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Neurocultura. ¿Una nueva cultura?

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«Los hombres juzgan las cosas según la disposición de su cerebro».
SPINOZA, Ética
 

Para el año 2050 se estima, a juzgar por las tendencias demográficas y los datos económicos, que la Tierra pueda alcanzar una población de nueve mil millones de seres humanos y que la pobreza extrema, en general, se reducirá de una manera significativa. Y es posible, según los expertos, que para ese mismo año la población china pueda llegar a los mil seiscientos millones y disfrute, además, de una riqueza similar a la del ciudadano medio de hoy en Suiza. Frente a esto, o tal vez como resultado de esto, se prevé que en ese año 2050 exista un deterioro del medio ambiente en un punto de no retorno, con un calentamiento global del planeta que afectará de modo deletéreo y significativo a los bancos de pesca oceánicos y los bosques. De hecho, en el momento actual la producción de dióxido de carbono (CO2) es ya casi tres veces más alta que la capacidad de absorción que tienen los mares y la tierra. Precisamente, ante la convergencia de estos acontecimientos y predicciones, muchos pensadores –de disciplinas diferentes– indican que nuestra humanidad debe entrar en una reflexión madura con la que alcanzar una recomposición de esa situación, ya que de lo contrario el proceso continuará acelerándose, sobreviniendo con ello un declive irreparable de nuestra civilización.

Edward Wilson, en su último libro, El futuro de la vida, se preguntaba: ¿cuál es la mejor manera de cambiar a una cultura de permanencia, que sostenga tanto la vida de nosotros mismos como de la bioesfera? Y continúa afirmando: «Tendemos, de modo innato, a ignorar cualquier cosa muy lejana, y menos si se requiere que ésta sea examinada cuidadosamente. ¿Por qué actuamos con esa cortedad de miras? La razón es bastante simple: la gente obedece a códigos de conducta muy sólidamente anclados en lo más profundo de nuestro cerebro paleolítico». Estas reflexiones hacen que nos preguntemos si no es en nuestro cerebro y su funcionamiento donde debemos buscar, y eventualmente encontrar, las respuestas que andamos buscando, pues, ¿acaso la conducta del hombre, su pensamiento y sus emociones y con ello la sucesión de las diversas culturas no han sido creadas a través de su cerebro?

La neurociencia, de modo cada vez más acelerado, está aportando una nueva visión del hombre y del mundo que lo rodea y, con ello, creando –quizás es pronto para saberlo– un nuevo ciclo de cultura. La clave de ese ciclo es el mismo hombre y su cerebro y el reconocimiento de que su existencia procede de un largo proceso de azar y reajustes. La neurociencia está desentrañando, a la luz de la evolución, los mecanismos que elaboran el funcionamiento del cerebro y llegando así a conocer cómo éste percibe y «construye» la realidad que nos rodea. Nada hay más cerca del epicentro de los descubrimientos que está haciendo la neurociencia actual que aquello que dijo Ortega: «El pensamiento humano no descubre el universo, sino que lo construye». Y es que, efectivamente, nuestro cerebro es, a su vez, creador y espejo de todo cuanto sucede. Nada ocurre ni nada existe en la esfera intelectual y social que no haya sido filtrado y construido por el cerebro, sea la percepción de un hermoso prado, la elaboración de una compleja formulación matemática o el logro de un excelso razonamiento moral. Y es por ello por lo que se ha llegado a la conclusión de que el punto de referencia a partir del cual se crea el verdadero conocimiento está en el funcionamiento del cerebro. De aquí se sigue que, si queremos decodificar las emociones y sentimientos y los principios básicos de los razonamientos que mueven y crean el mundo humano, hay que conocer, necesariamente, los mecanismos a través de los cuales ese órgano, que llamamos cerebro, los produce.

Hoy comenzamos a saber que todo lo que el hombre percibe se ha elaborado en los circuitos neuronales de su cerebro, a partir de ciertos estímulos provenientes del mundo que lo rodea. Lo cierto es que la realidad que vemos, tocamos u olemos es realidad en tanto que realidad humana. En otras palabras, nuestra concepción «humana» de la realidad muy probablemente no es «copia» exacta de la realidad que hay «ahí afuera». Simplemente, «afuera» existe otro mundo, como sería otro mundo para cualquier ser que viniese de otra galaxia con otro cerebro y otros códigos producto de otra historia evolutiva millonaria. Pero ¿en qué está basado todo esto? Tomemos la visión como ejemplo. La retina detecta, en todo cuanto rodea al individuo, millones de puntos de contrastes luz-sombra y es luego cuando, en circuitos visuales sucesivos de la corteza cerebral, se construyen, a partir del ensamblaje de esos puntos, líneas de contraste luz-sombra que, conjuntadas, crean lo que percibimos como formas. Estos circuitos y procesos han ido conformándose en complejidad creciente a lo largo de millones de años, no persiguiendo un ideal abstracto de conocimiento, sino alcanzando, simplemente, una mayor supervivencia del individuo. Y, añadido a ello, ya que hablamos de la visión, convendría señalar que las cosas y los objetos que nos rodean no tienen «color» en sí mismas. Esos objetos sólo reflejan una determinada longitud de onda electromagnética a la que son sensibles ciertas células (conos) de nuestra retina y es con posteriores elaboraciones del cerebro como éste «pinta» el mundo de un color que el propio mundo no tiene. Y lo mismo puede decirse de los olores y el tacto. En definitiva, todo ello nos lleva a que el proceso evolutivo ha creado cerebros que han construido «su» realidad persiguiendo alcanzar –digámoslo una vez más– no el conocimiento objetivo de las cosas, sino la supervivencia del individuo. Y así se ha construido el mundo y su significado, sea el de las montañas y los pájaros o el de los leones y las nubes, y hasta las ideas más sublimes.

Y es con todo esto y con circuitos cerebrales muy específicamente humanos como se ha desarrollado además la capacidad de, a partir de objetos y casos particulares, extraer un objeto «ideal», de modo que pueda ser universal y pueda aplicarse a su vez a todos los casos particulares, creando con ello un concepto, una idea, que habla de todas ellas como de una sola. El cerebro puede deducir universales de los concretos. Y así, cuando la realidad nos martillea con miles de pájaros de formas, tamaños, plumas, colores y cantos y conductas diferentes, el cerebro es capaz de crear el concepto de «pájaro» que compendia todos los pájaros del mundo. Este pájaro «universal» es una elaboración, una abstracción hecha por nuestro cerebro. Y así es como se alcanza el principio básico del conocimiento, el pensamiento y la comunicación. Con la abstracción el hombre ha volado a cotas inimaginables creando el arte y la belleza, ya que con este proceso ha llegado a idealizar de forma suprema al pájaro, convirtiéndolo en un pájaro hermoso y majestuoso como no existe ni podría existir en la realidad.

La neurociencia comienza ahora a trenzar los hilos de esos mecanismos y conocer las neuronas y circuitos que lo realizan, llegando a la conclusión clara de que se trata de una propiedad con la que se ha ahorrado tiempo en los procesos de aprendizaje y memoria y aumentado con ello las capacidades de comunicación y, por ende, de supervivencia. Y así se pasó de nombrar y detallar concretos, es decir, cada situación e intenciones, cada árbol, cada león, cada cebra, cada brizna de hierba, cada estado del cielo, y llegar a decir simplemente que «un león pa­sea­ba entre las cebras en la pradera al atardecer» y entenderlo. Esta actividad cerebral hoy se piensa que se encuentra distribuida en amplias zonas de la corteza cerebral y el sistema emocional y cuyo funcionamiento está escrito en códigos de tiempo.

Todos estos conocimientos, junto a los logros más recientes obtenidos por la neurociencia cognitiva acerca de la mente, la conciencia, el yo, el libre albedrío, la responsabilidad, la toma de decisiones y un largo etcétera, están asomando a la ventana de nuestra humanidad. Con ellos se vislumbran cambios profundos en nuestros parámetros de concebir no sólo la realidad de todos los días, sino el contenido de las dis­ciplinas humanísticas y la propia enseñanza a través de la cual se imparten. ¿Cómo operan ciertas áreas de la corteza cerebral que elaboran la bondad y la maldad y son responsables en gran medida de lo que conocemos como más humano, desde el razonamiento moral y el control de las emociones hasta la planificación responsable de la propia vida del individuo (Neuroética)? ¿Qué circuitos de nuestro cerebro elaboran las conductas antisociales y cómo pueden éstas modificarse (Neurosociología)? ¿Cómo se construyen la intimidad y la dignidad humanas?

Y así se avanza con la lingüística (Neurolingüística) y la economía y los mecanismos neuronales a través de los cuales se toman decisiones, desde las más íntimas y personales a aquellas que tienen que ver con el futuro de nuestra especie en el planeta (Neu­roecono­mía) y la medicina (Neurociencia) y las artes con la pintura, la escultura y la música (Neuroarte) o la aquitectura (Neuroarquitectura), la historia (Neurohistoria) y hasta la misma religión (Neuroteología). ¿En qué medida saber, conocer, que nuestras decisiones son producto de la actividad de ciertas áreas del cerebro y debidas al funcionamiento de códigos ancestrales, a patologías indetectables, a nuestra educación y a nuestro medio ambiente específico y personal, y más allá a nuestro entorno social más inmediato, va a cambiar o modificar el mundo que conocemos y nuestros sentimientos de «seres libres» (Neurofilosofía)?

Estamos, pues, a las puertas de un nuevo ciclo de cultura que cambiará muchos, si no todos, los parámetros que han dirigido, constreñido y proporcionado hasta ahora nuestras ansias de sentido de la existencia y nuestras penas y alegrías y, a la postre, nuestra felicidad. Estos cambios pueden tardar años en llegar, tal vez muchos años, pero cuando ello ocurra nos llevarán, posiblemente, a criticar no sólo la construcción del mundo que hemos hecho hasta ahora, sino también nuestras ideas y concepciones humanas y las reglas y leyes que las gobiernan. Esta nueva cultura nos ayudará, además, a través de la rectificación de nuestras conductas, a neutralizar las fatales predicciones del año 2050 que anunciábamos al principio de este artículo y a encontrar posiblemente una ética más universal (una verdadera ética ya escrita en el cerebro humano) que, como afirmaba Wilson, «sea la guía por la que la humanidad y el resto de la vida puedan ser conducidas de modo seguro a través de ese cuello de botella en el que nuestra especie nos ha metido torpemente».

Y una última reflexión. ¿Son estas nuevas perspectivas desmesuradas? ¿Están creando los científicos un mundo ambicioso que impone una revolución lenta, silenciosa y destructiva de los «valores humanos» hasta ahora firmes y anclados en la tradición? No lo creo. Antes al contrario, la vida que es en su esencia cambio, a cada nivel que se considere, se verá particularmente enriquecida con todas estas nuevas ideas que tal vez nos aproximen a una «nueva verdad» más madura y acorde a la verdadera naturaleza humana. 

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