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La filantropía estratégica

PRIVATIZAR LA CULTURA

Chin-tao Wu

Akal, Madrid

Trad. de Marta Malo de Molina

376 pp.

35 €

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La intervención del capital privado en la financiación de la difusión cultural es una tendencia innegable, y posiblemente imparable. Tanto en América como en Europa, y en proporción mayor cuanto más rico es el país, las empresas nacionales y multinacionales han dado un salto cualitativo en sus operaciones de patrocinio y mecenazgo, con el lema de la «responsabilidad social» como motor. A pesar de que en Estados Unidos la filantropía tiene una larga tradición, las cifras actuales sobrepasan las previsiones. En febrero de 2006, un reportaje de The Economist«The business of giving. A survey of wealth and philantropy», The Economist, 25 de febrero de 2006. analizaba las razones del enorme incremento y proponía como uno de los detonantes la proliferación de nuevos billonarios (utilizando la cifra dada por Forbes en 2005: 691; ¡en 2007 son ya 946!). Pero se trata de un fenómeno mucho más complejo, que no se ha examinado con la suficiente distancia crítica en nuestro paísEscasean los estudios independientes. Existen departamentos sobre economía de la cultura en algunas universidades, y se han creado organismos que se dedican a este tema, como la Fundación «Empresa y Sociedad» o la AEDME (Asociación Española para el Desarrollo del Mecenazgo Empresarial), con muy poca actividad en cuanto a la publicación de documentos. y que, al tiempo que suscita la complacencia de las esferas económica y política, ha despertado la alarma en algunos foros de estudios sociales. En la Universidad de Nueva York, por ejemplo, existe un departamento que estudia «La privatización de la cultura» (The Privatization of Culture Project, en colaboración con el programa de sociología de la New School for Social Research y el Center for Cultural Studies de la misma universidad). Una de las preo­cupaciones básicas de este grupo de trabajo, y de quienes miran con recelo el avance del proceso, es la progresiva indeterminación de los límites entre lo público y lo privado. También hemos oído hace bien poco voces críticas más cercanas: las primeras declaraciones de Manuel Borja-Villel (director del MACBA de Barcelona), tras ser elegido presidente del CIMAM (Comité Internacional para Museos y Colecciones de Arte Moderno, dependiente de la UNESCO y del que forman parte seiscientos museos de todo el mundo), apuntaban en esa dirección: «Ahora mis objetivos son potenciar su capacidad de dar voz a los profesionales y redactar un código ético de buenas prácticas en el sector, indispensable en un momento dominado por las leyes del mercado, en que la diferencia entre los intereses privados y públicos es cada vez más confusa»Entrevista de Roberta Bosco publicada en El País el 1 de septiembre de 2007..

El telón de fondo que ha propiciado este desarrollo es el del neoliberalismo, el del protagonismo social y político de las empresas, y la fenomenal campaña de lobbying que éstas han llevado a cabo, con mayor o menor sutileza, y que ha fomentado una actitud positiva hacia sus prácticas en el terreno cultural. La publicación en España del libro de la taiwanesa Chin-tao Wu, Privatizar la cultura, ree­la­boración de la tesis doctoral leída en el University College de Londres, es una herramienta de gran utilidad para la comprensión del asunto. Y lo es porque, basándose en documentos, encuestas propias y numerosas entrevistas, nos muestra los orígenes, los primeros ensayos, los fundamentos ideológicos y las vías de avance del mismo en los Estados Unidos de Ronald Rea­gan y la Gran Bretaña de Margaret Thatcher. Su postura está claramente escorada hacia la izquierda, como es habitual en la colección editorial Cuestiones de antagonismo a la que pertenece, y en ocasiones pierde la ecuanimidad al rechazar cualquier eco positivo del proceso. Pero es muy saludable conocer los datos y opiniones que vierte, porque la postura contraria es hoy prácticamente monolítica: se ha producido un amplio aparato documental y programático que defiende la participación de la «sociedad civil» y el «tercer sector» en la cultura pública. Los gobiernos la alientan, las empresas la publicitan, las instituciones culturales la anhelan.

Chin-tao Wu sitúa el tema del patrocinio y el mecenazgo en el contexto de la política económica conservadora de Reagan y Thatcher. Sigue los recortes que desde sus gobiernos se hicieron a los presupuestos de las agencias públicas (el National Endowment for the Arts y el Arts Council, respectivamente), con el argumento de una supuesta politización de los programas y según la idea de que las subvenciones debilitan la iniciativa y ahuyentan los apoyos privados. La imposición en las instituciones museísticas de la «cultura de empresa», es decir, su exposición a las fuerzas del mercado y de la libre competencia, ha supuesto una exigencia de rentabilidad que no siempre queda subordinada a la excelencia de la oferta. Los responsables políticos actuaron como intermediarios en la «privatización», ofreciendo mayores desgravaciones fiscales y recompensas a las empresas más activas (condecoraciones, proximidad a los gobernantes). La cultura de empresa se introdujo en los patronatos de los museos a través de presidentes de ideología afín nombrados por los gobiernos (una lamentable constante) y con una alta proporción de empresarios en su composición; algo habitual en Estados Unidos, donde los mu­seos son en gran parte privados, pero no hasta entonces en Gran Bretaña. Que la empresa representara en ellos a la sociedad civil era, y es, sólo parcialmente cierto. Wu critica la opacidad de las actuaciones de los patronatos, y expone casos de flagrantes conflictos de intereses. La información privilegiada que utilizan los patronos coleccionistas, las transacciones comerciales y de servicios entre museo y patronos, las redes sociales y familiares que se establecen entre los de unos museos y otros (denunciados por el artista Hans Haacke en obras ya clásicas) son algunos de los males que se acentuaron en la época y que obligaron a la adopción de códigos de buenas prácticas por parte de los museos, de efectividad relativa.

Por otra parte, en los ochenta se consolida la práctica de la colección de empresa, iniciada ya en la década anterior. No hay nada que objetar al deseo de adquisición y exhibición de obras (casi siempre de arte contemporáneo, por su asociación a valores empresariales como la innovación, la agresividad, la sofisticación) en sedes corporativas, ya sean oficinas o salas abiertas al público. Pero no podemos dejar de ver, con Wu, algunas consecuencias indeseables de tal práctica: la influencia en el tipo de obra que triunfa en el mercado (grande, vistosa, decorativa) y la utilización del arte como ilustración en campañas demárketing. Poco grave. Lo es más la puesta a disposición de intereses privados del espacio público. Las legítimas ambiciones de sus directores y la consiguiente necesidad de fondos han llevado a la conversión de los museos más a la moda en centros de «relaciones públicas». El patrocinio de las artes mejora la imagen de empresas con negocios que no cuentan con la simpatía popular, como las tabacaleras, las petroleras o la banca. Pero, sobre todo, las empresas «miembro» –colaboradoras o patrocinadoras– gozan de especiales privilegios para organizar actos sociales, presentaciones de productos y demás en las salas de esos museos. En 1994, un director del Museo del Prado fue forzado a dimitir por permitir que se hiciera en sus salas un reportaje publicitario de mobiliario, mientras que hoy el propio Ministerio de Cultura anuncia en su página web el alquiler de los museos nacionales para todo tipo de actos. Sólo hay que cubrir las tarifas.

Chin-tao Wu analiza otras prácticas en las que lo público y lo privado se confunden. Una de ellas es el bautizo de espacios museísticos con los nombres de los patrocinadores. La Tate Modern, con todas sus galerías patrocinadas y su serie de exposiciones Unilever, es uno de los ejemplos más recientes y extremos. Aunque más sangrante, e históricamente paradójica, sea la futura Saatchi Room en el Hermitage de San Petersburgo. ¿Existe esta posibilidad en los museos españoles? Sí. En la ampliación del Museo de Bellas Artes de Bilbao encontramos una Sala BBK. Y no sólo entran las empresas en el museo, sino que se sacan los fondos del mismo para llevarse a sedes par­ticu­la­res. El iniciador de esta política fue el Whitney Museum de Nueva York, que llegó a tener sucursales en cuatro grandes sedes empresariales de la ciudad y cuenta aún hoy con el Whitney at Altria (grupo de alimentación, bebida y tabaco, anteriormente Philip Morris), dedicado a exposiciones organizadas por el museo y ubicado en el amplio vestíbulo de la sede central de la compañía. Wu explica que este tipo de uso artístico de los vestíbulos de las sedes empresariales se debió en un principio al sistema de bonificación que las autoridades urbanísticas de Nueva York aplicaban a las nuevas construcciones en el centro y sur de Manhattan. Si el edificio pla­nea­ba proporcionar «servicios públicos», se le permitía un 20% más de edificabilidad en altura. Además, esos servicios po­dían reducir el valor tasado de la construcción y lograr una reducción de los impuestos por bienes raíces.

No es algo muy habitual, pero el modelo no ha dejado de seguirse. De hecho, puede decirse que la Casa de las Alhajas de la Fundación Caja Madrid funciona desde hace unos años como espacio expositivo del Museo Thyssen-Bornemisza. El acuerdo de patrocinio entre ambas entidades, que mantienen separada su identidad corporativa, incluye la organización por parte del museo de exposiciones que se extienden a esa sala. Cuando hablamos de «sacar» muestras temporales, con obras prestadas en su mayor parte por otras colecciones y museos, y de montajes abiertos al público, no parece que se generen reacciones negativas. La «cesión» de fondos públicos es otra cosa. Como ejemplo, la polémica sobre el prolongado préstamo de valiosas obras del Museo del Louvre, a partir de octubre del año pasado y a lo largo de tres años, a un museo privado estadounidense, el High Museum de Atlanta, a cambio de dieciocho millones de dólares que servirán en gran parte para acondicionar las galerías de mobiliario del museo francés. Y levantan, con razón, ampollas operaciones como la publicitada en abril en Gran Bretaña: se han trasladado importantes obras escultóricas y videográficas del Arts Council al nuevo Centro Tecnológico de McLaren (el equipo de Fórmula 1) a cambio de una generosa contribución al fondo de adquisiciones de la colección. Es un conjunto de obras –no lo olvidemos– de patrimonio público, y que tendrá acceso restringido en esas dependencias privadas.

De la misma manera, hay que considerar con espíritu crítico, y se han dado casos escandalosos, la organización de exposiciones, en los museos públicos, de colecciones empresariales, en especial cuando no se trata de iniciativas de los conservadores del museo, que pueden considerar interesante dar a conocer brillantes conjuntos artísticos de propiedad particular: especializados en un determinado movimiento, grupo de artistas o tema, con obras difíciles de ver en esa y otras colecciones públicas. El problema es que a menudo son las propias empresas las que buscan el escaparate del museo, con el fin de revalorizar sus obras y, de paso, hacer promoción de sus productos. A cambio, se patrocinan esa y otras muestras, se hacen donaciones, aportaciones monetarias, etc.: se compra el espacio público. En España, la estrategia más descarada hasta la fecha tuvo lugar a principios de este año con la instalación en el IVAM de la colección Valencia Arte Contemporáneo, que se autodefine como fondo de inversión en obras de arte y se ufana de utilizar los museos para elevar la cotización de las piezas que la integran.

 

¿HASTA QUÉ PUNTO ES CAPITAL PRIVADO?
 

Los gobiernos han favorecido la progresiva participación empresarial en la cultura a través, fundamentalmente, de incentivos fiscales. Uno de los puntos en los que más incide Chin-tao Wu es en la necesidad de difundir los costes para las haciendas públicas del mecenazgo y el patrocinio de las empresas. Dedica pormenorizadas páginas a explicar por qué no es adecuado calificar a los museos estadounidenses de instituciones privadas. La realidad –dice– es que al menos la mitad de sus presupuestos provienen, por una u otra vía, del contribuyente. Los economistas llaman «gasto fiscal» a las ayudas indirectas que los gobiernos prestan a las instituciones culturales como consecuencia de las donaciones y aportaciones de los particu­lares o, dicho de otra manera, a los ingresos que la hacienda pública habría percibido de no haberse favorecido con desgravaciones esas donaciones o aportaciones. En Estados Unidos, el gasto fiscal constituye más del doble de las ayudas directas o subsidios a las artes. Además, sus museos disfrutan de cuantiosas desgravaciones: en Nueva York, no deben pagar el impuesto municipal sobre la propiedad inmobiliaria ni por la venta de entradas, ni por los ingresos en tiendas y restaurantes. Se benefician, además, del programa federal de indemnizaciones. Todo ello no suele incluirse en los informes económicos de los museos.

En un reciente estudio encargado por el Comité de Cultura y Educación del Parlamento EuropeoFinancing the Arts and Culture in the European Union, Dirección General de Política Interior de la Unión, noviembre de 2006. Sus autores son Arjo Klamer, Lyudmilla Petrova y Anna Mignosa, y su responsable oficial Constanze Itzel. Disponible en Internet: http://www.europarl.europa.eu/activities/expert/eStudies/download.do?file=17262#search=%20Financing%20Arts%20Culture%20., en el que se examinan las fuentes de financiación de la cultura en Europa en el período 2000-2005, se constata que los incentivos fiscales tienen un coste importante. Afirma que una donación es una contribución conjunta de un particular y la hacienda pública. En Estados Unidos –recoge–, de cada mil dólares de un legado, el contribuyente aporta entre seiscientos y setecientos. Y, sin embargo –continúa–, los incentivos fiscales son atractivos para los ministros de Cultura y para el mundo del arte porque no afectan a los presupuestos nacionales para la cultura. Son «una manera fácil para ampliar los presupuestos de financiación de las artes». Aunque las condiciones que el mecenazgo disfruta en Europa no son comparables a las de América del Norte, las aportaciones crecen. Para las empresas, parece ser, la fiscalidad no es el mayor incentivo. Hay que considerar otros factores económicos y sociales, así como el factor político.


¿MÁRKETING O RESPONSABILIDAD SOCIAL?
 

El gasto en mecenazgo y patrocinio compensa a las empresas, en primer término, como eficaz modalidad de márketing, con distintas implicaciones: el patrocinio está ligado a la publicidad y el cobranding; el mecenazgo, a la llamada «responsabilidad social» de las empresas.

En un libro de Pau Rausell, avalado por la Unidad de Investigación en Economía Aplicada a la Cultura de la Universidad de ValenciaPau Rausell Köster, Políticas y sectores culturales en la Comunidad Valenciana, Valencia,Tirant Lo Blanch, 1999, p. 13., simpatizante del punto de vista empresarial, se dice que «está meridianamente claro que uno de los objetivos por los que el dinero se acerca al arte y la cultura es […] para conseguir más dinero». No es el único, pero sí uno de los que tienen mayor peso. Este «socialmente disimulado principio» está en la base de la rapidez con la que el patrocinio se adueña de los presupuestos de publicidad de las grandes empresas. Según The Marketing Manager’s Yearbook 2006Richard Fox, «Sponsorship in the 21st Century», en The Marketing Managers Yearbook 2006, AP Information Services Ltd., Londres, 2006.,el patrocinio (se refiere no sólo al cultural) crece por encima de cualquier otra forma de promoción. «El gasto actual en patrocinio constituye el 8% del total del gasto en márketing en Europa. Esperamos que esta cifra suba al 15% en 2010»Declaraciones de Nigel Currie, presidente de la ESA (European Sponsorship Association), en el congreso de la asociación celebrado en noviembre de 2005.. El deporte se lleva el 80% de los 11 billones de euros que se invierten en nuestro continente por este concepto, pero el de las artes creció un 6% en un solo año. En ese mismo informe, se advierte de que la gran intensificación tendrá lugar en el patrocinio de programas televisivos. Ya estamos viéndolo.

Una de las claves del éxito del patrocinio cultural es el cobranding, es decir, la alianza de dos marcas para vender de forma conjunta sus productos, aportándose mutuamente valor añadido y diversificándose los respectivos públicos. Cuando los museos unen su nombre al de una empresa (en el patrocinio de una exposición, por ejemplo) están prestando el prestigio de su marca a los objetivos comerciales de aquélla. En sentido contrario, la empresa, además de sustento económico, ofrece mayor difusión mediática y, por tanto, expectativas de buenos ingresos por venta de entradas. Es perfecto. Pero no es conveniente aceptar sin más estas operaciones sin, al menos, reflexionar sobre sus implicaciones. El más evidente de sus peligros es que a las grandes empresas, con excepciones, sólo les interesan los grandes acontecimientos: aquellos que van a tener mucho público y son capaces de alimentar una buena campaña en prensa. En este sentido, es fundamental que los medios de comunicación colaboren. Una lucha que va ganándose. En un principio, y Chin-tao Wu lo recoge en su libro, los periódicos más serios se negaban a nombrar a los patrocinadores de los eventos culturales. Lo consideraban publicidad gratuita. Pero poco a poco ha ido consiguiéndose que a los periodistas les parezca justo hacer esa mención, con lo que la empresa logra sus objetivos promocionales más allá de la publicidad directa (la inserción de anuncios). En España, la balanza va inclinándose del lado del dinero: he visto hace unos días por primera vez cómo, en un suplemento cultural de un diario nacional, se incluía en la ficha introductoria de una de las exposiciones que se reseñaban, junto a la dirección, las fechas y el nombre del comisario, el epígrafe «Patrocinio»ABCD, 1 de septiembre de 2007, p. 32..

El propio gobierno español apoya la comprensible preferencia de las empresas por lo mediático al otorgar mayores beneficios fiscales a las aportaciones para «acontecimientos de especial interés público» (conmemoraciones culturales, grandes eventos deportivos)Ley 4/2004, de 29 de diciembre, de modificación de tasas y de beneficios fiscales de acontecimientos de excepcional interés público.. En los Presupuestos Generales del Estado para 2007 son «actividades prioritarias de mecenazgo», aparte de diversos programas relacionados con los idiomas, la tecnología y el patrimonio –siempre orquestados por las Administraciones públicas–, los eventos «Alicante 2008. Vuelta al Mundo a Vela», «Barcelona World Race» y el «Año Jubilar Guadalupense con motivo del centenario de la proclamación de la Virgen de Guadalupe como Patrona de la Hispanidad». En estos meses, en Gran Bretaña, los planes para la «Olimpiada cultural» –que precede a los juegos olímpicos de Londres en 2012– y la puesta en marcha de la Olympic Lottery tienen en vilo a los habituales receptores de patrocinios y mecenazgo, pues el inmenso escaparate olímpico, con su especial régimen fiscal, se llevará el mayor bocado; además, esta nueva lotería rivaliza con la que aporta en el país una parte grande del presupuesto para la cultura pública. Lo que no tiene visibilidad es difícilmente patrocinable. En el ámbito de las artes plásticas se impone la exposición-espectáculo. Y se agrava, por tanto, la presión política sobre los museos para que obtengan altas cifras de visitantes.

Según certifica otro estudio originado en la Comisión Europea, The Economy of Culture in Europe, publicado en octubre de 2006Estudio realizado a invitación de la Comisión Europea por KEA European Affairs, en colaboración con Media Group (Turku School of Economics) y MKW Wirtschaftsforschung GmbH, difundido en octubre de 2006, capítulo 3, p. 129. Disponible en Internet: http://ec.europa.eu/culture/eac/sources_info/studies/pdf_word/economy_cult/chapter_3.pdf., el patrocinio beneficia esencialmente a las organizaciones más grandes y ya establecidas, y a los eventos culturales, mientras que «raramente apoya a nuevos talentos o a proyectos de riesgo». Citando una investigación de Arts & Business (la poderosa asociación británica para el fomento del patrocinio de las artes, con aval estatal), precisa que, en Gran Bretaña, el 77% de la inversión privada se reparte entre sólo 53 organizaciones, mientras que el 85% de los beneficiarios de ayudas reciben menos del 9% del total. «Por tanto –concluye–, cualquier política dirigida a potenciar el desarrollo del patrocinio y la donación debería trabajar en la ampliación del abanico de los beneficiarios, tanto en tamaño como en lo que se refiere a los subsectores».

Museo y publicidad se abrazan cada vez más estrechamente. En junio de este año, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía organizó con la IAA (asociación internacional de anunciantes, agencias, medios y servicios asociados) un certamen, La publicidad en el museo, en el que participaba como miembro del jurado la entonces directora, junto a artistas y creativos publicitarios. Los anuncios seleccionados (de marcas comerciales) se exhibieron durante unos días en el museo. Es cierto que los anuncios audiovisuales toman prestado a menudo lenguajes creados por los artistas, y en otras ocasiones se adelantan en la invención de recursos que luego son aprovechados por el arte. Pero la publicidad no es Arte, por mucho que ambas se asocien ahora como «industrias creativas» (más adelante haremos referencia a ellas). Otro ejemplo aún más desfachatado: el Museo Elder de la Ciencia y la Tecnología de Gran Canaria (financiado por el gobierno de las islas) celebró en las mismas fechas (6 de junio) el Día de la publicidad Volkswagen, con proyecciones de los anuncios de la marca junto a otros elegidos en festivales de publicidad internacionales. En la convocatoria se explicitaba: «La entrada es libre». Faltaría más.

En cuanto al mecenazgo, también hay cambios de tendencia. Hace ya tiempo que se habla de «filantropía estratégica». A medio camino entre la operación publicitaria pura y el apoyo desinteresado se encuentran algunas fundaciones corporativas. En el mencionado estudio encargado por el Parlamento EuropeoFinancing the Arts and Culture in the European Union, op. cit. se explica muy claramente la situación: «Las fundaciones corporativas son creadas por empresas y a menudo dependen únicamente del apoyo de sus fundadores. Incluso si son entidades enmarcables en el tercer sector, su funcionamiento no siempre es claro. ¿Actúan según principios empresariales en vez de regirse por los de la sociedad civil? Los ejemplos europeos evidencian amplias diferencias. En algunos casos, las fundaciones corporativas tienden a apoyar grandes eventos de actualidad de los que la empresa podría beneficiarse, como de cualquier otra herramienta de márketing. En otros casos, las asociaciones a largo plazo se establecen sobre bases más éticas». Este último tipo de compromiso, del que tenemos buenos ejemplos en España, se da más a menudo, dice el estudio, en países en los que existe una tradición de apoyo a la cultura por parte del mundo empresarial.

Pero el nuevo mantra es el de la «responsabilidad social corporativa» (RSC). Las grandes empresas han comprendido que su captación de clientes o consumidores depende cada vez más del cumplimiento de una serie de demandas que éstos plantean. Las presiones de los stakeholders (o públicos interesados) han conseguido, con su poder de «penalización o recompensa», que las empresas cuiden más su imagen. El medio ambiente, la educación o la ayuda humanitaria son ámbitos preferentes. El apoyo a las artes no es una de las demandas más insistentes, pero los gestores lo consideran también apropiado para mostrar su mejor perfil.

En este capítulo sobre el eco social, ocupando un lugar menos determinante, pero con una acusada influencia en el funcionamiento del mecanismo, se encuentra el factor del prestigio personal. Chin-tao Wu lo subraya: la intervención empresarial en el arte está a menudo ligada a la iniciativa de un máximo directivo, aficionado y hasta apasionado por las artes. A menudo coleccionista él mismo, logra a través de las actividades de patrocinio y mecenazgo de su empresa una distinción social que le abre paso a ámbitos de relación más altos. Wu utiliza el concepto de «capital cultural», según lo define Pierre Bourdieu, que se convierte en capital económico y social, para la empresa y para el directivo.

 

¿NECESITAN APOYO ECONÓMICO LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS?
 

Todo lo hasta aquí expuesto –y toda la promoción que se hace de las actividades de patrocinio y mecenazgo desde distintos ámbitos– puede inducirnos a pensar que la privatización de la cultura es un proceso en un estadio avanzado. Es cierto que su crecimiento es muy rápido, pero cuando se examinan las cifras, tanto en nuestro país como en otros Estados europeos, comprobamos que la financiación privada de la cultura es una nadería si se compara con las aportaciones públicas. En 2003 (lamento no disponer de datos más recientesFinancing the Arts and Culture in the European Union, p. 40. Los últimos datos publicados por el Ministerio de Cultura español son de 2004: el gasto público total en cultura fue de 4.753 millones de euros. No he encontrado los datos para el gasto privado en ese mismo año.), el gasto público total en cultura, incluyendo las comunidades autónomas y los ayuntamientos, ascendió a 4.600 millones de euros en España; el gasto privado fue de sólo 104 millones, aproximadamente un 2,3% del total. En los países europeos más ricos y con mejores condiciones fiscales (Gran Bretaña y Alemania), el porcentaje llegaba ese año al 6,5%. Son cantidades que bailan mucho entre unos informes y otros, pero por ahí anda la cosa. Sin embargo, a veces tenemos la impresión, como señala Chin-tao Wu, de que los grandes museos son «sedes de megaespectáculos sostenidos por la generosidad de las empresas». Pero, al menos en España, incluso los grandes de­sembolsos de los acuerdos de mecenazgo, por cuantiosos que sean, dan sólo pequeños respiros a los museos. Como ejemplo: el presupuesto anual del Museo del Prado para el año que viene es de 40 millones de euros. ­Acciona ha firmado hace poco un acuerdo histórico en el que le aportará un total de 2,5 millones hasta 2011, es decir, en cinco años: sale a medio millón anual, un 1,25% del presupuesto. Es poco y es mucho: permitirá al museo desarrollar su programa de conservación y restauración con mucho mayor desahogo. Y se suma a otros apoyos y a los ingresos que obtiene por sí mismo el museo, cuyo objetivo es «ganar» la mitad de todo lo que necesita para funcionar. Por cierto, ¿se han fijado en que el detalle pictórico elegido para promocionar la reciente –y magnífica– exposición de Patinir en el Prado, un árbol, se parece bastante al logotipo de la empresa patrocinadora, Acciona?

Planteemos finalmente la cuestión de fondo. ¿Por qué necesitan «ayuda» las administraciones –locales, autonómicas, estatal–, para financiar la cultura? La «responsabilidad social corporativa» no es más que una forma evolucionada y mercantilista de la vieja caridad filantrópica. Sí deberíamos exigir responsabilidad en el respeto al medio ambiente, el trato justo a los empleados, la inversión en investigación y desarrollo de las comunidades. Pero en un país rico como en el que tenemos la suerte de habitar –según dicen, la octava economía mundial–, donde la carga fiscal es considerable, con un superávit estimado en el 1,8% del PIB para 2007, y donde las Administraciones públicas manejan elevados presupuestos anuales, ¿cómo es posible que haya que acudir a la filantropía o, lo que es peor, poner a la venta el espacio público cultural? Desde hace tiempo, con ayuda de la jerga de la «economía de la cultura», va filtrándose la idea de que la «alta cultura» es un producto elitista, para unos pocos, que cuesta demasiado. Jamás ninguna administración lo declararía abiertamente, pero las prácticas desvelan un acercamiento más o menos acentuado a esas posiciones según cuál sea el sesgo político de los gobernantes, pero universal. Evidentemente, la sociedad tiene otras carencias más urgentes, y a todos nos preocupan más los problemas que atañen a la educación, la sanidad o la vivienda. Pero los presupuestos de cultura son minucias en comparación con esas otras partidas, y es evidente que se realizan gastos más superfluos en todos los ministerios, consejerías y concejalías. El gasto nacional en cultura, en porcentaje de GDP (gross domestic product, comparable al producto interior bruto) osciló entre 2000 y 2005 en los países de la Unión Europea entre el 0,3 y el 1,2%. Con un pequeño esfuerzo, podrían cubrirse las necesidades de museos, centros de arte, teatros y auditorios. Lo que decimos siempre: si a la hora de construir y de ampliar no se escatima un céntimo, ¿por qué no se atiende apropiadamente el mantenimiento de las actividades?

En tiempos recientes, a medida que el mercado español del arte se fortalece, va extendiéndose la costumbre de que las galerías comer­ciales corran con ciertos gastos (a menudo de producción de obra y catálogo) que comportan las exposiciones de los artistas a los que representan en museos y centros públicos. Es un tema controvertido que merece tratamiento individualizado, pero que traigo a colación para ilustrar las complicaciones que provoca la precariedad en el día a día de los mu­seos. Hasta los artistas, que cuentan en nuestro país con muy pocos apoyos, empiezan a plantearse la necesidad de acudir a las empresas para encontrar financiación para sus proyectos. En noviembre de 2006, AVAM (Asociación de Artistas Visuales Asociados de Madrid) organizó unas jornadas de debate sobre Patrocinio y mecenazgo en el arteEn el Centro Cultural Conde Duque de Madrid. Actas publicadas en la revista Inventario, núm. 13.. Los artistas, sorprendentemente, escucharon con atención a expertos en márketing, a entusiastas de la idea de la industria cultural y a representantes de las empresas y fundaciones, buscando una vía hoy casi inexistente.

El del elitismo es un argumento políticamente incorrecto. Pero hay otro, mucho más de moda, para justificar la dejación de responsabilidad política: el de las artes como «industrias creativas». Como lo expone Claire Fox, directora del Institute of Ideas, en un ensayo publicado por Arts & BussinessNo strings attached! Why Arts Funding should say no to Instrumentalism. Presentado en el simposio Future Culture el 21 de febrero de 2007 en el The Royal Court Theatre londinense. Puede consultarse en Internet: http://www.aandb.org.uk/Asp/uploadedFiles/File/Future%20Culture/AB_CFOX_040707.pdf., «en el intento de defender que la cultura es clave para el crecimiento económico, las artes han permitido que se las agrupara con un abanico de actividades comerciales y no artísticas bajo el epígrafe de “industrias creativas”». El Ministerio de Cultura español ha promovido un estudio, El valor económico de la cultura en España, en el que se incluyen los siguientes sectores: patrimonio, archivos y bibliotecas, libros y prensa, artes plásticas, artes escénicas, audiovisual y multimedia (cine y vídeo; música grabada; televisión y radio). En algún momento se incluyó también el software informático. Se hinchan así las cifras de empleo, de exportaciones y de beneficios de las artes propiamente dichas. «Este truco de magia trata de sugerir que las artes son crea­doras de riqueza y que no necesitan subsidios».

 

¿UNA SOCIEDAD CIVIL INDEPENDIENTE?
 

Los defensores de la «privatización cultural» alegan que la sociedad civil ha de encontrar espacio para participar en las políticas culturales, y no sólo financiando acontecimientos. Desde luego. Es una de las asignaturas pendientes que tenemos, y está abordándose ya. Aunque la instrumentalización política está a la orden del día, cada vez se oyen más protestas contra los desmanes, las decisiones arbitrarias, las actitudes poco democráticas, de manera que –esperemos– en poco tiempo los gobernantes tendrán que ir con más cuidado y ser más respetuosos. Los ciudadanos han de ser escuchados por quienes toman las decisiones y manejan los fondos públicos: tanto los profesionales que producen, difunden y gestionan las artes como los públicos a los que se dirigen. Los órganos de decisión en instituciones culturales deben dar cabida a esos profesionales, a las asociaciones y grupos más interesados en su óptimo funcionamiento. Para eso se crearon los patronatos. Pero, hasta ahora, sus asientos se ofrecían preferentemente a los representantes de las empresas benefactoras. El Museo Nacional de Arte de Cataluña, como otros, promete abiertamente en su página web sobre patrocinio y mecenazgo la «participación en los órganos de gobierno del museo». Los empresarios son parte de la sociedad civil, no lo podemos negar, pero, ¿la representan en su conjunto? Algunos museos hacen lo que pueden para diferenciar patronato y financiación. Decía Miguel Zugaza en una entrevista publicada cuando se debatía el nuevo estatuto jurídico del Museo del PradoJesús García Calero, «Miguel Zugaza: “Vamos a cambiar la cultura del mecenazgo en España”», ABC, 28 de septiembre de 2003. que el «marco de relación del museo con entidades privadas se ha construido desde un punto de vista en el que el museo impone una serie de prioridades, entre las que el patrocinador elige. El Prado no delega esa principal función. Y este programa también permite espantar el miedo a que los puestos del patronato fueran ocupados por el mundo empresarial». Una postura irreprochable, pero se mantiene el cortejo a los grandes directivos: el nombramiento de Plácido Arango –aunque reúna reconocidos méritos– como nuevo presidente del patronato así lo hace pensar.

Afortunadamente, hay signos de cambio. La renovación del patronato del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en el que han entrado de golpe seis expertos en arte contemporáneo, y que se enmarca en la progresiva aplicación del Código de Buenas Prácticas que el Ministerio de Cultura acordó con las asociaciones del sector artístico, demuestra que es posible, si no un giro, sí ciertas medidas compensatorias en el proceso. A partir de ahora debemos confiar en que funcione el efecto dominó y se produzcan movimientos parecidos en otros museos.

Las empresas lo tienen fácil para participar, si lo desean, en la vida cultural de una ciudad: tienen la posibilidad de crear centros propios, grandes o pequeños. Durante muchos años, el papel de determinadas cajas de ahorro españolas, que han dedicado cuantiosos recursos a su obra social, ha sido importantísimo. Las salas de exposiciones de la Fundación ”la Caixa”, o de la propia Caja Madrid, que triunfa con La Casa Encendida, de la Fundación Juan March o, menos veterana, de la Fundación Telefónica, entre otras, han actuado como eficaces intermediarios en el acercamiento a la creación de los ciudadanos. Con sus propios programas, sus intereses y su dinero. Aquí, el «gasto fiscal» público no es en absoluto de lamentar. Sobre todo cuando se cubren carencias en las programaciones públicas, o se lleva la cultura a poblaciones con menores dotaciones culturales. Y, a pesar de que algunos centros funcionan muy bien, o de que se anuncian aperturas como la de KREA, de Caja Vital en Vitoria, hay signos de una involución de ese modelo. El BBVA y el Santander, por ejemplo, tuvieron salas de exposiciones en Madrid que cerraron hace tiempo, aunque continúan con sus operaciones de patrocinio y mecenazgo. ¿En qué sentidos puede ser más rentable colaborar con las instituciones públicas?

Retomemos la información sobre la concentración del patrocinio y el mecenazgo en un limitado conjunto de organizaciones o instituciones culturales. Ligado –y este es otro tema trascendental que habría que tratar separadamente– al «consumo cultural», a la cultura como ocio. Co­mo decíamos, por lo general, y con honrosas excepciones, las grandes empresas no apoyan los proyectos creativos, las infraestructuras de base, sino los grandes acontecimientos pergeñados por las distintas administraciones y los centros públicos que pueden servir de gran escenario. Finalmente, las empresas patrocinan a los gobiernos.

Claro que es posible que los acuerdos concretos funcionen muy bien, que beneficien a los centros de arte y que sean intachables desde un punto de vista ético. La cuestión es que siempre resultará más «higiénica» la perfecta delimitación de lo público y lo privado. Y, si ha de producirse la confluencia, es esencial la mayor transparencia en tres conceptos: monto de la operación, objetivos de los participantes en el acuerdo y contraprestaciones que se ofrecen al patrocinador. En cualquier caso, opino que el modelo ideal de operatividad es el de la complementariedad de instituciones públicas y privadas. Por un lado, instituciones públicas financiadas enteramente por las administraciones, que les otorguen total autonomía y eviten toda injerencia política, asegurando la participación de los sectores interesados y los especialistas en los órganos de gobierno. El dirigismo es evitable cuando se cuenta con una amplia, variada y ágil red de organismos consultivos y gestores, la cual debería estar encabezada por un Consejo Estatal de Artes Visuales, que no ha existido jamás, en paralelo a ese Consejo Estatal de Artes Escénicas, con mesas sectoriales, cuya creación ya ha anunciado César Antonio MolinaEn su comparecencia en el Congreso de los Diputados el 29 de agosto de 2007.. Por otro, instituciones privadas que puedan actuar libremente, con beneficios fiscales tan generosos como los que se concedan a los «eventos de especial interés público», para acrecentar y diversificar la oferta cultural. O incluso para oponerse a la versión pública de la misma. Un sector privado que no sea sólo empresarial y expositivo, y en buena parte orientado a sustentar económicamente esa cultura oficial emanada de las administraciones, sino que se abra a espacios gestionados por artistas, centros de recursos, más proyectos educativos o plataformas para el estudio y la investigación.

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