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El señor Velázquez recibe

La infanta baila

MANUEL HIDALGO

Plaza & Janés, Barcelona, 1997

187 págs.

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Al pasar la última hoja de la novela La infanta baila, de Manuel Hidalgo, se quedará el lector con la vaga impresión de que ha estado a punto de leer una buena novela y de que no ha sido así, y de que, en cierta forma, lo lamenta. Acudirá a su mente con docilidad ese axioma de la gastronomía según el cual ningún cocinero tiene asegurado el éxito del resultado por muy buenos que sean los ingredientes; y la estirpe de los ingredientes de La infanta baila es de las más nobles: un profesor universitario que alienta una oculta vocación de aventurero (Indiana Jones), una animación nocturna por cuenta de las figuras de unos cuadros de Velázquez (el «Cascanueces» de Hoffmann), y unas atinadas descripciones del lumpen madrileño (muy Baroja fin de siglo). ¿Por qué no acaban de establecer una relación armónica entre sí los diferentes elementos? Deben descartarse, por fáciles, el apresuramiento o la falta de pericia. No. Tal vez el relativo fracaso dependa no tanto de limitaciones del escritor, cuanto de las limitaciones que se haya impuesto a sí mismo a la hora de escribir la novela.

Si la idea de relacionar con íntima cercanía el Madrid del siglo XVII con el del último año del segundo milenio es, digan lo que digan los refinados, fascinante, ¿por qué se ha empeñado el autor en dejar mudos a los personajes de los cuadros?, ¿por qué no ha permitido a los lectores escuchar sus reacciones ante el Madrid por el que vuelven a pasearse tras casi cuatro siglos de ausencia? Hay más de una respuesta a esta pregunta, claro, pero, en las páginas de la obra, casi se acerca a la frontera del delito de lesa literatura el laconismo con el que Velázquez descubre la televisión: «Velázquez descubre la televisión. Y se queda ahí. Mirando».

Pero si esta bagatela no le parece lo bastante convincente al lector, puede elegir como segundo ejemplo su reacción, la de Velázquez, ante las pinturas de Goya: «Huye». Esta escena, que en las diestras manos de Thomas Mann habría sido ocasión para todo un tratado sobre la psicología de las relaciones entre la estética del romanticismo y la del barroco, la despacha Manuel Hidalgo no sólo de forma sumaria, sino de una forma en la que el relativismo descansa en una concepción ingenua del progreso histórico, ante los cuadros de Goya: «El pintor tiembla por la sorpresa. La libertad en la visión del mundo, la posibilidad de optar por lo feo y por lo horrible, un universo moral tortuoso, una vida atormentada por el mal y lo deforme, el imperio de la violencia, del diablo y de la mueca, las más retorcidas pesadillas, los colores de la oscura ultratumba. La libertad de la inspiración, de la pincelada. La libertad». Pero, ¿con qué ojos habrá mirado Manuel Hidalgo la inquietante serie de los cuadros de Velázquez de los bufones? Aquí el lector malicioso no dejará de señalar que tal vez haya momentos en que el autor, mientras escribía, acaso pensaba más en el público al que probablemente estaba destinada esta obra, que en lo que solicitaba de él el material con el que trabajaba. Se redimen otros momentos de la novela allí donde las situaciones proporcionan una comicidad que nace del equívoco fomentado por el anacronismo (esa debilidad que Borges censuraba). Que a todo un Felipe III, con caballo incluido, pretendan arrebatarle una joya unos robaperas, cuando se paseaba por el Centro Cultural de la Villa, no deja de tener su extravagante gracia visual. Que una anciana chiflada piense que Felipe IV es un hijo que le mataron en África tampoco está mal, y tiene su sal gorda la forma en que esta pobre mujer se dirige al penúltimo Austria: «¿Eres del circo? Ven aquí, ¿eres del circo?».

El esteta se sentirá frustrado ante la pobreza de la combustión que nace de los contactos fugaces que propicia la novela entre el barroco, el romanticismo o el expresionismo. Una visita de Velázquez al Museo del Prado puede y debe proporcionar materia de reflexión más interesante que la que se desprende de las páginas de esta obra. Un último efecto castiga por igual al esteta y al lector cuyos intereses sean más generales. Velázquez, ante las Torres de Kio, pinta un cuadro de lo que más le ha llamado la atención en este extraño lugar. La obra de arte resultante, el boceto de Velázquez, se pierde entre las ruedas del tráfico. Este último año del segundo milenio no sabe apreciar ni reconocer lo que tal vez sea más universal o más interesante de las inquietudes del siglo XVII madrileño, pero, después de todo, ¿es que alguien había pensado que no sería así?

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Ficha técnica

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