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Arqueologías últimas

En el mar de ánforas

César Antonio Molina

Pre-Textos, Valencia, 208 págs.

Ilustraciones de Antón Patiño

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Bien conocido es para los seguidores de la poesía de César Antonio Molina que desde sus inicios creadores escogió la arqueología como modelo para su exploración poética de la realidad. En su coherente y consciente trayectoria poética, Molina ha hecho de la poesía un instrumento para la reconstrucción de un tiempo no necesariamente pretérito. Épica (1974) surge como «la crónica de los jóvenes luchando contra el poder, contra los viejos», esto es, como figuración de la rebelión antifranquista. En una arqueología de ida y vuelta, César Antonio Molina trae fragmentos y ruinas de antigüedad para interpretar nuestro propio tiempo. En paráfrasis de Patrice de la Tour du Pin: los países que no tienen leyendas están condenados a morir de frío. Así, en su poesía el tiempo queda, más que suspendido, atravesado por la palabra portadora de mitos y de sonoridades ancestrales. Se trata siempre de un tiempo denso, que se refleja en la riqueza de la expresión y en la expansión del poema, que a pesar de su apariencia de totalidad marmórea (sobre todo en La estancia saqueada, 1983), deja siempre al lector con la sensación de que se encuentra ante fragmentos de historia que evocan una historia total.

En el mar de ánforas reconoce, desde su título, la vocación arqueológica, pero en él César Antonio Molina se entrega, probando nuevos caminos expresivos, a una arqueología distinta, pues no se trata ahora de descifrar un tiempo particular, sino de descifrar el tiempo humano en su totalidad, una aspiración que venía anunciando en las inmersiones temporales concretas de su creación anterior. El propio autor alude al término heideggeriano «dasein», lo que nos autoriza a decir que este libro aborda, en definitiva, una arqueología del ser, una arqueología última. La temporalidad, los límites del lenguaje y de la vida recorren este libro existencialista, y mucho más fragmentario (como las ánforas de su título) que ninguno de los suyos. «El destino se libra en la ontoteca», leemos en la página 85, haciendo coincidir la idea de ser y textualidad.

Lo primero que llama la atención es el despojamiento a que se ha sometido al verso. La preferencia de Molina por el verso más amplio y el poema más extenso deja ahora paso a una disposición escueta y leve en que casi vienen a coincidir palabra y verso, en ocasiones sílaba y verso. Esta técnica llevada aquí a su aplicación sistemática había aparecido en algunos poemas de Derivas (1987), como «Lisca Bianca o Nera» y «Saqsaywamán», que curiosamente recoge la imagen de la ropa tendida y las ortigas, que regresan a En el mar de ánforas en forma de cardos. El fin de Finisterre (1988) tendía también a la misma esencialización y fragmentación. El resultado de este adelgazamiento expresivo es que la densidad anterior del verso largo se transfiere ahora a la palabra aislada que queda como imantada de significado entre dos abismos de silencio, una palabra en tensión, a punto de quebrarse.

Puede verse en ello una influencia de la esencialidad del último Valente, pero aquí detectamos un tono más escéptico, y más directo: «sólo se muere una vez» (p. 36).Ya había confesado el autor, a propósito de libros anteriores, que estaban escritos «desde el desencanto hacia la propia poesía como verdad». Ahora las palabras engendran claramente el engaño: «no escuchar / no decir / no seguir / mintiendo» (p. 15), y sólo sirven para huir (p. 198); la poesía se presenta como un extraño del que no se sabe la genealogía (p. 17) y, en definitiva, está compuesta de «palabras errantes» detrás de las que no se detecta presencia alguna (p. 111). Pero no todo va en este sentido. Como reacción interior, se produce una pugna por la repristinización del verbo que, en su desnudez, acabe por recuperar la verdad y la autenticidad del existir, el lenguaje auténtico que reclamaba Heidegger. Si el alemán definía al poeta como «pastor del ser», Molina nos dice que «los poetas / encendemos / lámparas» (p. 63). Esta luz que pretende arrojar el poeta está despojada en gran parte de imágenes, y hecha de renuncia a los recursos poéticos tradicionales. El poeta apuesta por el juego conceptual, por las figuras de pensamiento, la paradoja, el neologismo y, sobre todo, por la cita en latín, que inunda el libro como deseo de fundar un lenguaje originario y sagrado, de forjar una mitología y una leyenda del idioma.Tampoco faltan los arcaísmos y la referencia ancestral, tan querida del poeta: «copa craneal» o «trompeta femoral» (p. 29). En esta línea de repristinización está toda la gama de posibilidades que ofrece la fragmentación del verso para encontrar articulaciones inéditas o hacer que una misma palabra pertenezca a la vez a dos cadenas sintácticas, así como la cantidad de paronomasias que llenan el libro, sin olvidar la vuelta a cierto primitivismo con la traducción de un tópico de la poesía provenzal: «pájaros / dulcemente / en su latín / cantan» (p. 102).

El proceso de esencialización ya se apreciaba en El fin de Finisterre y tiene en Olas en la noche (2001) una vertiente espiritualista. Como en este último libro, los poemas parecen dichos desde ningún lado («en ninguna parte un buen lugar» se afirma), frente a la tendencia anterior a ubicar la voz y el objeto del poema en lugares geográficos y en referencias culturales. El intelectualismo, que siempre ha impregnado la poesía de César Antonio Molina, se ha hecho abstracción, y nos encontramos con que el pensamiento «se piensa a sí mismo». Da la sensación de que no hay mundo debajo de estos contundentes, pero a la vez delicados, poemas, de que hemos despegado y no queda realidad bajo nuestros pies. Sólo en el poema final volvemos a encontrar nombres propios y ubicaciones. Dicho poema, titulado «Balada de amor para engañar a la muerte», en el que los lectores reconocerán el estilo del César Antonio Molina de entregas anteriores, viene a mostrar el reverso de la trama del resto del libro, no sólo por su referencialidad, sino porque aquí se invoca la compañía, el tú, para salvar toda la travesía de muerte y negación que contiene el libro.

Este carácter negativo se aprecia en la aparición continua de partículas negativas, puestas en evidencia por la fragmentación del verso. Así, la niebla se transforma en «ni / e / bla» (p. 127), por poner sólo un ejemplo. Incluso los ángeles pasan de ser seres propicios a apariciones oníricas en vuelo, que nos sitúan en ese territorio antes indicado fuera de todo lugar, y se relacionan con el tema de la caída y la condena a la temporalidad (p. 33). Junto a esta conciencia de la limitación y la mortalidad, late a cada instante: «el deseo duro de durar» (p. 7), lo que nos da un libro lleno de complejas tensiones dialécticas, no sólo en su interior, sino también si lo situamos en la trayectoria total del poeta. Basta recordar las palabras que cerraban su libro anterior, Olas en la noche: «Como Lezama Lima, creo que el poeta es el hombre que ya prepara la resurrección en la poesía, la poesía es el anticipo de la resurrección. El ser no cae al vacío de la nada, no es para la muerte, sino el que vence a lo saturniano». De esta actitud de confianza en el saber y en la palabra poética, que nos permitía, como decía san Pablo, conocer al menos a través de enigmas e imágenes, se pasa en En el mar de ánforas al hundimiento de tal seguridad: ya ni siquiera hay enigmas («el gran secreto es / que no hay secreto», p. 50), las imágenes están quebradas, el espejo se ha roto.Tendremos que esperar al próximo libro de César Antonio Molina para saber si es posible reconstruir los fragmentos.

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Ficha técnica

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