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Antigüedad de la nación

LA IDENTIDAD ESPAÑOLA EN LA EDAD MODERNA (1556-1665). DISCURSOS, SÍMBOLOS Y MITOS

Mateo Ballester Rodríguez

Tecnos, Madrid

474 pp.

22 €

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 Las «grandes teorías» –primordialismo, perennialismo, etnosimbolismo, modernismo o posmodernismo– resultan insuficientes para explicar realidades singulares. En consecuencia, los paradigmas explicativos de los fenómenos nacionales tienden a ser sustituidos, dado el gran número de variables posibles, por modelos de alcance limitado, por el estudio de casos específicos en determinados ámbitos históricos y sociales (Anthony D. Smith, Elie Kedourie, Michael Mann). Con todo, la ortodoxia modernista vigente entre nosotros, con escasas voces discrepantes, vincula la aparición de la nación con el mundo moderno a partir de las revoluciones americanas y francesas, cuyo equivalente español es la revolución liberal iniciada en Cádiz con los decretos de las Cortes y la Constitución de 1812. Elemento esencial para la existencia de la nación sería, así, la soberanía o suprema titularidad del poder político. No puede, sin embargo, excluirse a priori la existencia de naciones «premodernas», no soberanas. Las concepciones perennialistas o neoperennialistas (Walker Connor, Joshua Fishman, Keith Stringer, Donald Horowitz, Adrian Hastings, John A. Armstrong, Alfred W. Crosby, Hugh Seton-Watson) deben tenerse en cuenta, pues el enraizamiento medieval de naciones como Inglaterra, Francia y España puede justificarse con cierta solidez. La nación, por último, ¿es meramente una «construcción», una «invención», una «comunidad imaginada»? ¿O, empleando términos de Adam Smith, «una comunidad inmemorial o evolutiva que hunde sus raíces en una larga historia de vínculos y cultura compartida»?

 
No puede, seguramente, definirse científicamente a las naciones (Seton-Watson), mas estas suponen una conciencia de «identidad colectiva» en un grupo humano, una «identidad nacional» en el sentido de que sus miembros «se reconocen» en la nación o en la patria desde una perspectiva cultural o política, al acompañarla un sentimiento de lealtad hacia aquellas. Las naciones son formas abiertas y, por tanto, con múltiples posibilidades de desarrollo, en función del entorno, del proceso histórico en que se insertan, del sistema más amplio al que pertenecen. Las naciones existen –no son meras ficciones– «en la conciencia social o genealógica que [las] comunidades tienen, en cada momento, de sí mismas», en la Historia, en la historiografía. También en el pensamiento y en la literatura –manantiales de ideas y sentimientos–, en los textos jurídicos, en las instituciones y en las acciones de quienes las integran. Por ello, dice Diego Catalán, «el ser y existir de un pueblo ha sido y es constantemente objeto de manipulación histórica: puede ser creado y modificado por la historiografía». 
 
¿Desde cuándo puede hablarse de la existencia de una nación española? Entendemos, se ha dicho ya, que las naciones no surgen con la modernidad. Vinculadas a las identidades étnicas –cuestión a dilucidar es por qué algunas de ellas se convierten en nación y otras no–, las naciones, al menos con anterioridad al siglo xix, preceden a los nacionalismos, a los que dan lugar bajo determinadas condiciones. Aunque creo que puede sostenerse, como para Inglaterra o Francia, el origen medieval de la nación española –conviene tener en cuenta que las raíces medievales de las «naciones antiguas» son aceptadas por los medievalistas, no tanto por los politólogos o los historiadores contemporaneístas, adeptos, casi sin fisuras, al modernismo–, es cierto que en los siglos XV y XVII la identidad nacional española parece afirmarse de forma clara. Momento clave, después del carácter «imperial» que había revestido la monarquía de Carlos V, resulta ser el reinado de Felipe II (1556-1598). Esta es la conclusión de Thomas James Dandelet (La Roma española, 1500-1700, Barcelona, Crítica, 2002) para quien, aun cuando la importante presencia de distintas naciones hispanas en Roma se remonta, al menos, a la época de los Borgia, es en la segunda mitad del siglo XVI cuando asistimos al amplio desarrollo de la nación española, en el sentido de representaciones colectivas y construcción nacional. El contexto romano resultó ser así «como un microcosmos tanto de las prácticas imperiales de dominación política de España, como del proceso análogo de hispanización de las “naciones hispanas”». 
 
También Pablo Fernández Albaladejo, en su estudio «Materia de España y edificio de historiografía», que da nombre al libro Materia de España. Cultura política e identidad en la España moderna (Madrid, Marcial Pons, 2007), pone de relieve la trascendencia que, a los efectos que venimos señalando, tiene la época de Felipe II o, más exactamente, los cinco años que transcurren entre 1543 y 1548, segunda regencia del príncipe. Ven la luz entonces una serie de obras históricas con las que se pretende ilustrar al futuro rey, mostrándole la importancia –linaje y nación– de la herencia que habrá de recibir, sin parangón posible, por su glorioso pasado, con reino alguno. Fernández Albaladejo «detecta y persigue el proceso de condensación de una materia que entre mediados del XV y del XVI, acaba constituyéndose en un autentico núcleo identitario». Tal como dijera Elio Antonio de Nebrija en 1492, «los miembros y pedaços de España que estaban por muchas partes derramados» se habían convertido en «un cuerpo e unidad de reino». De esta forma se rompe el molde o la forma medieval nacional con la que venía conociéndose España, al no poder cobijar una nueva realidad nacional: «Es el momento de la efectiva invención de España». 
 
En el libro de Mateo Ballester Rodríguez aquí reseñado se argumenta exhaustivamente la tesis que venimos recogiendo: el reinado del monarca de El Escorial –«viraje nacionalizador»– prolongado en el de sus sucesores Felipe III y Felipe IV, como época decisiva en la construcción de una identidad española. Mostrándose de acuerdo con Hastings en que los más modernos teóricos del nacionalismo «parecen poco versados en historia pura», considera que, frente a la excesiva tendencia a la abstracción de aquellos –John Breuilly, Ernest Gellner, Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, principalmente– resulta necesario acudir a las fuentes. El estudio de entre otros, historiadores como Esteban de Garibay, Ambrosio de Morales y, sobre todo, Juan de Mariana; literatos como Lope de Vega, Calderón o Cervantes; tratadistas políticos o publicistas como Pedro de Ribadeneyra, Baltasar Gracián, Gregorio López Madera, Juan de Salazar o Benito de Peñalosa, permite comprobar en la mentalidad de la época «un arraigado sentimiento de identificación y orgullo hacia una lengua, una cultura y una idiosincrasia compartida, a la que explícitamente se describe como española y una identidad política que dirige su lealtad hacia la idea de España». Tal identidad se expresa con los términos de patria y de nación, frecuentemente nación española. Y lo que más importa destacar: la relación asignada a estos términos debe, por lo tanto, entenderse como de continuidad y no de ruptura». Ciertamente, los territorios españoles, aunque subsumidos en una identidad política más amplia, la Monarquía Hispana, estaban fragmentados en el plano político-administrativo y fue en época de Felipe II cuando se desarrolló de forma intensa, aunque no estuviese del todo ausente con anterioridad, «la percepción de que España y los españoles constituían el colectivo central y rector de este conglomerado territorial» al hacer suyo el proyecto imperial. En definitiva, asistimos desde la segunda mitad del siglo XVI a una redefinición de la monarquía de los Habsburgo como Monarquía de España. Tal identidad nacional española, «no excepcional: la encontramos en Inglaterra, Holanda o Francia», se vincula con la monarquía y la religión católica: la causa de Dios era la causa de la nación. Convive dentro del ámbito peninsular con otras identidades colectivas, sean culturales –Castilla, Aragón, Vizcaya– o políticas: Portugal, Cataluña. Asimismo, la identificación con la nación española, aunque se dio en todos los territorios peninsulares, alcanzará su plenitud en Castilla, variando en los demás territorios señalados, tal como se manifiesta en autores pertenecientes a los mismos: Baltasar Gracián, Esteban de Garibay, Andrés de Poza, Luis de Camoens, Martín de Viciana, Cristòfor Despuig o Francisco de Moncada.
 
Ballester analiza los «discursos formadores de la identidad», por cuanto esta se configura simbólicamente mediante diversas retóricas y manifestaciones culturales. En este sentido, esa identidad española, tan potente desde la segunda mitad del siglo XVI, tanto en lo que se refiere a la intensidad del vínculo emocional que enlaza a las élites sociopolíticas, intelectuales y religiosas de la nación, como a la extensión popular –difícil de precisar– de tal sentimiento, se constituye y manifiesta a través de una pluralidad de expresiones que van desde la afirmación de una idiosincrasia nacional (Huarte de San Juan) a la conciencia de crisis, cuyas primeras manifestaciones se producen ya en el reinado del Rey Prudente. Pasando por la historiografía (Juan de Mariana); la producción y representación de comedias (Lope, Calderón, Cervantes, con su Numancia); la cultura y el idioma. Y, finalmente, el enfrentamiento con el «otro», el «enemigo», el «francés», cuya deficiente idiosincrasia contrasta con las virtudes propias: el comienzo de la guerra con Francia en 1635 supone un hito importante al consolidar la enemistad, «casi natural», entre las dos naciones. 
 
Resulta, por tanto, manifiesta la existencia de una identidad nacional española en los siglos XVI y XVII: ¿puede con ello hablarse de nación española? O, de otra manera, ¿son equivalentes identidad nacional y nación? No exactamente, por cuanto se ha señalado que para afirmar la existencia de esta resulta necesario que la conciencia de dicha identidad se extienda más allá de un reducido círculo gubernamental y de unas élites concretas. Aunque, como dice Hastings, «no invalida la existencia de una nación a comienzos de la Europa moderna el hecho de que muchos miembros del campesinado tuvieran poca sensación de formar parte de la misma». Mas, ¿de qué porcentaje de la población estamos hablando? Autores como Hugh Seton-Watson, Walker Connor y el propio Adrian Hastings hablan de una «mayoría significativa» de la población afectada, cuya apreciación supone un difícil problema cuando se trata de períodos en los que no existe información estadística; por ello, Ballester, prudentemente, emplea el término identidad nacional española con preferencia al de nación española.
 
No cabe concluir el comentario del libro de Ballester sin subrayar la extremada erudición del autor, el rigor en la construcción y la solidez de sus conclusiones. Y, al final, la incertidumbre identidad nacional o nación parece resolverse, en mi opinión, a favor de esta última: «La producción cultural del Barroco expresa un ideario nacional, que por medio de nuevas formas masivas de entretenimiento, como fueron especialmente las comedias, alcanzó y presumiblemente mediatizó a la población urbana». Asimismo, existen una serie de documentos –cartas, relaciones, informes, ordenanzas– en los que se refleja o adivina la mentalidad popular. Especialmente ilustrativas son las referencias a las reacciones populares frente a los numerosos conflictos internacionales en que se vio envuelta la Monarquía hispánica. Se adivina en ellas un «patriotismo popular creciente, expresado en las actitudes xenófobas, en concreto hacia los extranjeros en suelo español y, de forma más general, en la consideración global de los países contra los que se lucha».
 
La construcción de la nación española –entendida la nación no como «una realidad dada sino como obra en progreso», aunque lo contrario también sea posible (Eugen Weber)– continuará después del «federalismo por la fuerza», encubridor del «estancamiento político y administrativo en un mundo que estaba en pleno cambio» (John H. Elliott) del reinado de Carlos II, y del «dinasticismo autocrático y patrimonialista» de la primera parte del de Felipe V. A partir de 1739 –crisis financiera, guerra contra Inglaterra, participación en el conflicto sucesorio austríaco–, los intereses nacionales, según señaló William Coxe, se imponen sobre los dinásticos, con el fracaso de los Pactos de Familia (Fernández Albaladejo). Y el reformado Estado español del siglo XVIII dará un decisivo impulso a la «nacionalización» del país: 1808 será el momento en que la nación, fortalecida en la centuria anterior, y al desaparecer prácticamente el Estado, se manifestará con toda su fuerza. Mas esta es otra historia.
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