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La política del movimiento social

El impacto político de los movimientos sociales. Un estudio de la protesta ambiental en España

Manuel Jiménez Sánchez

Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid

268 pp.

10 €

El poder de la calle. Ensayos sobre acción colectiva

Jesús Casquete

Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid

216 pp.

18 €

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«Los movimientos sociales han irrumpido en nuestras sociedades con el ánimo de quedarse», señala con acierto Jesús Casquete en uno de sus ensayos. Por la frecuencia con que sucede, la intensidad en su desarrollo y la influencia política alcanzada en las relaciones sociales contemporáneas, pocos fenómenos sociales como el movimiento social han adquirido una dimensión tan relevante en la Europa del siglo xx. Conforme avanzó el último siglo, de forma paralela a las guerras, las revoluciones y los procesos de democratización, la política del movimiento social obtuvo una notable legitimidad política y aumentó de manera notable la atención de cualquier tipo de autoridad hacia su práctica, al temerla, regularla e, incluso, «vampirizarla». Algunos analistas hablan además de la existencia de «sociedades de movimientos» en la Europa actual para referirse a la constante movilización «discontinua» desplegada por diferentes grupos sociales con el fin de llamar la atención sobre una diversidad de conflictos, demandas e identidades colectivas.

De manera simultánea al incremento de la importancia política del movimiento social, su estudio se extendió desde los años setenta, convirtiéndose en un amplio campo de análisis especializado en los medios universitarios. Con cierto retraso, desde hace diez años también sucedió en la universidad española. Una ilustración del empaque de la investigación sobre la acción colectiva en España son los libros de Jesús Casquete y Manuel Jiménez Sánchez, dos referencias imprescindibles para el estudio de la política del movimiento social, al permitirnos conocer mejor las experiencias sociales que estudian e incorporar una metodología novedosa.

Después de haber publicado en 1998 la reflexión más completa sobre el estado de la cuestión en castellano, Jesús Casquete nos presenta ahora una colección de siete ensayos sobre varios temas de acción colectiva, entre los que destaca la vinculación del movimiento social con la democracia, el debate sobre los «viejos» y «nuevos» movimientos sociales y, con profundidad, los significados de diversas movilizaciones de los seguidores del nacionalismo vasco radical. A través del estudio del movimiento antimilitarista, las manifestaciones abertzales y los rituales fúnebres conmemorativos del llamado Movimiento Vasco de Liberación Nacional, Jesús Casquete nos deja ver cómo se crea, en qué consiste y para qué se logra «el poder de la calle» en el País Vasco.

En la publicación, que parte de su tesis doctoral de 2002, Manuel Jiménez aborda la trayectoria de la protesta ambiental y del movimiento ecologista en la España de los años noventa. En el estudio más completo existente en España sobre el ecologismo, que incluye el análisis de las organizaciones, las demandas, las políticas ambientales de los distintos gobiernos y los contextos políticos en que se desarrollan, Manuel Jiménez explica el impacto político de la presión ecologista, tanto a través de la movilización en la calle como por medio de los cauces institucionales. En el libro, sin embargo, se echa de menos un índice temático.

Los dos trabajos comparten la preocupación no sólo por desentrañar ese complejo mundo de la protesta y la acción colectiva, sino algunos enfoques y la metodología para su estudio. Tanto Casquete como Jiménez parten con buen juicio de la investigación del conflicto y la movilización para abordar el análisis de los significados y repercusiones, algo que se olvida con frecuencia en los estudios de la protesta. Si algo distingue a la acción colectiva –y al movimiento social en particular– de otras formas de hacer política, es, por un lado, su carácter conflictivo, tanto en origen –la movilización es el símbolo más importante del conflicto– como en sus consecuencias. Así, la acción colectiva sin «acción», el movimiento social sin despliegue de movilización, no sería ni una cosa ni la otra. Casquete y Jiménez nos presentan de manera diferente, y con un detalle digno de agradecer, manifestaciones, concentraciones y una amplia gama de «eventos de protesta» para ser analizados con posterioridad. «El poder de la calle» consiste en eso, en movilizar partidarios en distintos despliegues que otorgan sentido a los conflictos, a sus protagonistas, en una relación por lo general de carácter improvisado, discontinuo, llena de interferencias, que hacen de la movilización algo muy complicado y difícil de llevar a cabo. Y, por otro lado, presentar movilizaciones permite circunscribir el análisis ni más ni menos que a lo que hacen los protagonistas, sin desviarse hacia programas, presupuestos ideo­lógicos, intenciones, etc., que pertenecen a otros campos de estudio.

Para realizar su trabajo, ambos autores comparten, asimismo, un enfoque revisado de proceso político, al aprovechar el caudal inmenso de posibilidades de las oportunidades políticas, una variable situada en el mismo centro de la relación entre desafiantes, adversarios, autoridades, conflictos y movilizaciones. En El poder de la calle se tiene en cuenta el nacionalismo como la enorme oportunidad aprovechada por los desafiantes vascos, es decir, la división política que actúa como eje de los principales conflictos sociales en Euskadi. En el caso del movimiento ecologista, las principales oportunidades aprovechadas por las organizaciones consistieron en el crecimiento de la administración autonómica del Estado español y la legislación europea sobre medio ambiente, que los distintos gobiernos procuraban ignorar.

Como buenos sociólogos, sin embargo, los dos autores no se conforman con utilizar esta perspectiva de las oportunidades políticas, sino que la revisan y completan al realizar su propia aportación a la sociología de la acción colectiva. Además de incluir el mejor texto publicado en cualquier idioma sobre el debate acerca de los «viejos» y «nuevos» movimientos sociales, al haber elegido excelentes ámbitos de comparación entre unos y otros, e ilustrarlos con experiencias de los dos últimos siglos, Jesús Casquete plantea la movilización nacionalista radical en forma de ritual. Tanto las manifestaciones como las conmemoraciones fúnebres son desplegadas por los nacionalistas radicales con un carácter simbólico, estandarizado y repetitivo que facilita la reproducción de la nación «imaginada» vasca de manera periódica. Es posible que el autor vincule con cierta alegría toda movilización –ya sea del repertorio tradicional o del nuevo– a ritual, pero sin duda llama la atención de forma estimulante sobre los propósitos de los convocantes, los símbolos desplegados y el significado de las movilizaciones, en este caso de comunidades inciviles –en plural, porque incluye las iniciativas del Partido Nacional Democrático Alemán– con una identidad colectiva, en palabras del autor, «excesiva».

Manuel Jiménez discute el carácter demasiado estructural del enfoque de las oportunidades políticas y, en primer lugar, asigna con acierto el papel de «hacedor» de oportunidades a las propias organizaciones ecologistas, en este caso, con respecto a la aplicación de la legislación europea ignorada por distintos gobiernos socialistas y, en segundo lugar, subraya la interacción de las oportunidades con el distinto carácter de las demandas ambientales y los principales rasgos de las organizaciones ecologistas, sobre todo en su capacidad para servirse del enfrentamiento con el fin de obtener reconocimiento para negociar y lograr acuerdos. Si acaso se echa en falta una mínima descripción de una identidad colectiva prometida como relevante para el estudio. Aun así, la in­terac­ción de distintas variables permite al autor valorar la incidencia de la presión ecologista de carácter creciente y de­si­gual en el tiempo y en los temas ambientales, dependiente de las coyunturas, del grado de apertura de la administración, con relación a la creación de conflicto, la naturaleza de las demandas y el grado de coordinación de las organizaciones y movilizaciones ecologistas. Unas conclusiones que casan bastante bien con la complejidad del tema.

Ambos libros también comparten una preocupación por el sentido y, en concreto, los resultados de la acción colectiva, algo infrecuente en los estudios sobre los movimientos sociales. Jesús Casquete cuestiona una visión en exceso instrumental de la movilización, al afirmar que no toda acción se dirige a plantear conflictos a las autoridades ni a formar y reformar la opinión pública. Los casos que ilustran los argumentos de El poder de la calle apuntan, en cambio, al estudio de la formación de identidad del propio grupo movilizado. El significado de las movilizaciones nacionalistas radicales, según el autor, se concentraría en cohesionar al grupo, dotarlo de una configuración deseada y hacer realidad lo que, sin movilización, sólo sería una nación imaginada. Seguro que la movilización produce recursos –de ahí su éxito– para imaginarse la nación, pero es del todo imposible hacerla realidad, porque son sólo una minoría de los habitantes del País Vasco los que participan en la acción. No encuentro, además, incompatibilidad entre un sentido de cohesión –hacia dentro– y conflictivo –hacia las autoridades o la opinión pública–, ya que se trata de movilizaciones de una identidad colectiva en este caso bien transgresora.

Manuel Jiménez resalta un sentido del movimiento social por encima de cualquier otro: el de dirigirse sus protagonistas y sus acciones a las autoridades en exclusiva. El movimiento tendrá éxito –«impacto» en el lenguaje del autor– si los gobiernos reconocen como interlocutores a los representantes del movimiento y negocian con ellos las políticas públicas. En los casos que estudian los dos autores, la acción colectiva ha tenido una influencia social y política muy notable. El movimiento ecologista ha sido reconocido como un interlocutor legítimo del interés ambiental y ha obtenido relevancia pública en los años noventa. El nacionalismo vasco radical mantiene un alto índice de cohesión interna gracias al carácter ritual y la frecuencia de las movilizaciones convocadas, a la vez que mantiene un pulso con el gobierno español y las instituciones vascas.

Los dos autores comparten, por último, un concepto de movimiento social mayoritario entre los analistas. Lo entienden como un sujeto social, un actor «que actúa» –los movimientos sociales actúan como cualquier otra organización o grupo– en política. Recogiendo una concepción establecida en las universidades europeas, para Jesús Casquete y Manuel Jiménez los movimientos sociales son redes –agrupaciones informales alternativas a partidos políticos y grupos de interés– compuestas por grupos e individuos que intervienen en el cambio social. Al asumir esta concepción, muchos analistas –y nuestros dos autores entre ellos– adoptan la misma posición que la que poseen los militantes de las organizaciones que estudian. Idealizan el movimiento social, al enfatizar en él la ausencia de los defectos presentes en los partidos políticos y en los grupos de presión, entre los que destacan el burocratismo, la búsqueda del privilegio y el propósito de hallar una representación permanente en las instituciones desligándose de su base social y de las demandas que defendieron en un principio. En su lugar, los movimientos sociales serían democráticos, alternativos, independientes de todo interés sectario, cuyo objetivo siempre consistiría en el impulso de cambios sociales de envergadura que habrán de modificar realmente las relaciones sociales.

Si bien Jesús Casquete sostiene esta concepción reificada del movimiento social en todos sus ensayos, en la introducción al libro presenta, sin embargo, referencias de lo que podría ser otra posibilidad de contemplar el movimiento social como una forma de hacer política, una forma de acción colectiva distinta de otras, con independencia de quién o quiénes la realizan y el carácter de las demandas expuestas. Los movimientos sociales no hacen política, la política es la del movimiento social, distinta de la política institucional, parlamentaria, electoral, gubernamental o administrativa. El mismo autor de El poder de la calle nos indica ese camino cuando afirma que una característica esencial de los movimientos es el uso prevaleciente de formas no convencionales de participación política, refiriéndose a las no institucionales. En efecto, el movimiento social es una forma de política no convencional sostenida por una o varias organizaciones de muy diferente cariz, recién creadas o bien establecidas, grandes o pequeñas, en solitario o agrupadas en plataformas, con la participación de un número indeterminado de pequeñas redes sociales preexistentes que conectan de manera puntual a las principales organizaciones con distintos grupos sociales.

Frente a esta concepción, Manuel Jiménez prefiere entender el movimiento social como una red de grupos e individuos cuyas demandas son excluidas de las instituciones y presionan a las autoridades para su inclusión. Las formas de presión ejercidas por el movimiento social, según Jiménez, pueden ser convencionales –institucionales– y «disruptivas» (una traducción literal del inglés que puede sustituirse de manera sencilla por «transgresoras»). En su estudio, el autor encontró que el movimiento ecologista –para él, en realidad el conjunto de las organizaciones ecologistas– desplegó tanto acciones institucionales (de orden judicial, en forma de consultas, alegaciones, mociones, refrendos, iniciativas legislativas, participación en consejos asesores de la administración, etc.) como no convencionales (manifestaciones, concentraciones, recogida de firmas) y transgresoras (ocupaciones, bloqueos, robos, agresiones personales, daños a la propiedad, etc.). Su concepción de movimiento social, pues, incluye algunos aspectos que, en realidad, no pertenecen a su actividad esencial: las organizaciones más representativas del ecologismo actúan como verdaderos grupos de presión cerca de las instituciones al utilizar los cauces de participación social brindados por la judicatura y el gobierno. Cuando lo hacen, además, sus demandas dejan de estar excluidas desde el momento en que se negocia su resolución. Al utilizar cauces institucionales e incluir sus demandas en la agenda política de la administración, las organizaciones se institucionalizan –quizá no para siempre– y se convierten en grupos de presión, como los sindicatos, la Iglesia o las organizaciones empresariales. En ese momento no hay política de movimiento social.

Como puede observarse, el concepto de movimiento social es objeto –y seguirá siéndolo– de debate. Pocos fenómenos sociales tienen menos consenso entre sus analistas en lo que respecta a su formulación. Sin embargo, lejos de ser una anomalía o constituir una rémora, la división de pareceres incita al estudio y al crecimiento en el conocimiento –como lo hacen los dos libros comentados– de los significados de la política del movimiento social. 

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