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El crítico como lugarteniente

LA PREVIA MUERTE DEL LUGARTENIENTE ALOOF

Álvaro Pombo

Anagrama, Barcelona

180 pp.

16 €

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Tal vez, como quería Theodor Adorno, el artista sea «lugarteniente del sujeto social y total». Si ése fuera el caso, el crítico literario no podrá ser otra cosa que el ayudante de ese lugarteniente. La novela de Álvaro Pombo, La previa muerte del lugarteniente Aloof, la constituyen dos relatos paralelos: el de un narratólogo, que comenta un texto, y el del propio texto, que se desarrolla como una novela de aventuras. Plantea esta obra el problema de las relaciones entre el arte y su crítica; plantea también, de forma abstracta, el problema de la literatura o del relato, el de la relación entre el arte o la literatura y la vida, el de la historia y la verdad, el problema de la crítica y la autocrítica, el de la realidad y la ficción. En fin, que, aunque pudiera parecer sólo un libro de aventuras, sin necesidad de otras hermenéuticas que las adecuadas para describir el narcisismo pequeñoburgués pesimista en el que se resume el heroísmo en el mundo contemporáneo, se trata de una obra en la que el interés por el modo de la narración y el mundo que propician esos modos envuelve lo narrado y convierte esto en algo acaso secundario.

En esta novela se interpone entre el lector y lo ocurrido la propia modalidad de la narración, los recuerdos del narrador en primera persona, es decir, del lugarteniente Aloof, y los comentarios del narratólogo, quien dictamina sobre la pieza que lee, codo con codo, con el propio lector de la novela. Pero estos dos planos tienen un punto de encuentro, al que se llega desde el lugar de partida en que el narratólogo y la obra que analiza dependen ambos de la única voluntad del autor. Una frase como la que dedica el narratólogo a evaluar los méritos relativos del lugarteniente Aloof («debo, sí, reconocerle al personaje cierto rigor verbal y un como subtono de noble desesperación», p. 25), mueve al lector a preguntarse por la circularidad de un juicio que proviene de una materia que hace uno en su origen (y común a la única instancia autorial) lo narrado y la opinión sobre lo narrado. Como si bruscamente convergieran en un único punto de vista los diferentes ángulos desde los que se miran las escenas que transcurren ante los ojos del lector, así, en esta obra, el lector, los varios personajes, el crítico, el autor, son todos ellos convocados en una suerte de escenario caleidoscópico en el que se encuentran brevemente, para cambiar al momento siguiente, estableciendo nuevas relaciones entre sí. El círculo que encierra los cambiantes escenarios lo mueve el autor, un único autor que se descompone en diferentes planos, a su conveniencia, en el transcurso del relato, de los relatos. En este juego de miradas cruzadas, el modo de la narración, el solapamiento de los diferentes puntos de vista, crea cierta inestabilidad que afecta a la propia materia narrativa. Si el narratólogo jubilado (afortunadamente, por cierto, pues es un personaje algo más jubilado que narratólogo) hubiera tenido otra profesión (médico, abogado o arqueólogo), el análisis del texto en cuya lectura acompaña al lector, habría sido, sin duda, diferente. Aun así, siendo narratólogo, ha ahorrado al lector dar vueltas a los narremas o a los algoritmos narrativos y se ha concentrado en algo más sencillo, pero más interesante para los lectores comunes: la necesidad humana de narrar y su relación con la vida misma.

Gradualmente, van apareciendo en la novela síntomas y más que síntomas de que lo narrado es, sencillamente, un pretexto para hacer averiguaciones sobre la forma en que lo narrado se incorpora a la vida, bien como recuerdo, bien como experiencia apropiada para llevarla a la vida de cada lector a través de la lectura. La literatura, para el narratólogo, es, ciertamente, algo interior. «Mi vida en cierto modo carece de exterior» (p. 14). Pero, precisamente, la novela de aventuras es todo exterioridad pura y, por lo tanto, es algo más directa, íntima y está violentamente en contacto con la vida. El propio género de novela de aventuras le es antipático al narratólogo: «Debo reconocer que mi interés por los relatos de aventuras no es muy grande» (p. 24). Cierta impaciencia con lo narrado lleva al narratólogo a buscar aquello que en el subtono de noble desesperación del lugarteniente pudiera hacerle pensar «que me esperarán páginas mejores, con menos batallitas y más penas del alma, con más interior y menos exterior, porque nada hay fuera y todos sabemos que ya no hay aventuras» (p. 25). El narratólogo propone al lector dos caminos: averiguar algo sobre el autor de las páginas y buscar, en las propias páginas de las aventuras de Aloof, la clave de sus inquietudes, esa fuerza desencadenante que hizo de su propia biografía materia para explicar y explicarse su propia vida. Al final, el autor se complace en buscar y hallar ese interior respecto del cual todo lo ocurrido es un pretexto. No es ya impaciencia con la literatura de aventuras. A lo largo de la novela, lo que busca la luz de la comprensión es lo insatisfactorio de la vida misma convertida en literatura. «¿Qué impulso obturado le retuvo en esa entreplanta sin luz, leyendo y escribiendo en su despacho con luz artificial mañana y tarde?» (pp. 74-75). No se sabe muy bien si el narratólogo dictamina sobre un caso concreto o si está hablando de un estado general de la sociedad culta. En pocas palabras, no se sabe si el autor habla de sí mismo o acaso de los lectores de esta obra.

La literatura tiene sus límites, incluso para un narratólogo que, a pesar de su profesión, siempre ha buscado, sin hallarlo, se supone, en la literatura y en la vida, «un semejante» (p. 25). Cuando, por fin, tras toda una vida de búsqueda, ya jubilado, cree el narratólogo estar a punto de hallar a ese semejante, he aquí que faltan páginas en el relato, faltan precisamente las páginas que custodiaban las revelaciones más importantes. Las experiencias humanas determinantes parecen demasiado valiosas como para confiarlas a las páginas de un diario o de una novela. La literatura es el lugar de la lugartenencia. Aloof, para lo que es importante en la vida, murió mucho antes de casarse, casi antes de ser militar, antes de convertirse en escritor, antes de morir su propia muerte. De Aloof sólo llegan a las páginas de la novela lo que es secundario, lo exterior de su biografía, sus aventuras, sus datos biográficos, las palabras que «vuelan desaladas sin asidero alguno» (p. 69). Ese agujero negro de la experiencia, de cuyo campo gravitatorio ninguna partícula material se escapa, resulta que ocurre fuera de la novela, en esas páginas arrancadas respecto de las cuales todo lo demás es literatura o es vida hipócrita. La novela, a decir verdad, plantea muchas interrogaciones, pero entre ellas alcanza cierta eminencia una pregunta doble: ¿cuál es mayor aventura? ¿Leer o participar en una aventura en el mundo real?

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Ficha técnica

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