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La mirada del narrador

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Desde la perspectiva de un escritor de ficciones, lo primero que llama la atención de esta película es la sobriedad con que están planteadas las conductas de los personajes y las decisiones que desencadenan los conflictos: el proceso de mala conciencia de Elena, que la lleva desde una vida de egoísmo hedonista a otra de altruista entrega; el resquemor que hay detrás del acecho de Víctor cuando sale de la cárcel; la auténtica naturaleza del aparentemente abnegado David; el enamoramiento de Clara hacia Víctor, e incluso los motivos profundos del alcoholismo de Sancho y del fracaso con su pareja, todo está expuesto a través de un sistema de elusiones y ausencias sucesivas, y sólo a través de los propios personajes, en momentos concretos que son como súbitas iluminaciones, descubrimos los motivos verdaderos de sus conductas. La historia es un buen ejemplo de cómo ciertas omisiones en el hilo narrativo cargan de intensidad el desarrollo de los sucesos visibles. Y hay que señalar que el juego de ocultamientos, de sobreentendidos, está ordenado con maestría. Incluso los momentos en que se produce una explicación directa de ciertas motivaciones –cuando Víctor confiesa a Elena el contenido y el alcance de sus sueños de revancha, o cuando aclara a David lo fortuito e involuntario del disparo–, están resueltos de tal manera que no detienen el curso del relato, sino que aumentan el interés hacia lo que deba suceder después. Junto con este aspecto de concisión y economía narrativa, otro singular es el del equilibrio en la mirada irónica con que se nos narran los sucesos. En la ficción, la ironía es uno de los elementos, llamémoslo de énfasis indirecto, más difíciles de medir y de manejar. Como se sabe, se trata de un lenguaje invisible, que tiene que ver sobre todo con el estilo, pues debe impregnarlo todo sin afectar a la pura mecánica narrativa. La ironía, unida en el caso de esta película a la sobriedad en la descripción de los motivos de las conductas, da extraordinaria fuerza a la ambigüedad de los comportamientos y hasta de los escenarios –por ejemplo, el peculiar mundo del baloncesto en que se ha integrado David como notable jugador–, e invita continuamente al espectador a una regocijante serie de juicios y sorpresas en cuanto al significado de los hechos y al proceder moral de los personajes. En otro orden de cosas, la historia que relata esta película es una especie de «novela ejemplar» sobre la «inocencia recompensada», narrada con un espíritu benévolo y burlón, bastante cervantino. Y es que, con los homenajes a Buñuel –bien integrados en la propia estructura de la trama–, en la manera de transmitir las sombras y deformidades de lo cotidiano está también el eco de una cultura literaria y de imaginación muy española. Desde esta vertiente, el ingenio de Almodóvar, que ha sido capaz de haber inventado lo que pudiera ser una especie de subgénero cinematográfico, ha llegado aquí a un nivel expresivo que trasciende con mucho los excesos cromáticos y el desenfado psicológico más o menos grotesco que parecían ser sus principales señas de identidad. Lo que acaso defraude a esos incondicionales que han querido hacer de su obra un estandarte posmoderno, pero que sin duda complacerá a los amantes del buen cine, del cine hecho con talento, sin adjetivos de moda. También hay que decir que la película es desigual en la interpretación de los actores, y que debe sobrellevar la mediocre actuación del joven protagonista. Francesca Neri está guapa, como decían ciertos cronistas antiguos, y Javier Bardem se muestra voluntarioso y experto en su silla de ruedas. José Sancho defiende bien su personaje y Ángela Molina tiene ocasión de lucir sus extraordinarias cualidades para la representación dramática. Otra cosa es el asunto de la adaptación. Porque, salvo lo más instrumental del suceso desencadenante de la intriga y poco más –la bala que deja parapléjico a un policía y el posterior encuentro del causante del disparo y de su víctima–, la película de Almodóvar tiene muy poco que ver con la novela de Ruth Rendell en que dice estar basada. Rendell organiza un inquietante triángulo desde la obsesión paranoica de un ex presidiario, cuyo patológico mundo interior es el eje del relato. Almodóvar organiza dos triángulos unidos por un ser ingenuo y hasta un poco angélico, que es en lo que se ha transmutado, en su adaptación, el peligroso violador originario. Almodóvar ha manifestado que la adaptación de una obra literaria no tiene obligación de guardar fidelidad al original. El asunto daría para alargar, y no resolver, un debate sin duda interesante. Pero acaso las adaptaciones literarias del cine debieran mantener, al menos, una convención: que aunque no se respeten estrictamente las tramas de la ficción en que se basan, se respete, al menos su espíritu. Pues si bien los autores literarios pueden renunciar a su derecho moral sobre los libros publicados, los lectores no están en condiciones de hacerlo ni tienen por qué, y al encontrarse con una versión como la de Almodóvar puede sentir, con natural decepción, que acaso sólo por razones comerciales, y como un señuelo, se conserva el título de la novela que dice recrear. Estaría justificado, y hasta sería obligado, que la Carne trémula, de Almodóvar, llevase otro título, y con eso hubiese quedado a salvo ese último reducto del derecho de los lectores. Así hubiera quedado claro que se trata de una historia diferente de la Rendell. Una historia diferente que, además, no es menos interesante que la que le sirvió de lejana inspiración: Por cierto, hay que señalar que Live Flesh –título original del libro de Rendell– no significa propiamente carne trémula, sino carne viva. Carnetrémula es el título que inventaron, para la edición española, sus traductores, Javier Alfaya y Bárbara McShane. Pero si la autoría de los autores es tan frágil, ¿qué se podría decir de la autoría de los traductores?

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Ficha técnica

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