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Explicar la legitimidad

LA LEGITIMACIÓN DE LA EDAD MODERNA

Hans Blumenberg

Pre-Textos, Valencia

Trad. de Pedro Madrigal

606 pp.

49 €

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Dos obras marcan en mi opinión los temas fundamentales del filósofo Hans Blumenberg (1920-1996): los Paradigmas para una nueva metaforología (Madrid, Trotta, 2003) y La legitimación de la Edad Moderna, cuya traducción acaba de publicarse. Una docena de obras suyas han ido apareciendo además en castellano, pero siempre tardíamente, la mayoría incluso después de su muerte.

El primer libro de Blumenberg –tras sus escritos de doctorado y habilitación–, los Paradigmas para una nueva metaforología (1960), sienta, pese a su brevedad, una tesis provocativa para el pensamiento «lógico», verbigracia de Husserl (con cuya filosofía se había confrontado en su habilitación): pensamos en metáforas que orientan nuestro pensamiento y nuestra acción, metáforas «absolutas» en el sentido de que nuestra tarea con ellas es explorarlas, no fundarlas, pues la verdad no es susceptible de demostración, sino contingencia susceptible de contarse; somos tiempo limitado, historia. Contar historias veraces, pues, es el propósito de Blumenberg, porque el mundo se escribe en singular irreductible a la pretensión de generalidad. No hay un punto de vista único desde el cual legitimar lo que hay. Blumenberg es implacable con el tipo de categorialización histórico-cultural, tan enfática como imprecisa en su excelsitud, que caracterizó la cultura guillermina. En este sentido, su propósito, por lo que respecta a la historia, es cotejable con el de la destrucción de la metafísica por Heidegger.

La exposición de la metaforología en esa obra primera no sólo es persuasiva y fundada, sino que va a proseguir toda la vida de Blumenberg en obras de erudición fastuosa y sutil finura analítica: su último gran libro publicado en vida (1989) lo dedica a la caverna: Salidas de caverna (Madrid, Antonio Machado Libros, 2004); también en Antonio Machado Libros (1995) se tradujo Naufragio con espectador, dedicado a la metáfora del viaje; la del libro dio lugar a La legibilidad del mundo (Barcelona, Paidós, 2009); y, aun sin ser exhaustivo, no se puede, al menos, prescindir de su extenso tratado Trabajo sobre el mito (Barcelona, Paidós, 2003). Sigo echando en falta una traducción de su desmitificación de la «compasión» en Matthäuspassion (1988), aunque aún hay más de una docena de publicaciones póstumas que ocasionalmente pueden reclamar la atención traductora.

Una segunda línea de investigación, igualmente temprana, la ha constituido el interés por la transición a la modernidad, especialmente bajo las figuras de la secularización y el giro copernicano. Entre 1962 y 1975 Blumenberg les dedicó, entre otras, dos extensas obras que cimentaron su fama en Alemania. Una de ellas es Die Genesis der kopernikanischen Welt (Fráncfort, Suhrkamp, 1975); la otra, la recientemente traducida como La legitimación de la Edad Moderna (1966), es seguramente la que más ha revisado y retocado en años sucesivos. Ambas obras exploran «categorías» de uso corriente entre los historiadores, que en realidad son metáforas cargadas de presupuestos. Por lo que respecta a La legitimación de la Edad Moderna, el tópico examinado críticamente es el de la supuesta «secularización» de la sociedad medieval como origen de la modernidad, la cual quedaría así integrada en una teoría general de la historia, a la vez que teñida de ilegitimidad histórica. Ahora bien, el gran logro de la modernidad, dice Blumenberg, consistió precisamente en librarse de la necesidad de legitimaciones, necesidad que subyace también a la supuesta categoría histórica de «secularización» (por eso es también inexacta la traducción de Legitimität por «legitimación», como hace la traducción al castellano, en vez de «legitimidad»). El comienzo del mundo moderno no recupera, según Blumenberg, una mundanidad, por ejemplo pagana, frente a la supuesta trascendencia medieval; incluso puede decirse que ha perdido mundo, pues su experiencia ha perdido inmediatez (pp. 18 y ss.). Ni siquiera la inmortalidad supuestamente secularizada por Feuerbach sería la cristiana, sino la ilustrada, que ya había sido historicizada como progreso de la especie, mientras que la muerte de cada uno era tomada como definitiva (pp. 443 y ss.).

Aunque en otras obras, por ejemplo en Die Genesis der kopernikanischen Welt, Blumenberg ha tratado más detenidamente el tema de los cambios de paradigma, el comienzo de la cuarta parte de La legitimidad de la Edad Moderna: «Aspectos de un umbral de épocas», da una idea precisa de la concepción de Blumenberg en este punto, en mi opinión más completa que la propuesta por Thomas S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas. El desplome inmanente de las teorías, así como las irrupciones históricas, requieren, para poder ser contados, de alguna referencia constante que los haga inteligibles; esa referencia no pueden darla verdades eternas ni constantes antropológicas ni contenidos, que son precisamente lo inestable en esos cambios, sino lo que Blumenberg llama un «cambio en el reparto de papeles» (pp. 464 y ss.). Especialmente interesante –dentro de un capítulo fundamental, el tercero de la segunda parte– me parece la explicación de cómo la insistencia del nominalismo en la soberanía absoluta de Dios podía culminar no en la marginación del mundo, sino precisamente en la de Dios (pp. 174-179).

No es el problema del cambio de época y la secularización lo que ha atraído la atención de un público español, sino el brillante despliegue narrativo de la metaforología, llegada a nosotros sobre todo en el contexto del proyecto «Poetik und Hermeneutik» del círculo de Constanza. Sin embargo, muchos de sus nombres pertenecen asimismo al entorno de discusión sobre la «secularización», constituido por Odo Marquard (véanse pp. 63-68), Hermann Lübbe, Karl Löwith, Carl Schmitt, Hans-Georg Gadamer, Rudolf Bultmann, Victor von Weizsäcker, Reinhart Koselleck, Jacob Taubes, Hans Jonas o Leo Strauss; un entorno conservador y un problema –falta Max Weber– que queda algo desplazado en el momento de llegarnos el libro. De todos modos el tema de la filosofía de la historia despliega en esta discusión una finura intelectual asombrosa para el que viene de la celebración de Fukuyama. España carecía de una cultura conservadora capaz de asimilar el matizado escepticismo de la retirada ante el mal del mundo, que ha inspirado a Blumenberg una de las visiones más profundas del nazismo y la mayor sospecha ante todo proyecto revolucionario. Me refiero al impresionante Tiempo de la vida y tiempo del mundo (Valencia, Pre-Textos, 2007).

Algo, al menos, de esa retirada crítica es imprescindible en cualquier pretensión de configurar el mundo, que entre Blumenberg y nosotros parece haber pasado del lado «progresista» al lado «neocon». La historia personal de Blumenberg, junto con su dramático, solitario final, ofrece elementos que contextualizan algo esa retirada crítica. Sus deslumbrantes primeros artículos sobre la formación helenística del cristianismo no traslucen qué trabajo del duelo se hallaba tras aquella escritura de una sensibilidad exquisita. Porque Blumenberg era –como Wittgenstein y Adorno– un católico que se encontró con que «en realidad» era judío, cuando, siendo el primero de su clase, no pudo representarla en la ceremonia de despedida del colegio. A continuación se le negó el acceso a la Universidad, que sólo pudo lograr semiclandestinamente en facultades de Teología. Considerado «indigno» del Ejército, es enviado a trabajar en la industria de armamento y luego internado; en 1945 consigue esconderse hasta el final de la guerra. Su carrera académica, protegido por otro perseguido –debido a su matrimonio con una judía–, el antiguo ayudante de Husserl, Ludwig Landgrebe, es rápida y se instala definitivamente en la católica Westfalia.

Desde luego, la «Metaforología» no tiene el radicalismo de la «Gramatología» derridiana, con la que a veces se la ha querido comparar. Hay en Blumenberg una resistencia a esta última basada por de pronto en la propia pretensión de densidad discursiva y en un cierto repliegue de la filosofía alemana de posguerra sobre la riqueza de su tradición. Tanto más se hace sentir en este caso la dificultad de trasladar al castellano una prosa que podría haber figurado en un interlocutor de La montaña mágica. También la acumulación de pequeñas erratas y torpezas de traducción afean la edición, aunque no acaben de bloquear su lectura.

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