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El pavor cósmico

La Noche

GIORGIO MANGANELLI

Muchnik, Barcelona, 1997

Trad. de Juan Carlos Gentile Vitale

266 págs.

Seda

ALESSANDRO BARICCO

Anagrama, Barcelona, 1997

Trad. de Xavier González Rovira y Carlos Grumpert

128 págs.

Novecientos

ALESSANDRO BARICCO

Editorial Amaranto, Madrid, 1996

Trad. de José Manuel López y Marinella Pigozzi

100 págs.

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En Italia, a lo largo de este siglo, ha habido pocos creadores tan pertinazmente personales y coherentes como esa máquina torrencial, y no puramente contemplativa, del lenguaje que era el desaparecido Giorgio Manganelli (1922-1990). Un nuevo libro aparece ahora traducido a nuestro idioma, La noche, lo cual es siempre una buena noticia. Y de nuevo se tratará de un «trattarello» como Manganelli mismo definía sus difícilmente clasificables artefactos de escritura, desde que en 1964 debutó con su Hilarotragoedia, un tratado grotesco sobre nuestro mundo fundamentalmente irreal e incognoscible, sobre su insignificancia radical y su enmascaramiento incesante. La palabra «trattarello» Manganelli la recuperaba de un escritor barroco, su período preferido, llamado Mario Bettini, y con ello subrayaba ya desde el principio la forma o tratado usada por manieristas y literatos barrocos. Aquel libro al que seguirían muchos más (Nuovo commento, Lunario dell'orfano sannita, Pinocchio: un libro parallelo, Discorso dell'ombra e dello stemma, o su famoso ensayo o credo literario y estético La letteratura come menzogna) inauguraba ya su propia literatura fragmentaria hecha a base de aleaciones y amalgamas continuas de hilaridad y tragedia, de hipótesis y juegos nihilistas, de razonamientos absurdos y engañosos, de curiosidades y angustias metafísicas, de viajes y transcripciones del caos informe del inconsciente, de alucinaciones y fábulas que giraban siempre en torno a un centro inaprensible y que hallaban su cifra más exacta en el vacío en el que se halla dramáticamente suspendido el universo, como en un gran y pavoroso escenario teatral.

Su gusto por las hipótesis de imposible respuesta se resumía ya al final de aquel primer libro, de aquel «manualetto teórico-práctico» como él mismo lo definía: «Respecto a esto, se podría avanzar la siguiente hipótesis:». En otro de sus mejores libros, Tutti gli errori, de 1986, sobre «las infelicidades minuciosas, o sea todo lo que podemos llamar una vida», también recurría a sus acostumbrados autorretratos para presentarlo: «Charloteos geométricos, galimatías pasionales, razonamientos irrazonables…».

A nuestro idioma están traducidos, por la editorial Anagrama, A los dioses ulteriores, A y B, Del infierno y su libro quizá más popular (o más legible) Centuria (1979, Premio Viareggio). Hace un par de años la revista Debats publicó en forma de libro su viaje o ensayo Experimento con la India, que cerraba su ciclo oriental tras su libro Cina ed altri orienti (1974) dedicado a China, Filipinas y Malasia.

Como Carlo Emilio Gadda, como el igualmente inclasificable Guido Ceronetti, Manganelli se cuenta entre las literaturas más originales e insaciablemente experimentales de este siglo en Italia. Experimental no en el sentido degradante e inútil que se le ha querido dar después, sino en el de creación, cuestionamiento y corrosión de estados inmutables literarios tradicionalmente aceptados como tales. Manganelli era un loco del lenguaje y las retóricas provocadoras, y a la vez estaba dotado de una inmensa cultura y de un don de la palabra (escrita y hablada, para los que lo conocimos) que podía, con su fantasía barroca y tenebrosa, reinventar y destrozar continuamente el mundo reconocido por todos en unas cuantas líneas de majestuosa prosa poética, filosofante, moralizante o teologizante, siempre con el escudo de la ironía y la ambigüedad defendiéndolo por detrás. En cada libro, Manganelli proponía todo un universo de hipótesis y variaciones en torno a cualquier cosa. Así lo definió el conocido Pietro Citati, uno de sus más fieles devotos, junto a Roberto Calasso: «Detestaba la línea recta y vagaba, ribeteaba, seguía elipsis y laberintos, daba vueltas en círculo, tocaba de repente el inalcanzable centro, y de nuevo retrocedía una vez más, obedeciendo a instintos opuestos». O lo que es lo mismo: hasta desnudar y ridiculizar sin piedad la verdad, cualquier verdad de cualquier cosa susceptible de ser cierta. Este fue su reino y ese fue el reino de la vanguardia que reclamaba su generación, la misma de Alfredo Giuliani y Eco, del Grupo del 63 o de los autodenominados «I Novissimi», la de las revistas Grammatica y Quindici, de las que él fue una parte indispensable y el baluarte quizá más representativo de todos ellos en el empeño de no cejar en la lucha por liberar a la literatura de ficción (es decir, no poética) del yugo del realismo. Pero detrás de todos ellos estaba el gran Dios, el inigualable Carlo Emilio Gadda y su célebre Pasticciaccio. Para entender la devoción que sentían todos ellos por este sabio ingeniero milanés que en aquellos años de rebeldía había sabido plantarle cara con una obra genial al «monstruo» del neorrealismo (la bestia negra de todos ellos), sólo citar una anécdota de la vida de Manganelli, contada por la crítica y estudiosa Maria Corti. Eran los años sesenta, en Roma. Manganelli había «huido» en Vespa de Milán, a finales de los años cuarenta, dejando allí a su mujer y su única hija. Un día fue a visitarlo de improviso a su ático de Roma el gran maestro Gadda. Manganelli se quedó maravillado por la sorpresa, pero al poco rato sonó otra vez el timbre. Era una joven que se presentó tímidamente como su hija, a la que no veía desde hacía años. Entonces, Manganelli, que tenía a Gadda esperándolo en el salón, le dijo a su hija: «Perdona, querida, pero me temo que tengo que hacerte esperar en la terraza…». Es una anécdota que de por sí vale para definir a este personaje que vivió siempre sus mejores y más brillantes pasiones y locuras dentro de la literatura, sin que una sola línea se escapara fuera de ella.

Siempre provocador, amante de las paradojas («paradógrafo» lo llamó su compañero de vanguardias Alfredo Giuliani) de desobediencias y profanaciones, su sectarismo fue inclemente e intratable, todo un clásico de la intolerancia hacia determinado tipo de literaturas. Era famosa su frase de crítico totalmente parcial: «No lo he leído y no me gusta». Antes de morir, atravesaría por unas de sus etapas literarias más fecundas. Publicó una Antologia personale, sus Improvvisi per macchina di scrivere y Laboriose inezie. Anteriormente había sacado también a la luz un gracioso y como siempre divertido juego irónico titulado Encomio del tiranno (1990), que llevaba por subtítulo «escrito con el único fin de ganar dinero». Pero ahí no acababa la cosa, ya que al morir se comprobó que Manganelli dejaba un auténtico y rico cúmulo de obras inéditas (tres novelas, relatos, libros de viajes, teatro, diarios, epistolarios, ensayos) que inmediatamente pasó al cuidado de Ebe Flamini, su fiel amiga y compañera durante treinta años. Así, se publicaría en 1992 Il presepio o una divagación suya sobre la felicidad navideña entrecruzada indisolublemente de «infelicidad navideña».

Los inéditos (excepto dos de ellos) ahora aparecidos en nuestra lengua fueron escritos entre 1979 y 1989 y estaban destinados a un libro que se llamaría precisamente así, La noche. En él, de nuevo, tendremos, de forma deslumbrante, irreverente, fastuosa y devastadora, algunas de sus mejores, más humorísticas, y también más desesperadas, inspiraciones de teólogo o heresiarca que cree y no cree, que busca angustiosamente un lugar en lo sagrado, sin acabar de decidirse nunca por qué herejía o religión, qué ortodoxia o heterodoxia encaminar sus pasos. Ahí estará el escritor que no se reconoce en la autoría de libros firmados por él, pero también está la nada, la muerte, la descomposición y la infinita noche cósmica que planean sin cesar por toda su obra. Estará también un Diablo que reclama un diálogo negado a un Dios omnipotente que lo ignora y lo reduce a las tinieblas y al silencio. Estarán las patologías universales, los «palimpsestos y grafías» destructoras, inventadas a modo de enfermedades convencionales para los que inevitablemente van a morir. Y sobre todo, estarán los habitantes asustados de la «lóbrega región» llamada «noche sustancial»: ese vientre de la nada, esa noche como «ceguera de Dios», ya que «sólo como ceguera nos es permitido experimentar a Dios y, es más, el mismo creador palpa en el vacío universal con sus innumerables manos en busca de nosotros, que se acuerda de habernos creado, pero que, con la complicidad de la sobrenaturaleza negativa, le somos continuamente sustraídos…».

Alessandro Baricco (Turín, 1958), por su parte, es el triunfador actual que todo lo que toca en su país, Italia, ya sea una emisión de televisión, novelas o escuelas de escritura, lo vuelve, por acto de magia de nuestros tiempos, oro, eso tan deseable por mucha gente. O lo que es lo mismo: superventas. Su llegada a la literatura fue tortuosa, como ya es obligado pedigrí en nuestros días (escritor diversificado en folletos propagandísticos sobre motores de barco, en elegías sobre el «cava» italiano o discursos para candidatos políticos) pero inmediatamente llegaría el éxito, ya desde su primera novela, Castelli di rabbia (Premio Selezione Campiello y Premio Médicis a novela extranjera en Francia). Luego vendría la televisión y una segunda novela, Oceano mare, con nuevas, acrecentadas superventas. Pero el auténtico delirio o baño de masas tendría lugar (baño extendido a países entusiastas como Francia) con Seda, una pequeña fábula orientalista y minimalista, de gestos suspendidos y palabras economizadas, aérea, leve y de teatro n¯o, de ensimismamiento trascendental, sin llegar nunca al arrebato, que provocaría pasiones encendidas, como siempre en estos casos, de carácter positivo y negativo. He de decir que me cuento entre las segundas. Esta historia frágil y condensada de amor sublime, de viajes siempre iguales y guerras intuidas, no me ha parecido directamente molesta ni especialmente irritante (aunque hay momentos que lo roza) pero tampoco he logrado ver ni palpar de cerca la pretendida profundidad, inexpresibilidad y estupor enigmático de sus sobreentendidos espirituales, pasionales, sabios y poéticos. Algo más de interés, sin embargo, quizá porque es menos pretenciosa y menos secretamente grandilocuente, creo que tiene su semifantasía teatral de principios de siglo, titulada Novecientos. En torno a un pianista de jazz, jamás escuchado, se hace un privado homenaje a los largos viajes trasatlánticos, a la epopeya del descubrimiento para muchos de América en este siglo, y a los Titanics que arrastraban por alta mar sueños de tierras de promisión y que hacían cohabitar temporalmente a millonarios y emigrantes de la Europa empobrecida.

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