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¿Hay para tanto?

¡INDIGNAOS!

Stéphane Hessel

Destino, Barcelona?

Trad. de María Belvis

64 pp. 5 €

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Uno respeta a sus mayores, así que resolví seguir el consejo de Hessel e indignarme mucho, aunque todavía no supiera muy bien por qué. Y es que Hessel no se explica demasiado. Con benevolencia, uno podría achacar su espantá al laconismo de un texto que malamente llega a las seis mil palabras y a la fatiga de llevar noventa y tres años a las espaldas, pero ni el uno ni la otra excusan que se embarque al lector en un tobogán de inconsecuencias.

La causa inmediata de que Hessel esté sulfurado son las reformas de los llamados derechos sociales adoptadas en Francia desde 2008, aunque su radio debe ser mayor, pues reformas similares se han extendido recientemente por toda la Unión Europea. Además hay otras, como a continua-ción se dirá.

Si el Estado de bienestar flaquea, Hessel se malicia que los culpables son los «pudientes» y los «especuladores», incorregibles aguafiestas de chistera y chaqué que perpetran desafueros sin cuento, siendo muy principal la creciente distancia entre los muy pobres y los muy ricos. No se sabe muy bien cuál es la relación entre eso y los presuntos recortes de derechos sociales en Europa, pero si Hessel se hubiese preocupado un poco, habría reparado en la abundante evidencia estadística que apunta lo contrario. En el mundo real, la pobreza extrema, lejos de crecer, ha disminuido. Uno puede quejarse de que el ritmo de caída sea lento, pero no de que haya aumentado.

Vayamos a los derechos sociales. Con sus años, Hessel podría haberse percatado de que adecuar la vida labo-ral al aumento de la esperanza de vida no es una pesadilla forjada por los pudientes, sino una necesidad. Quien naciera en Estados Unidos durante los felices cincuenta que Hessel tanto celebra, podía esperar vivir hasta los sesenta y ocho años y hasta los setenta y ocho de haber nacido en 2008; quien en Francia, hasta los sesenta y siete y los ochenta y uno, respectivamente. Es decir, en 1950, el estadounidense que se jubilaba a los sesenta y cinco podía cobrar su retiro durante tres años y el francés durante dos. Hoy serían doce y dieciséis, res-pectivamente. Por su lado, la tasa de fertilidad en los países desarrollados ha ido disminuyendo y en la mayoría de ellos está por debajo de la de reposición, es decir, cada vez habrá más retirados en relación con la población activa, y eso cuesta un pico. Hessel cree en el desarrollo sostenible con la fe del carbonero, pero rehúsa entender que eso de la sostenibilidad pueda ser algo más que un mantra progre.

Palestina es otra gran razón para indignarse, aunque, como en el caso de la pobreza extrema, tampoco cons-te su relación con los derechos sociales de los europeos. Judíos como el propio Hessel y no judíos deberían llegarse hasta Gaza y Cisjordania para comprobar hasta qué punto han pervertido los gobernantes israelíes «los valores humanos fundamentales del judaísmo». Con el mismo desparpajo de que hacían gala los amigos de la Unión Soviética en los años treinta, Hessel ensalza «el comportamiento de los gazatíes, su patriotismo, su amor por el mar y las playas, su constante preocupación por el bienestar de sus hijos, innumerables y risueños», y afea al ejército judío no haber contado con más de cincuenta heridos durante la Operación Plomo Fundido en 2008-2009 (en realidad, hubo también trece muertos israelíes) en contraposición a las mil cuatrocientas bajas palestinas: «mujeres, niños y ancianos», dice Hessel, con lo que, si estas cuentas fueran correctas, se diría que en Gaza no había a la sazón comba-tientes de Hamás. Ahí está, dice Hessel, por si se dudaba de los crímenes israelíes, el Informe Goldstone. Por cierto, con una desvergüenza sin parangón, Goldstone iba a reconocer más tarde (The Washington Post, 2 de abril de 2011) que su juicio había sido apresurado y que, mientras «va de suyo que los crímenes contra la humanidad supuestamente perpetrados por Hamas fueron intencionales –lanzando deliberada e indiscriminadamente sus cohetes contra objetivos civiles–, […] las investigaciones [del ejercito israelí y de Naciones Unidas] indican que [Israel] no tuvo como política el convertir intencionalmente en blancos a los civiles». Sin duda, no puede culparse a Hessel de que al escribir su panfleto ignorase un mea culpa que aún no se había producido, pero sí reprocharle la misma prisa de Goldstone en dar crédito exclusivo a la versión de Hamás e ignorar por principio las explicaciones israelíes.

Hessel hace ostentación de buena entraña y no recomienda el terro-rismo como forma de resistencia a la opresión, aconsejando, en cambio, la no violencia practicada por -Gandhi, Martin Luther King Jr. o Nelson Mandela (?). La regla, sin embargo, habría de acomodarse según su peculiar jurisprudencia para «un pueblo [que] está ocupado con medios militares infinitamente superiores». Esta es una posición singularmente acomodaticia. Si algo disgusta a Hessel en Hamás y otros grupos terroristas no es que provoquen la muerte de inocentes, no, sino que esas acciones son poco útiles para sus justos fines. Si lo fueran, piensa uno, tal vez Hessel disculparía la matanza de dos niños, uno de cuatro años y otro de tres meses, en un reciente asalto a una familia de colonos israelíes; o los cohetes contra la población civil de Sderot; o el ase-sinato de Vittorio Arrigoni, un activis-ta italiano propalestino que, según sus aguerridos victimarios gazatíes, «había venido a extender la corrupción por nuestra tierra».

Así que llegué al final del escrito sin saber bien hacia dónde dirigir mi indignación. Y en eso me acordé de que Hessel se atribuye haber participado en la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Fue jefe del gabinete de Henri Laugier, secretario general adjunto de la ONU: es decir, para quien sepa entender, que desempeñó un papel burocrático escasamente más lucido que el de los taquígrafos. Uno respeta a sus mayores, pero tiene derecho a pedirles que no se comporten como el abuelo Cebolleta. Eso sí que cabrea

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Ficha técnica

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