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La integración que no acaba de llegar

Las paradojas de la integración en América Latina y el Caribe

Josette Altmann (ed.), Francisco Rojas Aravena (ed.)

Fundación Carolina/Siglo XXI, Madrid

374 pp.

18 €

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De entre todos los lugares comunes instalados en la opinión pública latinoamericana, y especialmente entre su clase política, uno de los más comunes es el de la integración regional. La idea más frecuente es que la integración es una suerte de panacea que, de aplicarse, debería permitir, de un modo casi mágico y automático, el crecimiento y el desarrollo económicos y la solución de buena parte de los problemas de toda índole (políticos, sociales, institucionales) que atenazan al continente. El problema es que llevamos más de medio siglo inmersos en este proceso, casi tanto como el que permitió la integración europea, y la cuestión de fondo es que siguen sin estar claras las motivaciones que han conducido a este estado de cosas. Lo más corriente es que suela responsabilizarse del fracaso a la maldad intrínseca del imperialismo, en cualquiera de sus versiones (norteamericano o europeo), dispuesto a sacar partido de una América Latina desunida, mucho más fácil de explotar y expoliar.

No sólo eso. Por lo general falta definir el sujeto de la integración (América Latina, América del Sur versus América Central y del Norte, las Américas), así como sus objetivos. Dicho de otra manera, qué se quiere integrar y para qué, y cómo debe producirse la integración. Desde mi punto de vista, los problemas que explican las complicaciones traumáticas del proceso de integración regional pueden sintetizarse en tres: dos excesos y un déficit. Entre los excesos tenemos el exceso de retórica y el exceso de nacionalismo, y el último se caracteriza por el déficit de liderazgo. Comencemos por la retórica, un atributo que invade buena parte de la vida política latinoamericana y que de forma cotidiana y repetida tiende a otorgar rango de categoría a cualquier ocurrencia del político de turno, lo que ha conducido a que el repertorio de doctrina sea inagotable y, sobre todo, de un adanismo incapaz de resistir. Es el exceso de retórica el que permite explicar la impresionante sopa de letras en que se ha convertido la historia de la integración. Sin ánimo de ser exhaustivo, podemos mencionar algunas siglas como: ALADI, Mercosur, CSN (Comunidad Sudamericana de Naciones), CAN (Comunidad Andina de Naciones), Unasur, ALBA, ALCA, NAFTA, DR-CAFTA, G-3, SICA (Sistema de Integración Centroamericano) o ALALC.

Nunca como en los últimos años se ha hablado tanto de la integración latinoamericana, ni se han elevado tantas loas a sus posibilidades regeneracionistas. Por si todo esto fuera poco, el proceso ha sido adjetivado de forma superlativa: la unidad deberá ser bolivariana y, si no, no será. Es de sobra conocido el papel irrelevante que la figura de Simón Bolívar ha desempeñado en las historias nacionales de Brasil, México, Uruguay, Paraguay, Chile o los países centroamericanos. También incluso en el caso de Argentina, donde, de no haber mediado el encuentro entre Bolívar y José de San Martín en Guayaquil para dirimir el liderazgo del proceso emancipador en los Andes, su papel es meramente coyuntural. Pese a ello, y como muestra de deferencia de los distintos líderes políticos latinoamericanos a su colega Hugo Chávez, y también como parte de la construcción de un «nuevo» (?) ideario nacionalista, populista y antiimperialista, se ha decidido convertir a Simón Bolívar en una especie de protomártir de la integración latinoamericana. Sin embargo, la máxima aspiración de Bolívar, en aquellas primeras décadas convulsas del siglo XIX, era la de recomponer la unidad perdida del viejo Imperio español, que por aquel entonces era lo único que daba sustento a la categoría «americana».

Casualmente, el momento en que más se habla sobre la integración regional en América Latina, y especialmente sobre sus bondades, coincide con una gran irrupción de conflictos bilaterales como nunca antes se había conocido en la historia de la región. Ya no se trata únicamente de los desacuerdos por cuestiones fronterizas, omnipresentes a lo largo de los siglos XIX y XX, sino de enfrentamientos por cuestiones económicas, políticas o incluso ideológicas. La seria disputa entre Argentina y Uruguay por la construcción de fábricas de pasta de celulosa, los roces entre Bolivia y Brasil por la «nacionalización» de los hidrocarburos en el país andino, o los amagos bélicos entre Colombia, por un lado, y Venezuela, Ecuador y Nicaragua, por el otro, como consecuencia de la agresión a la soberanía –la territorial se entiende– ecuatoriana tras el ataque colombiano contra el campamento de las FARC donde reposaba del duro trajín guerrillero el comandante Raúl Reyes, son unos pocos pero significativos ejemplos de una lista bastante más abundante.

Este exceso de retórica es lo que lleva a hablar de grandes proyectos sin que estén sustentados por los trabajos previos de los técnicos. La retórica desbordante se presta a que cada genialidad de un mandatario sea aceptada acríticamente por sus colegas y se convierta en la hoja de ruta de la siguiente etapa. Así fue como se plasmó, por ejemplo, el cambio de nombre de la Comunidad Suramericana de Naciones (CSN o CASA) por el de Unión de Naciones del Sur (Unasur). Un buen día llegó el comandante Chávez a una cumbre regional de presidentes, soltó la idea, y todos tan contentos, hasta la próxima ocurrencia. Algo similar puede decirse de los numerosos proyectos recibidos en su día a bombo y platillo y que tiempo después cayeron prácticamente en el olvido, como el Gran Gasoducto del Sur o el Banco del Sur, por citar sólo dos casos recientes.

La retórica también ha llevado a plantear la integración como un ejercicio político-ideológico. En la medida que hay más gobiernos de izquierda en América Latina, se nos dice que la integración va a ser más fácil, o debería serlo. Ésta es la lógica de la integración/unidad bolivariana y es la que impulsa el ALBA (Alternativa Bolivariana de las Américas), pero es la lógica que olvida que la integración debe construirse más allá de las coyunturas, pensando en las más que inevitables alternancias que en cualquier democracia ocurren en el medio plazo.

El exceso de retórica está estrechamente vinculado al exceso de nacionalismo. Una de las cosas que distingue a las sociedades latinoamericanas es su profundo y acendrado nacionalismo. Partiendo de tal premisa se entienden las grandes dificultades existentes para que los distintos países cedan cuotas mínimas de soberanía a instancias supranacionales, sin las cuales cualquier avance en la integración está condenado al fracaso. De forma simultánea, el fuerte nacionalismo presente en la región es el que lleva a justificar los fracasos en la integración regional como parte del complot imperialista mencionado más arriba: si la integración no avanza no es por los errores propios, sino por las conjuras ajenas. A Estados Unidos no le interesa en absoluto la integración regional y por eso apuesta por la estrategia del «divide y vencerás». Aislados y separados, cada uno de los países latinoamericanos es presa fácil de la voracidad imperial, lo que no ocurriría si se unieran. Pero, en realidad, no se integran porque no quieren, o eventualmente porque no pueden, pero no porque nadie los obligue a vivir separados.

Por último tenemos el tema del liderazgo. Si en Europa la integración regional avanzó, salvando todas las distancias con el caso latinoamericano, es porque tanto Alemania como Francia fueron conscientes del papel que debían desempeñar. No sólo eso. Ambos países, y sus gobiernos, sabían que el liderazgo tiene un costo y decidieron asumirlo. En América Latina ha ocurrido, tradicionalmente lo contrario. Ni México ni Brasil, los dos grandes colosos regionales, están dispuestos a asumir los costos, tangibles e intangibles, del liderazgo, comprometiendo de ese modo los avances del proceso integrador. Y lo que es peor, las relaciones entre ambos países, simbolizadas en sus respectivos ministerios de Exteriores, los palacios de Tlatelolco e Itamaraty, no son nada buenas, sino todo lo contrario. Existe hoy un país dispuesto a asumir los costes del liderazgo, sin problemas políticos ni económicos de ningún tipo. Se trata de Venezuela. Sin embargo, la capacidad de Hugo Chávez de atraer detrás de sus propuestas a los demás países de la región es escasa y sus logros se deben básicamente a las afinidades ideológicas, convenientemente engrasadas (Bolivia, Ecuador o Nicaragua), o al éxito de su petrodiplomacia (Honduras, el último fichaje del ALBA).

Así como mucho se habla de integración, mucho se ha escrito y seguirá escribiéndose sobre el tema. Sin embargo, dada la naturaleza permanentemente cambiante de sus procesos y de su propia naturaleza, la mayor parte de la producción político-académica trata de responder precisamente a esos retos de coyuntura. La obra editada por Josette Altmann y Francisco Rojas Aravena, directivos de la sede central de FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), en Costa Rica, es un serio intento de sintetizar el estado de la cuestión y de repasar los principales problemas por los que atraviesa la integración regional en América Latina.

Se trata de un conjunto de trabajos que tratan de huir de las aproximaciones triunfalistas o superfluas, que son las que acompañan las cumbres presidenciales, caracterizadas por una profunda autocomplacencia. Por el contrario, en este trabajo se parte precisamente de poner de relieve lo que los editores llaman las «paradojas» de la integración, que pueden resumirse en las tres siguientes: 1) la paradoja democrática, 2) la paradoja del mayor crecimiento económico, y 3) la paradoja de la retórica. La paradoja democrática señala que, si bien hay más democracia, una parte cada vez mayor de los ciudadanos latinoamericanos cuestiona su calidad y, por ende, su capacidad de mejorar la condición de vida de los países de la región, con su impacto negativo sobre la integración. La paradoja del mayor crecimiento económico alude al proceso vivido en los últimos cinco años, donde todos los países registraron altas tasas de crecimiento, aunque esto último fue insuficiente para reducir la desigualdad y la pobreza de forma significativa. Por último, si bien nos enfrentamos a un discurso claramente integracionista, repetido una y otra vez por los dirigentes políticos, lo cierto es que la tendencia existente habla de una creciente fragmentación de los procesos de integración.

Una vez constatadas las debilidades por las que atraviesan los distintos procesos de integración regional o subregional en marcha, el libro intenta dar respuesta al significado que la globalización tiene para la región. De este modo nos encontramos con trabajos más centrados en los aspectos políticos, institucionales y organizativos del problema, y otros que tratan de responder a las cuestiones más estrictamente económicas.

Uno de los puntos más candentes del debate sobre la integración pasa por la discusión acerca del papel del comercio internacional en la misma. De ahí el interés de trabajos como el de Diego Cardona, que se plantea la pregunta clave de «qué clase de integración queremos», algo que no siempre queda claro en las agendas de las cumbres presidenciales latinoamericanas. Una muestra del actual estado de la discusión es el abundante número de trabajos sobre los potenciales actores del proceso, sean éstos de naturaleza interna o externa. Como en toda obra colectiva hay artículos de profundidad e interés desiguales, aunque nos enfrentamos, sin lugar a dudas, con una excelente recopilación de trabajos que evidencian claramente los actuales problemas y las limitaciones de los procesos de integración regional, que no son pocos.

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