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La imagen social de la justicia española

Opinión pública y justicia. La imagen de la justicia en la sociedad española

JOSÉ JUAN TOHARIA

Consejo general del Poder Judicial, Madrid, 171 págs.

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La administración de justicia ha sido sociológicamente –no digamos ya filosófica o políticamente– considerada como un centro inquebrantable de la modernidad. Durkheim colocaba al derecho restitutivo en el núcleo mismo del vínculo social moderno, materializado en su solidaridad orgánica, y Weber hacía coincidir el avance de la razón misma con el de la legitimidad racional-legal. La juridificación de la vida social ha sido así considerada sinónimo de bienestar, de perfección en las formas de convivencia y de progreso civilizatorio.

Sin embargo, en los últimos años, coincidiendo con ese borroso concepto epocal que hemos venido denominando postmodernidad, hemos asistido también a un evidente descentramiento de ese lugar seguro y confiado de la justicia y un sinnúmero de señales de alarma resuenan en todas las sensibilidades sociales inquietas. De esta forma, a la ya largamente denunciada, desde posiciones fenomenológicas, colonización del mundo de la vida cotidiana por parte de un sistema legal cada vez más opaco y despersonalizado, se le añade un proceso de acumulación de las clásicas, tópicas y largamente estudiadas por la sociología de las organizaciones, pero no menos temibles, disfunciones burocráticas (desplazamiento de fines, ineficiencia, ineficacia, cierres corporativos, áreas de incertidumbre en la responsabilidad y control de los procesos, etc.); sin olvidar uno de los efectos perversos más espectaculares de la «modernidad desgastada» en que parecemos encontrarnos, esto es, la judicialización de la vida política, que se podría leer como una expresión más de la actual sociedad del riesgo –según la conocida teorización de Ulrich Beck-donde por una fuerte desconfianza institucional se trata de reducir la incertidumbre traspasando la responsabilidad de unas esferas a otras del Estado.

Para España el tema es todavía más dramático debido a nuestras propias características: ilegitimidad radical del Estado franquista, transición democrática, modernización forzada y desajustada de la Administración española, incremento de la demanda de justicia como marco institucional del propio crecimiento y modernización del mercado y la sociedad española, etc., y, por ello, la visibilidad social de la justicia española sometida a estos avatares ha sido, al menos en algunos momentos críticos, preocupante. En este estado de cosas, el libro de José Juan Toharia es, además de pertinente y necesario por motivos profesionales y académicos, fascinante por cuanto nos pone delante de una de las realidades cotidianas más controvertidas, pero seguramente también menos conocidas a nivel popular, como es la administración de la justicia en la ya no tan joven democracia española, y, sobre todo, vista desde el ángulo todavía más inédito, si cabe, del estudio de lo que el psicosociólogo francés Serge Moscovici, siguiendo y ampliando una tradición ya centenaria en su país, denomina las representaciones sociales.

Toharia parte de un cuadro teórico solvente en el que a la vez que trata de explicar las causas del actual protagonismo social de la Justicia, defiende una concepción de la misma más cercana al servicio público de y para la ciudadanía que al poder judicial supremo y descontextualizado. El libro propone un doble movimiento, por una parte la formalización de un posible protocolo de evaluación de una «buena justicia», utilizando una serie de rasgos maestros –imparcialidad, independencia, responsabilidad, competencia, accesibilidad y eficacia– para la construcción de indicadores fiables, comparables nacional e internacionalmente y aplicables a diferentes colectivos (profesionales, usuarios estrictos, población en general, etc.). Por otra parte, se contempla la idea de la validez de la opinión pública –y, por supuesto, de las encuestas de opinión-como forma de evaluación y de creación de una conciencia reflexiva de la práctica de la justicia considerada como un bien social general.

Las observaciones de Toharia sobre este punto son especialmente sensatas, porque al relativizar y limitar el concepto de opinión pública –y las técnicas convencionales para su investigación– este concepto adquiere dimensiones más modestas, pero desde luego mucho más útiles para el estudio de la realidad social. En este sentido, desde el ángulo teórico, el autor es consciente de que resulta imposible mantener un concepto de opinión pública absoluto, abstracto y aproblemático. Desde el lado práctico, porque en la obra se reconocen las limitaciones del método de encuesta de opinión y valora en su justa medida la importancia de la interpretación de los resultados, de ahí surge un uso de la técnica razonable, contextualizado y pragmático alejado de cualquier deriva cuantitofrénica o del tecnocratismo ingenuo.

Partiendo, pues, de una encuesta nacional sobre la imagen de la justicia en España, complementada con lo que ya empieza a ser una serie histórica de datos gracias a los barómetros que viene realizando el Consejo General del Poder Judicial desde mediados de los años ochenta –junto con otras encuestas a profesionales o expertos–, y precisamente porque Toharia maneja con profesionalidad e imaginación sociológica los resultados de la encuesta, este barómetro cobra un interés innegable como retrato de la justicia, tal como ésta es percibida por la población española.

La pauta de respuesta aquí es clara –y curiosamente paralela si la comparamos con los resultados de investigaciones realizadas directamente al mundo de los expertos–, la administración de justicia está bien considerada en cuanto a sus valores constitutivos centrales: imparcialidad, competencia, responsabilidad, independencia, etc.; sin embargo, todos los elementos relacionados con la eficiencia, la eficacia, la accesibilidad, la rapidez o la transparencia son muy poco, o nada, considerados. Nos encontramos con la gris, pero muy clara y bien contrastada fotografía, de una justicia que es contemplada con respeto institucional, pero con desprecio a sus resultados, a la organización de sus procesos y a la utilidad de sus productos. Curiosa, pues, la situación de una opinión pública que admite la funcionalidad, necesidad y legitimidad de un servicio, y la de sus responsables, y que percibe, por el contrario, una enorme falta de calidad en sus resultados palpables.

Toharia acaba llamando la atención sobre la situación: estos grises se pueden tornar en negros. Y utilizando, de nuevo con mucho ingenio, una vieja intuición de Seymour M. Lipset, nos acaba diciendo que no hay sistema democrático que no vea socavado su fondo de legitimidad cuando se da una percepción continuada de falta de eficacia. La investigación aquí reseñada nos muestra, de este modo, que la legitimidad de la administración de justicia es considerablemente alta y que ha recorrido la difícil transición postfranquista española con un grado de solidez notable; sin embargo, si las condiciones de extrañeza y desconfianza con respecto a los procesos y resultados se mantienen podemos estar en peligro de una quiebra institucional de la justicia en toda regla. Porque pese a los jugueteos, o las ironías, postmodernas sobre la performatividad intrínseca de los sistemas judiciales y su no necesidad real de legitimidad, no nos podemos permitir el lujo, si queremos mantener democracias avanzadas y reflexivas, de despreciar un sistema de justicia estable y públicamente respaldado. Cualquier proyecto de modernizar la justicia exige más recursos económicos, pero también mayor participación social.

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Ficha técnica

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