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Notas del más allá

OTHER PLANETS. THE MUSIC OF KARLHEINZ STOCKHAUSEN

Robin Maconie

Scarecrow Press, Lanham

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En 1967, la cara de Karlheinz Stockhausen aparecía en la portada de Sgt Pepper's Lonely HeartsClub Band, entre Lenny Bruce y W. C. Fields. En septiembre de 2001 logró un tipo diferente de inmortalidad cuando Die Zeit citó (incorrectamente, según él) una frase suya en la que afirmaba que la destrucción del World Trade Center era la «mayor obra de arte que ha existido jamás». El comentario convenció a muchos de que el otrora famoso compositor había perdido desde hacía tiempo los estribos; también parecía indicar el final de lo que podría denominarse el vanguardismo davinciano: un compositor que realiza la presuntuosa afirmación de ser profeta, inventor, científico, filósofo y guía espiritual. Other Planets (Otros planetas), el reciente libro de Robin Maconie sobre Stockhausen, se lee, apropiadamente, como una mezcla de historia musical convencional y El Código Da Vinci. Además de exponer los hechos sobre cada una de las obras de la extensa producción de Stockhausen, Maconie promete revelar cómo una «agenda filosófica latente» en la música aborda «las aspiraciones históricas del nacionalismo alemán y, más específicamente, una defensa del papel de la cultura europea posterior a la Ilustración en el más amplio mundo» y, más allá de eso, mostrar cómo el serialismo es parte de una «empresa estética e intelectual de mayor calado, que se inició a finales del siglo XVIII , en relación con la naturaleza y la evolución del lenguaje y sus implicaciones para la democracia posrevolucionaria». En vez de la Última Cena de Dan Brown, Maconie hace depender su desenfrenado recorrido por la historia cultural del desciframiento de la piedra Rosetta por parte de Jean-François Champollion; Olivier Messiaen comparó en cierta ocasión al joven Stockhausen con el descodificador francés. Mientras que Brown enfrenta a la Iglesia católica con los caballeros del Templo, Maconie modela su catálogo razonado en torno a una esotérica batalla entre los lettristes saussureanos y los holistas goetheanos.

Quizás haga falta un comentarista chiflado para desentrañar a un compositor chiflado. Maconie señala desde el principio que el nombre Karlheinz Stockhausen contiene las palabras Ein y Aus (dentro y fuera): «Para el cabalista, se trata de un misterio profundo e impresionante». Nos advierte de que, tras haber pasado muchos años conversando con el compositor, ya no puede recordar qué ideas son de Stockhausen y cuáles son suyas. Dicho esto, la lectura del libro es a menudo muy divertida y sus páginas están repletas de datos valiosos y provocadores; resulta estimulante revolcarse en el barrizal de la erudición inagotable de Maconie. En un capítulo titulado «Células rítmicas», por ejemplo, Maconie conecta a Messiaen, Raymond Herbert Stetson (el autor de Motor Phonetics), Alexander Graham Bell, Champollion, François Thureau-Dangin (el primer traductor del sumerio al francés), el Abbé Rousselot, William James, Hugo Münsterberg, Gertrude Stein, Philip Glass y John Adams en el transcurso de tres intensos párrafos. Podríamos llamar a este agrupamiento de figuras tan variopinto el Lonely Hearts Band Club del profesor Maconie. La gran idea de Maconie es que el serialismo, cuya justificación –dice– sigue «sin ser ni concluyente ni convincente», fue parte de un movimiento más amplio en la comprensión del lenguaje como código.

Dadas las dimensiones del libro y del íntimo conocimiento que posee Maconie del hombre y de su música, resulta quizá sorprendente que sea parco en el análisis musical y contenga pocos ejemplos musicales.The Music of Stockhausen de Jonathan Harvey sigue siendo una fuente mejor para conocer los datos esenciales; el libro de Maconie de entrevistas con el compositor, Stockhausen on Music, es una guía menos abigarrada de la sensibilidad del compositor. La naturaleza desmesurada y especulativa del nuevo libro es, sin embargo, potencialmente valiosa. Maconie comienza con un reto del propio Stockhausen para explicar su música sin recurrir a la biografía: «Mis padres no eligieron hacer de mí lo que soy, ni tampoco lo hizo el país en que nací. Más bien ellos se encuentran elegidos –identificados– dentro de mí: en ese "yo" que se conoce en mis obras». Stockhausen cuenta con una larga historia de referencias biográficas en su música: construyó su epopeya musico-teatral LICHT en torno a los talentos de varios miembros de su familia que representan un espectáculo autobiográfico ritualizado. Su negación de la existencia de relevancia biográfica parece obcecada, pero Maconie la acata, ocultando al lector, por ejemplo, la figura del mentor de Stockhausen, el profesor Werner Meyer-Eppler, y los pormenores de los cambios que fue experimentando su relación. Sin embargo, en vez de aceptar simplemente la idea mística del compositor de que la esencia de su música es como el agujero en medio de la rueda, Maconie rellena ese agujero, e infla los neumáticos, con una historia de ideas, colocando a Stockhausen en el centro del Zeitgeist. Como en la actualidad hay tanta música culta contemporánea que parece periférica, el intento que lleva a cabo Maconie de justificar la música de Stockhausen por medios neohegelianos resulta admirablemente quijotesco. Pero Stockhausen es un caso difícil. Otrora el líder reconocido de la música avanzada, ha pasado los últimos treinta años, la mitad de su vida creadora, sumido en una relativa oscuridad, componiendo LICHT, que aún ha de tocarse en su integridad durante siete días, a lo largo de veintinueve horas. Sus pronunciamientos públicos, incluso los anteriores al 11 de septiembre, han pasado a ser cada vez más estrafalarios, especialmente su pretensión de proceder de una galaxia lejana: de ahí el título de Maconie, con un guiño a los «otros planetas» del poema de Stefan George que lanzó el Cuarteto de cuerda núm. 2 de Schoenberg más allá de la gravedad tonal.

Aunque puede ser crítico, Maconie parece estar demasiado cerca del escenario para transmitir la singularidad de la música vanguardista.Tras la Segunda Guerra Mundial, las potencias vencedoras reconstruyeron la vida musical europea. A comienzos de los años cincuenta, un grupo de compositores veinteañeros –Boulez, Nono, Berio, Maderna, Pousseur, Stockhausen, Xenakis– parecieron alumbrar un nuevo comienzo para la música. Esto ya había sucedido antes. En los años veinte, una estrategia similar creó una «música nueva» libre de ataduras con el pasado imperial alemán. Hindemith y Weill saltaron vigorosamente al estrellato: Hindemith hablaba el lenguaje holístico del humanismo alemán y Weill difundía el izquierdismo brechtiano. En Berlín, Busoni desempeñaba el papel de gurú tecnológico, mientras que, en Viena, Schoenberg rediseñaba su expresionismo anterior a la guerra con la más objetiva técnica dodecafónica. El único elemento realmente nuevo en esta música nueva procedía de Estados Unidos, con la seductora y desorientadora llegada del jazz.

Treinta años más tarde, la «nueva música» volvió a surgir desde las alturas. Con una generación de compositores más maduros –Bartók, Hindemith, Milhaud, Stravinsky, Varèse, Weill– in absentia estadounidense, y otra generación –Krása, Ullmann, Haas– asesinada por los nazis, el futuro quedaba en manos de un grupo de compositores muy jóvenes formados en su mayoría por Olivier Messiaen, que había alcanzado prominencia durante la ocupación y que ahora desempeñaba el papel de Busoni como inspirador de los jóvenes. Sus alumnos basaron su nueva música en el serialismo de Schoenberg, una técnica y un compositor vilipendiados por el régimen nazi, pero rápidamente se distanciaron de una música que estaba arraigada en una cultura musical anterior a la guerra que apenas conocían. Aunque los textos estándar sobre la época retratan el nuevo estilo como una extensión lógica de la música moderna de entonces, debió su éxito (y los términos de su éxito) a circunstancias no musicales. Más aún que durante la Primera Guerra Mundial, existía un imperativo político de crear un estilo musical sin ningún vínculo aparente con el pasado; la forma concreta de nueva música que triunfó estaba perfectamente adaptada al paisaje político emergente. Basada en festivales de música subvencionados con fondos públicos y en las emisoras de radio estatales, lejos del mundo de los conciertos y de su público, la música de lo que daría en conocerse como la Escuela de Darmstadt reflejaba los ideales de la Comunidad Económica Europea: la tecnología y la tecnocracia acabarían con la historia, la unidad europea ocuparía el lugar del venenoso nacionalismo. Resaltando su identidad europea, la nueva música no sólo rompió vínculos con un pasado musical contaminado de asociaciones nazis, sino que también rechazó la influencia del populismo soviético y el jazz estadounidense. En el mundo real, por supuesto, pronto se restableció la música de concierto y al otro lado del Telón de Acero la música soviética y estadounidense llenaba las radios, pero la «nueva música» tomó forma como una investigación utópica y una operación de desarrollo, y triunfó no conquistando una audiencia, o entrando en el repertorio concertístico, sino atrayendo a la élite intelectual. Sin embargo, como revela Maconie, aun la apariencia de ciencia desprovista de juicios de valor resultaba engañosa. La tecnología electrónica había sido desarrollada para servir al espionaje militar durante la guerra; Europa estaba plagada de primitivos artilugios de grabación y equipos de detección de voz y cifrado. La música electrónica nació de esta pila de desechos tecnológicos y el Gesang der Jünglinge de Stockhausen fue saludado como la primera obra maestra del nuevo género cuando apareció en 1956.

Aunque emergió algunos años después de que Boulez hubiera dejado ya su impronta, Stockhausen era un emblema más plausible de una Europa radicalmente nueva. Nacido en 1928, podía ser visto, como muchos alemanes se veían a sí mismos, como una víctima del régimen nazi. Perdió a sus padres durante la guerra: a su madre, con una depresión crónica, la mataron junto con otros pacientes psiquiátricos que pensaron que no eran dignos de seguir viviendo, y su padre murió en el frente oriental. Un temprano dominio del inglés le permitió a Stockhausen dos vías de escape que moldearían su futuro: escuchar en secreto jazz americano en la radio de onda corta y la fácil comunicación con las autoridades de la posguerra, con los soldados estadounidenses y, más tarde, con los compositores estadounidenses. Maconie documenta profusamente la omnipresente influencia estadounidense de todos en la música de Stockhausen, de Glenn Miller a John Cage, Earle Brown, Morton Feldman, LaMonte Young,Terry Riley, Henry Brant y Philip Glass, una variedad de influencias absolutamente ajenas a Boulez.

Stockhausen parecía un nuevo alemán ejemplar, demasiado joven para compartir la culpabilidad nazi, pero también desconectado del complejo mundo cultural de Weimar; Adorno y los intelectuales alemanes exiliados que conoció en Estados Unidos le cayeron mal de inmediato. Siguiendo los cánones de corrección estética de la posguerra, la música de Stockhausen nunca se refirió explícitamente a las atrocidades nazis, aunque pudiera leerse como algún tipo de respuesta abstracta. Stockhausen basó el Gesang der Jünglinge en un pasaje del Libro de Daniel –los tres muchachos en el horno de fuego–, pero trató el material de su fuente (cantado por el hijo de Stockhausen) de manera abstracta, como si las palabras fueran simplemente otras tantas sílabas. Un oyente podía interpretar el tratamiento estadístico del material de la fuente bien como un homenaje adecuadamente distanciado en memoria de las víctimas de los campos de la muerte nazis o como una estetización de lo inexpresable. Maconie recoge muchos ejemplos en los que Stockhausen pasa por encima de este abismo moral a lo largo de su carrera, aunque generalmente encuentra motivos para la exoneración. Gesang surgió de un análisis de los fonemas inspirado por Meyer-Eppler. Físico teórico antes de la guerra (pero, ¿trabajando en qué y dónde?), Meyer-Eppler se reinventó a sí mismo posteriormente como profesor de fonética. Su trabajo en el análisis del habla lo puso en contacto con la nueva tecnología del magnetófono y en 1950 cofundó el Estudio de Música Electrónica de la Radio de Colonia junto con el inventor Robert Beyer y el compositor Herbert Eimert. Maconie defiende que la muerte de MeyerEppler en 1959 provocó un giro decisivo en la evolución de Stockhausen, pero revela muy poco sobre la relación personal entre ambos.

La música de lo que ahora podríamos tildar de «período clásico» de Stockhausen, desde Kontrapunkte de 1953 a Hymnen de 1967, hizo acopio de tres técnicas distintas:musique concrète, basada en la manipulación de sonidos grabados; música electrónica, basada en la generación sintética de sonidos; y serialismo. Conectando estos conceptos, Stockhausen transformó por completo la idea dodecafónica de Schoenberg. En la música de Schoenberg, la serie funcionaba para estabilizar la atonalidad de modo que pudiera sostener diseños formales de la envergadura de la sonata clásica. Esto le permitió a su música, y a la de Berg y Webern, restablecer una conexión con el pasado al tiempo que mantenía el decisivo alejamiento de la tonalidad. La mayor parte de sus composiciones dodecafónicas forman parte del movimiento más amplio denominado erróneamente neoclasicismo que, lejos de suponer una regresión a prácticas pasadas, establecía un complejo diálogo entre pasado y presente, como queda ejemplificado en obras tan diferentes como la Sinfonía de los Salmos de Stravinsky, el Concierto para violín de Alban Berg, la Sinfonía de Webern, el Cuarteto núm. 4 de Schoenberg y Música para cuerda, percusión y celesta de Bartók.Todas estas obras establecen un contrapunto entre disonancia y angularidad modernas, por un lado, y un modelo clásico, por otro. Para Stockhausen y su generación, el serialismo no trataba del pasado y el presente, sino del futuro. Para impedir el regreso a viejos hábitos, la técnica serial se convirtió en un medio sistemático de desordenar todos los parámetros musicales. La tecnología del análisis y la síntesis del sonido electrónico facilitó esta novedosa aproximación a la composición. Siguiendo a Meyer-Eppler, Stockhausen utilizó la serie para pensar en música en términos estadísticos como un espectro de posibilidades que se derivaban de determinados elementos básicos. Cada obra expondría rigurosamente todas las combinaciones posibles de altura, duración, dinámica, ataque, gama; incluso la secuencia de acontecimientos podía producirse por medios estadísticos. La técnica provocó en ocasiones la abrumadora fascinación de un caleidoscopio; pero en algunas obras, y de manera especial en Gesang der Jünglinge, Stockhausen pellizcó el sistema para darle a la música una forma convencionalmente dramática. El enorme clímax para metal de Gruppen, que suena como Gabrieli reescrito por Stan Kenton, fue una inserción no sistemática que garantizaba el éxito de las obras ante un público, y Stockhausen era más consciente del público de lo que podría imaginarse.

Si el jazz americano desbarató el pulcro sistema del resurgimiento musical tras la Primera Guerra Mundial, el anarquismo estadounidense tal y como lo preconizó John Cage fue el comodín que podía cambiar inesperadamente las cosas en la nueva música de los años cincuenta. Deshacerse de toda la tradición musical europea era ya cosa hecha para Cage, que había escrito su Imaginary Landscape para doce radios ya en 1939. A comienzos de los años cincuenta, Cage dio el siguiente paso y abandonó la música  –entendida como notas moldeadas por un compositor, plasmadas por intérpretes, percibidas por oyentes– por completo. Si se quería realmente romper vínculos con el pasado, enseñaba Cage, había que trasladarse a una música puramente conceptual, como quedó demostrado en su obra «silenciosa», 4'33''. Al leer su correspondencia con Boulez podemos ver cómo Cage reconstituye el dualismo de su maestro, Schoenberg, representando un Moisés con perfil de maestro Zen frente al Aarón vodeviliano y orientado al objeto de Boulez. Sin el salto conceptual, advertía Cage, la nueva música serial y electrónica no haría más que volver a repetir la estética del expresionismo y el impresionismo, como de hecho mostrarían obras como Il canto sospeso de Nono y Le marteau sans maître de Boulez.

De todos los compositores de su generación, Stockhausen fue el que sorteó con más éxito la brecha entre el conceptualismo y la creación de objetos artísticos. Cage podría tener las grandes ideas, pero con Stockhausen, como afirma Maconie en su papel ocasional de fiel creyente, «hay siempre una razón, un proceso, un genuino razonamiento y un resultado: siempre una realidad que situar al lado del mito. Lo que sucede, sin embargo, es que el resultado musical es invariablemente apasionante, intenso y disciplinado». Obras como Kontrapunkte, Zeitmaße y Gruppen poseían fuertes identidades, pero exigían un tipo de escucha nueva, más especulativa. Comparadas incluso con obras audaces de la época como Pithoprakta de Xenakis o Le marteau sans maître de Boulez, ninguna de estas obras suena como música; las notas no se fusionan en un todo expresivo, pero sí que suscitan todo tipo de preguntas interesantes sobre cómo se percibe y se escribe la música. Stockhausen era especialmente intrépido a la hora de buscar las posibilidades matemáticas de la notación tradicional más allá del límite de la plasmación literal.

Stockhausen, más que sus contemporáneos, también mantuvo el mito del progreso musical que le otorgó a la vanguardia musical su respetabilidad cuasicientífica. Un lugar común del saber musical de la posguerra era la idea de que Schoenberg, al igual que Moisés, había sido incapaz de llevar su gran idea a la tierra prometida. El advenimiento de una utopía serial, sin embargo, demostró ser enseguida un espejismo. Structures de Boulez parecía estar atascada en el desierto, mientras que sus obras posteriores, como la fantasía mallarmeana Pli selon Pli, se retiraba a las lujurias del esteticismo. Stockhausen, sin embargo, promovió cada nueva obra como un paso dialéctico hacia delante y convenció a muchos compositores y críticos de que su propia evolución marcaba la pauta para toda la música de su época. El puntillismo, el resultado del micromanejo de altura, duración, articulación y dinámica, dio paso a la composición «grupal» en la que el revoltijo estadístico de estos elementos se prolongaba en frases. Estas frases crecieron más tarde hasta convertirse en «momentos» determinados serialmente que flotaban libremente en un océano de tiempo indeterminado. La determinación se transformó ahora en indeterminación, y el cálculo serial dio paso a la ejecución musical intuitiva.

En los años sesenta Stockhausen se había convertido en el Euro-Cage. Partituras como Plus Minus se desprendieron por completo de la notación tradicional, dependiendo en cambio del talento improvisatorio de intérpretes empapados de la música anterior de Stockhausen. Con las enormemente improvisatorias Stimmung y Aus dem sieben Tage, Stockhausen, que había visitado San Francisco durante el verano de amor en 1967, se metamorfoseó de tecnócrata en gurú, y fue recompensado por ello con su lugar de honor en la portada del disco de los Beatles realizada por Peter Blake. Pero, al igual que Boulez antes de él, Stockhausen no pudo renunciar finalmente a las prerrogativas tradicionales de un compositor europeo. Cuando sus intérpretes improvisaban él se hacía con el control del volumen, moldeando sus esfuerzos para que se ajustaran a su visión. Con Mantra (1970) volvió a una música con una notación completa y, tras ver Einstein on the beach en Nueva York, empezó a planificar la Meisterwerk para superar a todas en dimensión y en autocomplacencia: una ópera de una semana de duración basada en su propia vida y protagonizada por miembros de su popia familia.

Será interesante ver cómo juzga la posteridad LICHT en relación con, por ejemplo, la trilogía Einstein/Akhnaten/Satyagraha de Glass o las tres grandes óperas de John Adams, o las obras de mayores dimensiones de Meredith Monk. En comparación con ellas, la epopeya de Stockhausen parece hoy desagradablemente privada en su acción, simbolismo y lenguaje musical. Los minimalistas estadounidenses no soportan la carga del legado del serialismo (el serialismo estadounidense se basa en suposiciones que son muy diferentes de las que sustentan la variedad europea, aunque sean igual de cuestionables) y han redescubierto los sencillos placeres de la melodía, el movimiento armónico, el pulso y, por supuesto, la repetición. Con todo lo lejos que ha viajado Stockhausen, su lenguaje permanece enraizado en el enfoque «estadístico» de los años cincuenta.Visto retrospectivamente, el serialismo se convirtió en un lastre. Dejó de tener una función provocadora y vanguardista, y no se convirtió más que en una molestia previsible. Minimalistas como Terry Riley podían reclamar el estatus de vanguardistas al tiempo que escribían en Do. «Das kann man einfacher!» (¡Puede hacerse con más sencillez!), como lo expresó el genio torturado de Schoenberg en Die glückliche Hand, y como puede que pensara Philip Glass cuando escribió Einstein on the beach. Maconie, sin embargo, confía en que la historia invierta este juicio: «Quizá LICHT no esté concebida en absoluto para nuestro tiempo, sino, en palabras de Claude Lévi-Strauss, para los arqueólogos del futuro llegados de otro planeta que, al tratar de descifrar el lenguaje humano,"descubrirían enseguida que toda una categoría de libros –la música– no se ajustaba a los patrones habituales"». Para estos extraterrestres, el libro de Maconie les servirá de guía de gran utilidad.


Traducción de Luis Gago

The Times Literary Supplement
www.the-tls.co.uk

 

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