recuperar los espectros del ayer. «La repugnancia. La hermosura. La horrible mariposa. Estoy elaborando mi recinto de seda con los harapos del tiempo.» Pero el autor pierde la oportunidad de centrarse en el drama de este personaje deshumanizado y deshumanizador, que sería lo único que podría haber dado sentido a la novela, recurriendo una vez más a lugares comunes: la nostalgia por el paraíso perdido de la infancia, del que el tiempo nos expulsa.

Los trucos de magia constituyen sin duda uno de los temas favoritos de Felipe Benítez Reyes. Según sus propias declaraciones, el disfraz que más le gustaría adoptar es el de mago de pueblo. Su primera novela se llamó Chistera de duende. En ésta los derrama a manos llenas. Y no pasa de ser un número ya visto de prestidigitación. La magia, la real, no se esconde en el falso fondo de un sombrero de copa, por mucha purpurina que se derrame sobre el escenario.

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Ficha técnica

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