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La novela nacional

EL CORAZÓN HELADO

Almudena Grandes

Tusquets, Barcelona

936 pp.

25 €

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En los años noventa, Tom Wolfe revolucionaba la literatura estadounidense al publicar unas novelas (La hoguera de las vanidades y después Todo un hombre) que apestaban –¡oh, cielos!– a best sellers. Es decir, el pope del «nuevo periodismo» (recuérdese Ponche de ácido lisérgico) se atrevía a publicar una novela en el estilo del más rancio realismo decimonónico. Con ello, parecía hacer añicos no sólo su carrera literaria sino la propia posmodernidad en que se inscribía su «nuevo periodismo». Es decir, su Hoguera de las vanidades no sólo representaba una demolición de su obra anterior, sino la de aquellos autores –Donald Barthelme, John Barth, Thomas Pynchon– que todos considerábamos la esencia misma de la posmodernidad en Estados Unidos. La violenta ruptura de Wolfe con la tradición posmoderna se debía, sin duda, a la percepción de que ésta le había conducido a un callejón sin salida, es decir, a un divorcio total y absoluto entre escritor y público lector. Era preciso, por muy arriesgado que fuera el ejercicio, volver a los orígenes mismos de la novela, a la tradición realista del siglo XIX que convirtió a la novela en el género literario por excelencia. Pero no se trataba sólo de escribir un best seller, sino de escribir una novela que aquí vamos a llamar «nacional», una novela que incidiera directamente en las grandes cuestiones nacionales de Estados Unidos: el capitalismo salvaje de Wall Street (La hoguera de las vanidades), el norte y el sur del país (Todo un hombre), o la universidad como una de las grandes instituciones estadounidenses (Yo soy Charlotte Simmons).
 

Mutatis mutandis, algo parecido ha ocurrido con la obra de Almudena Grandes. Su transición fue mucho más gradual que la de Wolfe, y ya a partir de Malena se observa una querencia hacia las formas y maneras de la novela decimonónica. En cualquier caso, es francamente difícil reconocer en este Corazón helado de hoy a la misma autora de Las edades de Lulú de hace veinte años. Tal como le ocurre a Wolfe, Almudena no tiene empacho alguno en reconocer a Galdós como su gran maestro de hoy, como si la novela, en lugar de mirar hacia delante, fuera, como los cangrejos, hacia atrás. De un plumazo, quedan prescritas no ya las tendencias posmodernas sino la modernidad misma, regresando a la era cavernícola –literariamente hablando– de don Benito Pérez Galdós.

Lo primero que asombra de la última novela de Almudena Grandes es su propia estructura, el edificio mismo que ha levantado, la densa urdimbre de su forma.

La novela de Almudena comienza con un entierro, el de Julio Carrión González, empresario y hombre de negocios de Madrid, que muere en Torrelodones en la primavera de 2007. Desde este rigurosísimo presente, desde el momento mismo del entierro de su padre, sus hijos se ven abocados a contestar a una pregunta crucial: ¿deben enterrar o desenterrar a don Julio, es decir, deben enterrarle y dejar que su persona –y su memoria– descansen en paz, o bien deben, valga la paradoja, al enterrarlo desen­terrarlo, aprovechar su ausencia para indagar sobre su verdadera existencia, intentar llenar todas las lagunas que tienen sobre su larga vida? Si estaba con la República durante la Guerra Civil, ¿cómo es que, poco tiempo después de acabada la guerra, marchaba a Rusia con la División Azul? ¿Y cómo es que no regresó a España al acabar la contienda europea y pasó varios años en París? ¿En calidad de exiliado republicano o de infiltrado franquista? Y al regresar a España a finales de los cuarenta sin dinero en el bolsillo, ¿cómo se las ingenió para levantar, en unos pocos años, un emporio que lo convertiría en uno de los empresarios más conocidos del Madrid de la posguerra? Más concretamente, ¿cuál fue exactamente la naturaleza de sus contactos con el gobierno de Franco que le permitieron prosperar desde la nada en tan poco tiempo?

Julio Carrión es el eje central de la novela, y su turbulenta existencia arrastra sin remedio a todas las personas que lo rodean. Una guerra forja héroes con la misma facilidad que forja alimañas, es decir, personas que aprenden a sobrevivir a cualquier precio. Lo que Julio Carrión aprendió de la guerra fue, esencialmente, a aprovecharse de ella. Incluso aprendió, en una audaz vuelta de tuerca, a aprovecharse de los que ya se habían aprovechado de ella. Si los vencedores de la contienda se habían apropiado, ilegalmente, de las tierras de sus familiares vencidos y desterrados, él podía ahora, con la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 en la mano, apropiarse de todas aquellas propiedades que ya habían caído en manos de familiares desaprensivos. Con esta ley, y con la inapreciable ayuda de funcionarios del Registro de la Propiedad, Julio consigue, en una suerte de carambola doble, hacerse con unas propiedades que nunca habían pertenecido a su familia, de origen muy humilde. La novela de Almudena se convierte así en «romance de lobos», en «comedia bárbara», en un «esperpento» de la guerra misma escenificado años después de que la guerra hubiera concluido. La guerra continuaba –de forma soterrada– en el seno de cada familia, cuyos miembros no dudaban en despedazarse para conseguir apropiarse de los bienes que los miembros «desterrados» dejaban tras de sí.

Si la «escenificación» de la novela puede recordarnos en ocasiones a Valle, el concepto de novela «integral» nos remite necesariamente a Galdós, como ya se ha señalado. Y es galdosiana la obra no sólo en su estructura sino en lo que Hazel Gold llama su «imperativo moral». Galdós no escribía para imitar la realidad social o para describirla, sino para dotarla de un «imperativo moral», es decir, de un sentido o significado último que la trascendiera. Almudena Grandes no nos habla sólo de una guerra civil cuyas consecuencias últimas llegan hasta nuestros días, sino que nos sitúa de lleno –como lo habría hecho Galdós– en la «cuestión nacional», en el debate sobre la Ley de la Memoria Histórica que ahora nos ocupa a los españoles. ¿Qué es la obra de Galdós sino una constante apelación a la memoria histórica de los españoles, especialmente en sus Episodios Nacionales? Pero es que incluso cuando Galdós sitúa sus obras en la más rigurosa contemporaneidad, no hace sino plantear las grandes cuestiones de su tiempo desde su propio «imperativo moral», que puede ser la libertad religiosa en Gloria, la España liberal en Doña Perfecta, un incipiente feminismo en Tristana, etc.

La obra de Almudena Grandes es –como lo fueron en su tiempo las de Galdós– una apelación a la memoria histórica de los españoles desde el propio «imperativo moral» de la escritora. No es difícil averiguar quién le proporciona a Almudena el «imperativo moral» que precisaba para comenzar a escribir esta obra. Basta con leer el título para saber que la novela de Almudena es un homenaje a Antonio Machado; más aún, es la continuación del poema de las dos Españas que el autor, de alguna manera, dejó inconcluso.

Han tenido que pasar cien años para que un autor español escriba una novela con la misma ambición que aquellos autores decimonónicos, con el mismo afán totalizador, es decir, con la idea única y exclusiva de definir lo que es España, aunque el retrato final sea el de una España escindida en dos. Almudena Grandes ha tenido que retomar el discurso y las formas de la novela decimonónica, porque sólo con aquella retórica puede abarcarse lo que es un país. Podemos objetar que Wolfe es mejor novelista, ya que logra insuflar una vida a sus personajes que los de Almudena Grandes a veces no poseen. Baste recordar que los críticos han contabilizado hasta veinte diferentes argots neoyorquinos en La hoguera de las vanidades y que Wolfe es un maestro en el discurso irónico que da vida a los personajes de sus novelas. No son estas, precisamente, las virtudes de la narrativa de Grandes. Pero ambos están embarcados en un mismo proyecto literario: el de crear una novela nacional, es decir, el de re­plan­tear, en el terreno de la ficción, las señas de identidad de sus propios países. Quizás haya sido la llegada del nuevo milenio la que ha despertado en estos dos autores, por otra parte tan distintos, estas mismas ansias de totalidad, esta ambición sin límites, este volver a sentirse dioses de su propia creación, como se sentían los novelistas hace más de cien años. 

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