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La memoria hemipléjica

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En la calle Castelló de Madrid, no muy lejos de una pintada que reza «comando Andalucía, la horca está vacía», puede leerse otra, mucho más lacónica y perfunctoria: ne travailler jamais. Está escrito de ese modo, en la lengua de Racine y transformando el imperativo original en un infinitivo puramente enunciativo y difuso, sin acepción de persona o número, pero no me di cuenta de ello hasta que la había dejado atrás en mi paseo. Lo cierto es que en nuestros tiempos la memoria tiende a hacerse hemipléjica, de manera que siempre es bueno que algo nos recuerde el pasado. No creo que lo anterior constituya un síntoma –al menos de modo absoluto– de lo que, recientemente, Roger-Pol Droit, escribiendo en Le Monde a propósito de la conmemoración de aquel viejo Mayo francés, llamaba «nostalgia quincuagenaria». No. Treinta años después -¡Dios mío!– de aquellos acontecimientos que sacudieron la conciencia política, estética y moral de mi generación, los sentimientos que albergo cuando pienso en ellos nada tienen que ver con lo que expresaba Wordsworth en la oda que dio título a una hermosa película de Elia Kazan: Aunque ya nada pueda devolvernos la hora / del esplendor en la hierba, de la gloria en la flor; / no nos afligiremos,sino que encontraremos / fuerza en lo que queda atrás.

Atrás quedó muy poco. Y eso es lo verdaderamente llamativo. Hubo una explosión, como se sabe. Un estallido de rechazo sin contenidos, sin acciones ni programas. Roland Barthes escribió en un célebre artículo de entonces (L'écriture de l'evénement) que una de las cosas más importantes que habían sucedido es que los estudiantes tomaron la Palabra en el mismo sentido en que, dos siglos antes, los revolucionarios habían tomado la Bastilla. Una palabra salvaje, añadía, que se expresaba mejor en los muros porque pedía tomar forma de inscripción. De París a Praga, pasando por Berlín y Tlatelolco, y a pesar –o precisamente por ello– de las peculiaridades nacionales, lo que la revuelta de los jóvenes planteó en aquellos meses de 1968 fue una crítica radical –la última hasta la fecha, al menos como fenómeno colectivo– del lenguaje fosilizado de la modernidad, de la racionalidad instrumental del capitalismo, de las corrupciones del socialismo como ideología de la liberación, de lo que la vida contenía de muerte intolerable, del aburrimiento como destino colectivo. Hace treinta años se protestaba en las aulas contra un sistema educativo que, lejos de contemplar el servicio a una sociedad y a unos ciudadanos libres, se orientaba decididamente a formar fuerza de trabajo acorde con las necesidades concretas del capitalismo: la escuela, repetía Althusser una y otra vez, no es más que un aparato ideológico del Estado. Visto a estas alturas del siglo, cuando enormes legiones de estudiantes abocados al desempleo estructural reclaman que las universidades se adecuen al mercado de trabajo, aquella protesta puede antojársenos tan fuera de lugar como reclamar en McDonald's que nos sirvan la carne saignante. Sic transit gloria mundi.

Atrás quedó muy poco. Impresiona el descrédito con que nuestra época ha sepultado hechos, ideas y protagonistas que han influido poderosamente en su propia configuración. Marcuse, Foucault, Lacan, Althusser, Deleuze, por no citar más que algunos, se han convertido en instantáneos cameos de una película antigua. Pasaron y se fueron. Su pensamiento, como aquella palabra salvaje que nombraba Barthes, ha sido paulatinamente troceado, embalsamado en los desactivados pliegues culturales y académicos de nuestras sociedades hipersatisfechas. Aquellos revolucionarios, también se sabe, controlan ahora los despachos de un orden mundial en el que ya todo parece ser para siempre: utopía panglossiana no desmentida por accidentes menores, por catástrofes controladas, por guerras de situación, por lejanas hambrunas, por miserables corruptelas. El sistema, como El Corte Inglés, ya no tiene competencia. Ni espejo.

Ahora la historia regresa, a veces con la máscara de la nostalgia, en forma de avalancha de libros conmemorativos. Tres décadas son el tiempo de dos generaciones y, como es sabido, cada generación se rebela contra sus padres y hace migas con sus abuelos. Vaya usted a saber, Fukuyama. Lo cierto es que al otro lado de los Pirineos, el único lugar en el que el movimiento estudiantil se convirtió verdaderamente en una crisis social y política de envergadura, las máquinas de imprimir echan humo. Le Monde y Libération anuncian entregas especiales con revelaciones extraídas a los archivos; los semanarios NouvelObservateur y Le Point preparan dossiers e informes exclusivos; los escaparates de las librerías rebosan de libros de fotos, antologías de graffiti, reediciones de publicaciones antiguas, panfletos más o menos situacionistas, crónicas día a día de los dramáticos acontecimientos. Casi todo, la verdad, con un aspecto lamentable y contenidos pedorros, si me permiten la licencia. De entre todo lo que he hojeado (y ojeado) hay, sin embargo, algunos libros que me han parecido interesantes. Uno de ellos es Les juifs d'extrême gauche en mai 68, de Yaïr Auron (editorial Albin Michel), en el que, a través de decenas de entrevistas a muchos de sus líderes –Alain Krivine, Cohn-Bendit y Geismar, entre otros, eran judíos–, se analiza la influencia que el traumatismo de la Shoah pudo ejercer en la conducción de la revuelta. En Mai 1968, l'heritage impossible (La Découverte), Jean-Pierre Le Goff estudia los efectos «subterráneos» que la revolución de Mayo ha causado en la Francia contemporánea. Henry Weber, el antiguo dirigente trotskista hoy secretario nacional de PSF, ofrece un análisis sugerente en Que reste-t-il de mai 68? (Seuil), al tiempo que discute las interpretaciones de pensadores como Aron, Morin o Touraine. Del resto –una cincuentena de libros–, poco más que reseñar. Y, para terminar con el capítulo francés: no sé lo que pensarán ustedes, pero a mí me resulta intolerable que, para celebrar su centenario, los expertos en marketing hayan adelgazado sensiblemente al muñeco Michelín. Eso no hubiera ocurrido en tiempos más rabelaisianos. Claro que, como decía Cyril Connolly, prisionero en cada hombre gordo hay otro delgado que pugna desesperadamente por salir. Así están las cosas.

Por favor, dediquen un momento a la fotografía de esta página. La encontré la otra tarde en una carpeta olvidada y, como siempre me pasa cuando la miro, me quedé magnetizado por lo que en ella hay de presencia real, de terrible plenitud de sentido. La placa la tiró el norteamericano Eugene Richards en 1977 y su título es «Oración a un aeroplano». Me ha parecido que debía compartirla con ustedes. No sé, me apetecía. Espero que no les importe.

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Ficha técnica

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