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España: los argumentos de la novela

El nacimiento de Carmen.Símbolos, mitos, nación

CARLOS SERRANO

Taurus, Madrid

364 págs.

2.950 ptas.

La novela de España. Los intelectuales y el problema español

JAVIER VARELA

Taurus, Madrid

428 págs.

3.200 ptas.

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Por mucho que se diga, no han desaparecido todavía las preocupaciones intelectuales por el llamado problema español. Ahí están, para demostrarlo, las Reflexiones sobre el ser de España, que permitieron a la Academia de la Historia ganar hace un par de años el Premio Nacional de esta disciplina, o las obras más recientes de Javier Tusell y Juan Pablo Fusi. Aunque el testimonio más contundente de la permanencia lo ofreció, el verano pasado, nuestro nobel de literatura, Camilo José Cela, en una sonada conferencia sobre los defectos y virtudes de los españolesEn la inauguración de los cursos de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Santander, Cela definió a la envidia como el principal defecto nacional, y a la desobediencia como la virtud más relevante (El País, 29 de junio de 1999). La lista de defectos, de acuerdo con el resumen del periódico, incluía además «incapacidad para la ciencia, incomprensión del fenómeno religioso o afán de dominio personal», y también «envidia, discordia, carácter disociativo, mesiánica demencia, epiléptico cariz de las reacciones políticas, parálisis de sus estructuras sociales». Una imagen «desoladora y amarga: no menos, tampoco, que cierta: y sangrante», fue la conclusión de una conferencia que, sin duda, habrían firmado con gusto los más radicales de nuestros regeneracionistas.. Lo que, en cambio, resulta una novedad es la conversión de esas preocupaciones en objeto de estudio historiográfico, es decir, en un capítulo de la historia cultural española. Abrió el camino, al menos en su último recorrido, Inman Fox con su libro sobre La invención de España (1997); y aunque desde ópticas muy distintas, lo han seguido las dos obras objeto de este comentario.

Lo nuevo, en estos casos, se refleja en los mismos términos con que se califica la cuestión. De «invención» hablaba Inman Fox, trasladando al caso español la famosa expresión de Hobsbawm y Ranger sobre «la invención de las tradiciones»; al «nacimiento» de los mitos y símbolos que sirven para la construcción –otro término clave desde esta perspectiva– de la identidad nacional se refiere, por su parte, Carlos Serrano. Aún más radical, Varela ha definido como «novela» el tema de su estudio, sin precisar si con ese término se refiere al problema español o a las elucubraciones intelectuales en torno a él. En todo caso, los tres se sitúan claramente dentro de un nuevo paradigma de análisis de los fenómenos nacionales: las naciones no son realidades preexistentes, no son «cosas», sino procesos históricos, artefactos creados –construidos, inventados, imaginados– por los nacionalistas; porque, como explica Carlos Serrano, «no es la patria la que hace al patriota sino los patriotas los que hacen la patria» (pág. 9). El paradigma cuenta ya con sus clásicos (como Gellner, Hobsbawm o Benedict Anderson), y poco a poco se ha ido extendiendo entre los historiadores españoles, con excepción de quienes aún permanecen anclados en las viejas concepciones de los nacionalismos esencialistas, bien se trate del nacionalismo español o de los periféricos.

Aceptado este principio, el recorrido de las dos obras que directamente nos ocupan es notablemente distinto. Si en un caso (Varela) se aborda el problema desde la óptica clásica de la historia de las ideas, poniendo por ello el acento en las construcciones explícitas y articuladas de un puñado de intelectuales relevantes del siglo XX español, en el otro (Serrano) es la nueva historia cultural, o sociocultural, la que está en juego; en especial, son los análisis de los «lugares de memoria» (Pierre Nora) o de la simbología republicana en Francia (Maurice Agulhon) los que sirven de soporte e inspiración para el estudio. Veamos, por ello, por separado los argumentos de uno y otro.

LOS AUTORES DE LA NOVELA

Con su recorrido por la «novela de España», lo que Javier Varela ha pretendido es defender e ilustrar un argumento central: que «los intelectuales españoles, en su gran mayoría», estuvieron obsesionados por el «ser de España»; es decir, que sus preocupaciones no se volcaron «sobre el problema educativo, o religioso, o político», ni «sobre el problema agrario o industrial», sino «sobre el grande, mayúsculo, decisivo problema español» (págs. 10-11); y que sólo se curaron de esa obsesión cuando la exaltación patriótica del franquismo –última diferencia con Europa, que aún permitió durante cierto tiempo hablar de la peculiaridad española– produjo, como un anticuerpo, el rechazo de la mística nacionalista anterior y la apuesta complementaria por los valores de la modernidad encarnados en Europa. De esta forma, ya en la transición política el problema español se disolvió o, lo que es peor, cayó en el ridículo; y «la metafísica nacionalista sobre la unidad, el destino, la psicología peculiar y los orígenes absolutos» tuvo que dejar paso –con la excepción de algunas corrientes nacionalistas a las que nos referiremos más adelante– a las preocupaciones más terrenales sobre «crecimiento económico, democracia y salvaguardia de los derechos individuales» (pág. 20).

Aunque el argumento se refiere, como acabamos de ver, a dos etapas sucesivas y contrapuestas, el análisis de la obra está claramente centrado en la primera de ellas: en el largo período en el que los intelectuales españoles –cuyos sentimientos patrióticos aparecen definidos en términos de «dolor mezclado con insólita fruición», o de «odio y amor apasionado (pág. 11)– construyeron, en respuesta a su «patriótica angustia», sucesivas interpretaciones sobre el «ser de España» y los problemas y peculiaridades de la trayectoria histórica del país y sus habitantes. Es aquí, por consiguiente, donde se encuentran, al menos a mi juicio, las principales virtudes y también los mayores defectos del estudio de Varela. Virtudes y defectos que tienen que ver, de nuevo en mi opinión, con un claro desajuste entre la tesis ya mencionada y los estudios concretos a través de los cuales se pretende demostrarla.

Hay, para empezar, brillantes semblanzas de un puñado de autores de primera fila y análisis detallados de algunas corrientes culturales decisivas en la historia intelectual del siglo XX . Con notable erudición, aunque a veces se eche en falta la lectura directa de alguno de los personajes estudiados, y con una calidad literaria que normalmente escasea en los escritos de los historiadores, Varela recorre la obra de algunos grandes creadores, artistas o sabios –de Menéndez Pelayo o Giner de los Ríos a José Antonio Maravall– y describe aquellos grupos o instituciones de los que fueron miembros: desde la Institución Libre de Enseñanza o la «generación del 98», discutible denominación que el autor da por válida, pasando por el Centro de Estudios Históricos, hasta las revistas editadas por los intelectuales falangistas de postguerra. Teniendo en cuenta la tesis de fondo, no puede sorprender que la nómina de los elegidos esté compuesta sobre todo por quienes dedicaron todo o buena parte de su tiempo a la reflexión sobre el pasado español en sus distintas vertientes: a la filología y la historia de la literatura, como Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal o Américo Castro; a la historia de las prácticas jurídicas o sociales, y también de las instituciones y las ideas, como Altamira, Costa, Sánchez Albornoz o Maravall; a la historia del arte, como Manuel Bartolomé Cossío o Manuel Gómez Moreno; a la «intrahistoria», en la versión de Unamuno, y a la «historia como sistema», al estilo de Ortega; o al ensayismo sobre el pasado que practicaron Azorín o Maeztu.

Ahora bien, en el análisis de estas figuras aparece ya el principal defecto, el rasgo fundamental que desvirtúa y ensombrece las virtudes de esta «novela de España»: un alto grado de parcialidad, que de una u otra manera recorre todo el estudio. Parcialidad, conviene explicarlo, en las dos acepciones básicas que el diccionario atribuye a este término: en el sentido que podemos llamar descriptivo (cuando se habla de los eclipses o los exámenes «parciales»), en la medida en que sólo se presta atención a un sector de los intelectuales relevantes del período, y únicamente a algunos aspectos de su obra; y también en una segunda acepción más valorativa (parcial como «no ecuánime»), porque en su estudio el autor ha tomado partido de forma decidida por algunos de ellos, mientras manifiesta altas dosis de desprecio hacia los demás.

Parcial es, para empezar, el examen de los autores seleccionados. En concreto, no se abordan todas las facetas de su producción intelectual, ni siquiera las más relevantes, sino sólo aquellas que están más directamente relacionadas con la tesis de fondo. Que nadie espere, por tanto, un análisis de las preocupaciones existenciales de Unamuno, de la peculiar metafísica de Ortega, de las aportaciones de los filólogos e historiadores a sus respectivos campos de conocimiento, o de las innovaciones en los distintos géneros literarios de los miembros de la generación del 98. Lo único que importa es la obsesión por España que aparece en ocasiones en sus escritos y que para Varela oscurece cualquier otra actividad intelectual.

Pero la parcialidad no se queda aquí. También afecta, y muy intensamente, a las valoraciones que acompañan al análisis. Como el autor se encarga de poner de relieve muy pronto, sus pretensiones de objetividad tienen un límite claro: no le gustan muchos de los rasgos que encuentra en los objetos de su estudio; en especial, se siente a disgusto con aquellos que precisamente ha colocado en el centro del mismo. «Confesemos –se puede leer en su declaración inicial de intenciones–, que no nos gusta la profecía, ni el cursi aristocraticismo, ni el pathos religioso, ni el pesimismo, ni la irresponsabilidad en política, ni la obsesión de muchos de ellos con el problema español» (pág. 24). De donde se deduce que en la producción intelectual estudiada hay «partes, a veces importantes» que le resultan «detestables». Lo malo es que la obra se dirige precisamente a poner de relieve lo detestable, con olvido de las otras partes que, es de suponer, merecerían una valoración más alta. Por poner un único ejemplo, las «mejores realizaciones» de la Institución Libre de Enseñanza –su interés por la cultura europea, sus métodos pedagógicos, etc.– quedan reducidas a unas pocas líneas (pág. 104) de un capítulo dedicado todo él al «españolismo» de Giner y los institucionistas.

Desde esta óptica, no puede sorprender que en lugar de una explicación de las preocupaciones de los personajes y corrientes elegidas –preocupaciones muy parecidas, dicho sea de paso, a las de otros muchos intelectuales europeos de las décadas finales del siglo XIX e iniciales del XX –, lo que el lector encuentra es una larga serie de condenas, sin muchos paliativos, de las mismas. Al autor no le duelen prendas a la hora de denunciar la «vanidad nacional» de los «intelectuales europeizadores» (pág. 108), el «casticismo antimoderno […], por cierto, de lo más zafio» de Joaquín Costa (pág. 142) o la «ambigua fascinación» por el enano botero de los noventayochistas (pág. 176); ni se inmuta cuando caracteriza a Ortega como un «cazador de metáforas» que «terminó siendo cazado por ellas» (pág. 227), o cuando amonesta a los miembros del Centro de Estudios Históricos porque «trataron de penetrar en el secreto del alma española sin tener en cuenta que ese era un recinto reservado para los místicos» (pág. 257). Tampoco le asusta convertir a Américo Castro en «una especie de San Ignacio», o en un «redentor del pecado español» (pág. 291); y mucho menos de despedir a Sánchez Albornoz, «el diestro de Ávila», lanzando «el sombrero al ruedo y grita[ndo] a pleno pulmón: ¡olé!» (pág. 321).

Un tercer campo en el que la parcialidad es manifiesta es el relativo a la misma selección de autores y corrientes. El estudio, se nos dice, está dedicado a los «intelectuales», y en especial a los más relevantes. Pero ¿quiénes son los intelectuales? No vale, en este caso, una definición sociológica del término, al estilo de las caracterizaciones de la «nueva clase» de humanistas y técnicos a que se refirió Alvin Gouldner. De forma más restrictiva, por intelectuales parece entenderse los «escritores, publicistas, historiadores, políticos metidos al ensayismo o ensayistas dedicados a políticos de ocasión» (pág. 10), los «hombres que viven de la pluma» y que «conciben su intervención en la política como corporación», o, más en general, quienes manifiestan su «pretensión a la dirección de la opinión pública, al magisterio moral, al gobierno de la sociedad incluso» (págs. 148-149). Se puede afirmar, incluso, que no es el estatus, sino la «relación con la política» lo que les define. Si esto es así, resulta sorprendente la selección realizada por el autor. Sobre todo porque en ella se echan en falta figuras y corrientes de primera importancia, a las que no se puede acusar precisamente de falta de interés por la vida pública: entre otros, quienes se dedicaron a la investigación científica (¿no fue Ramón y Cajal, por poner un único ejemplo, un intelectual?), o los que introdujeron en España las nuevas ciencias sociales (¿no tuvo Adolfo Posada alguna pretensión al «gobierno de la sociedad»?), o incluso los creadores que mantuvieron un claro compromiso con diversas opciones políticas, desde el carlista Valle-Inclán al republicano Pérez de Ayala o el comunista Rafael Alberti. Aunque, puestos a echar en falta, las ausencias más llamativas son, sin duda, las de quienes ocuparon cargos políticos tan relevantes como presidente de la República (Azaña), de las Cortes (Besteiro), ministro (Fernando de los Ríos), embajador (Madariaga, Jiménez de Asúa) o incluso alcalde (Tierno Galván).

Que la exclusión no tiene que ver con la calidad de sus aportaciones a la cultura y el conocimiento queda claro al comparar a estos y otros excluidos con muchos de los que han pasado la criba. ¿Son más relevantes las obras de Zuloaga y Regoyos que las de Picasso o Miró? ¿Qué razón hay para elegir a Antonio Machado y a la vez eliminar a Juan Ramón Jiménez y a toda la generación del 27? ¿Son más importantes las obras de Altamira y Maravall que las de Posada, Carande, Caro Baroja o media docena más de cultivadores de las ciencias sociales en el siglo XX ? ¿No será más bien que, a la hora de seleccionar, han sido otros criterios los que han desempeñado el papel principal?

A mi juicio, los criterios utilizados dependen, y de ahí procede la parcialidad, de las tesis que el autor intenta defender. Dicho con cierta brusquedad, nos encontramos ante un argumento circular. Para demostrar la obsesión de los intelectuales por el problema español, el primer paso es excluir a quienes no manifestaron tal obsesión: es decir, a los que se preocuparon por «el problema educativo, o religioso, o político», o por el «problema agrario o industrial». Hecho esto, hay que despojar a los restantes de aquello que no tiene que ver con el «ser de España», para que sólo resalte ese «dolor enorme, profuso y difuso» al que se refería Ortega. Una vez realizada esa doble depuración, un mecanismo inverso permitirá concluir que todos los intelectuales –o, para ser más exacto, «casi todos ellos» (pág. 11)– sintieron el mismo dolor y participaron por igual en una «despiadada búsqueda de la identidad nacional». La tesis previa determina así la selección de los casos y la definición de los límites del estudio; y esta reducción del ámbito del análisis permite, a su vez, demostrar la veracidad del argumento en su conjunto.

Aún se puede mencionar un cuarto ejemplo de parcialidad, esta vez en relación con la parte final de la argumentación. Que las preocupaciones por el «ser de España» desaparecieron tras el franquismo tiene que ver, se nos dice, con una respuesta intelectual a la exaltación patriótica del régimen; pero también está en relación con factores ajenos al mundo de las ideas, como «la industrialización y la urbanización creciente». Lo malo es que esto último no es del todo compatible con el hecho de que en territorios especialmente industrializados y urbanizados como Cataluña o el País Vasco es donde el problema español, olvidado en el resto de España, aún sobrevive en la medida en que los nacionalistas periféricos son «incapaces de existir sin la mitología romántica sobre la totalidad nacional» (pág. 20). Pero si dejamos de lado esta peculiar irrupción de un cierto sociologismo, al que en general el autor no es nada proclive, lo que sorprende es la valoración altamente positiva, casi hagiográfica, del último grupo de intelectuales examinados; es decir, de aquellos que desde posiciones inicialmente falangistas desembocaron por fin en la aceptación de la modernidad democrática y liberal y en el olvido de las preocupaciones metafísicas de sus predecesores. Aquí ya no cabe la crítica, y mucho menos la condena: porque los miembros de ese grupo que formaron «una gran generación de intelectuales: historiadores, poetas, filósofos o moralistas», y a esa generación debemos «la recuperación del tono intelectual, del clima de convivencia y tolerancia en la Universidad o en los medios intelectuales españoles» (pág. 378).

Lástima que quienes nos educamos en aquella Universidad no fuéramos capaces de descubrirlo en aquel momento, y sólo podamos recordar algunos casos, más bien excepcionales, de calidad intelectual y «exigencia moral». Probablemente nos cegó el sectarismo. Aunque más vale dejar de lado las peripecias biográficas, de escaso interés para el lector de este comentario, y volver al objeto del mismo. A un libro al que han perjudicado tanto el exceso de ambición –el intento de presentar una explicación global de una realidad demasiado compleja– como cierto complejo de superioridad poco compatible con lo que debería ser el objetivo de la historia intelectual, y de toda la labor historiográfica: la comprensión del pasado, sin hagiografías ni condenas. Que un valioso conjunto de semblanzas y análisis se haya convertido en una interpretación poco convincente de la trayectoria de los «intelectuales españoles» –o, al menos, de «casi todos ellos»– durante el siglo que ahora acaba es el resultado de esas actitudes.

LA NACIÓN Y SUS SÍMBOLOS

Más modesto en su planteamiento, lo que Carlos Serrano nos ofrece en El nacimiento de Carmen son, si creemos sus propias palabras, «minucias»; o, para ser más exactos, relatos en torno a los símbolos y mitos sobre los que se asienta una identidad nacional, en este caso la española. A la diversidad de símbolos a que está dedicado su libro –nombres de personas o de calles, banderas, himnos, fiestas, monumentos– responde, no podía ser de otra manera, una similar diversidad en los análisis: a veces, descripciones minuciosas de la construcción e inauguración de algunos monumentos (como el destinado a un «Héroe imaginario, Cascorro», al que se dedica el capítulo más brillante, al menos en mi opinión, de la obra); en otras ocasiones, exámenes de larga duración de la historia de la bandera, el himno nacional o las festividades patrióticas. Pero por debajo de estas diferencias, lo que se encuentra es una mirada interpretativa única, que podríamos definir, con permiso de Clifford Geerz, como un intento de «descripción densa» en busca del significado de tales «minucias». Dicho en los términos del propio Serrano, su enfoque supone el abandono de toda interpretación global –de «esos grandes conjuntos explicativos sistemáticos de antaño»– sobre el «problema» o el «ser» de España, sustituida por «una percepción fragmentada, como difractada, de una realidad siempre polisémica» (págs. 7 y 18).

De tal planteamiento no debe deducirse, en todo caso, la ausencia de una tesis central. Aunque no se explicite a modo de conclusión, en la presentación y en la propia organización del libro aparece con toda claridad una idea básica: que la identidad española fue una identidad «conflictiva»; conflictiva, sobre todo, por el escaso eco que en la mayoría de la población tuvieron los símbolos acuñados por los detentadores del poder político durante los dos últimos siglos. De la ineficacia del Estado a la hora de imponer su simbología derivó, por consiguiente, la «distorsión» entre unos símbolos oficiales, limitados muchas veces a un uso protocolario, y las expresiones de un patriotismo popular reacio a dejarse encasillar en ellos.

Así ha ocurrido con los símbolos nacionales por antonomasia: la bandera y el himno. Después de dos siglos, la bandera rojigualda no ha llegado a convertirse en «una referencia simbólica fuerte, cargada de semántica propia»; o, lo que es igual, «dista bastante de haber logrado todavía» (el adverbio, subrayado por mí, quizá deba entenderse como un rasgo de optimismo por parte del autor) «su plena legitimidad en tanto que distintivo de la identidad común de una homogénea colectividad española» (págs. 104-105). De hecho, han sido varias las alternativas a la bandera bicolor a lo largo de ese período: desde la tricolor, convertida en oficial en la Segunda República, pasando por las banderas proletarias (la roja, la negra o la rojinegra) hasta las banderas nacionalistas, como la senyera o la ikurriña. Una situación peculiar, sobre todo si se compara el caso español con el de nuestros vecinos franceses y su intensa identificación con la enseña nacional. Pero tampoco el himno nacional –un himno sin letra, dicho sea de paso– ha dado origen a los mismos sentimientos de identificación que La Marsellesa o God save the King. Y no por falta de patriotismo, como alguien podría pensar, sino porque en los momentos de exaltación nacional la mayoría de la población encontró una mejor expresión de sus sentimientos en piezas de zarzuela como la marcha de Cádiz, o más tarde «La banderita española» de Las Corsarias.

No tuvieron más éxito otros esfuerzos nacionalizadores emprendidos por el Estado desde el siglo XIX . El afán de los liberales por convertir el espacio urbano, y en concreto el callejero de ciudades como Madrid, en un instrumento de nacionalización (a base de sustituir las antiguas denominaciones de las calles por los nombres de héroes de la guerra de independencia o de los principales personajes del liberalismo) chocó con los sucesivos cambios políticos, que hicieron imposible la pervivencia de la nueva nomenclatura. En especial, chocó con el empeño del franquismo por borrar todo recuerdo del pasado; y no sólo del pasado republicano más reciente, sino incluso de la tradición liberal en su conjunto. La labor de la llamada «Comisión de Estilo» que creó el Ayuntamiento de Madrid tras la toma de la capital fue en este punto especialmente intensa; gracias a ella no sólo desaparecieron los nombres que recordaban el «movimiento marxista», sino también otros muy anteriores –como Mendizábal o los Comuneros de Castilla– que de todas formas resultaban poco agradables para las concepciones de lo «políticamente correcto» defendidas por los seguidores del nuevo régimen.

Igualmente vana fue, al parecer, la tentativa estatal de generar un culto a los difuntos como «sacralización de la Nación», a la que dedicaron especial empeño los gobiernos de la Restauración. Es verdad que a lo largo del siglo XIX la «fiebre monumentalista», aprovechando en muchas ocasiones los espacios libres que dejó el derribo de conventos desamortizados, se había plasmado en la instalación en lugares públicos de estatuas de prominentes liberales (Mendizábal o Espartero, por ejemplo), o de monumentos a los héroes del 2 de Mayo. Pero resultan más significativos, desde la perspectiva del proceso de nacionalización, los dedicados tras la guerra de Cuba a combatientes como Eloy Gonzalo o Vara del Rey, o incluso el proyecto de un «monumento nacional» con el fin de honrar a todos los soldados muertos en el conflicto. Pues bien, ni unos ni otros despertaron el entusiasmo de la población, poco identificada con el tono oficial de las ceremonias cívicas en que se plasmaba esta pedagogía de la muerte.

Ni siquiera se puede afirmar, por último, que la fiesta nacional haya contribuido a crear sentimientos de identificación colectiva similares a los que suscita, por ejemplo, el 14 de julio en Francia. A falta de una fecha fundadora de la nación, de un mito originario sobre el que asentar la identidad nacional, hubo que buscar en un acontecimiento exterior, el descubrimiento de América, el lazo simbólico de unión entre los españoles. Lo que significaba, de acuerdo con una brillante imagen del autor, una «reversión completa» de las relaciones mantenidas hasta entonces por la península con sus posesiones ultramarinas: tras la definición oficial del 12 de octubre primero como «Día de la Raza» (Maura, 1918), más tarde como «Día de la Hispanidad» (durante el franquismo) y, por fin, como «fiesta nacional» (en 1981), la nación española se convirtió «en la hija de aquellas a las que siempre había tenido por hijas suyas» (pág. 329).

Frente a los fracasos oficiales, sólo quedan –de acuerdo con este argumento– algunos signos de identidad surgidos de una larga práctica colectiva autónoma (bien que bajo la presión, al menos indirecta, de la institución eclesiástica). Entre ellos, una peculiaridad española, la utilización de las advocaciones de la Virgen a la hora de bautizar a las niñas, que Merimée acabó convirtiendo en la esencia misma de la españolidad. Como afirma Serrano, Merimée «no inventó a su Carmen [sino que] la encontró hecha» (pág. 45): le bastó con recorrer las calles vecinas a la Fábrica de Tabacos de Sevilla, por donde transitaban las cigarreras así llamadas; aunque también podría haberse topado allí con otros nombres de igual procedencia, como Dolores, Concepción o Mercedes. Incluso en este caso, el acuerdo masivo y no programado –gracias al cual «un signo de identidad de la española por antonomasia, y a través de ella, de España misma» acabó convertido, vía Merimée y Bizet, en uno de los más potentes mitos del mundo moderno– no soportaría las diferencias políticas. Frente a Carmen, Montserrat acabó siendo el nombre emblemático de la afirmación catalanista, al tiempo que Libertad o Aurora se convertían en los símbolos de una identidad laica y libertaria. De forma que ni aun en el terreno de los nombres fue posible escapar a las divisiones políticas o a las necesidades de identificación particularista.

Quizá de este conjunto de relatos sobre nombre y símbolos se extraiga una conclusión excesiva en torno a lo que ya hace algunos años Borja de Riquer definió como «la débil nacionalización española». El examen de otras «minucias» podría alterar el planteamiento, aunque no cambiarlo por completo. Por eso, más que buscar nuevos símbolos o diferentes «lugares de la memoria», lo más procedente es preguntarse por las causas del fracaso del proceso nacionalizador. No hay en el estudio, por muchas razones admirable, de Carlos Serrano una respuesta precisa a tal interrogante. Lo que su trabajo nos muestra, en todo caso, es la ausencia de mitos fundadores de la nacionalidad cuyo recuerdo, reavivado por los rituales y los símbolos, sirva de base para la construcción y el mantenimiento de una identidad española (al modo como la Revolución de 1789, a la que de alguna manera tiene presente el autor en todo momento, ha servido para la creación y consolidación de la identidad de los franceses). Es verdad que las Cortes de Cádiz o la revolución de 1868 pudieron desempeñar ese papel, y de hecho así ocurrió en los sectores políticos progresistas; pero el predominio de las corrientes moderadas a lo largo del siglo XIX , el fracaso de la experiencia republicana en el XX y el afán del franquismo por hacer tabla rasa del pasado impidieron que tal posibilidad se convirtiera en un hecho. De manera que la nacionalización de los españoles no ha llegado finalmente a buen término.

Conscientes de ello, a finales del siglo XIX y en las primeras décadas del XX muchos intelectuales trataron de cubrir con sus escritos e iniciativas la tarea que el Estado había sido incapaz de llevar a cabo. De ahí la extendida preocupación por el «problema español», cuya historia ha recogido Javier Varela. Que sus respuestas a tal problema hoy no nos parezcan adecuadas no debe llevarnos a olvidar cuáles fueron las raíces de sus preguntas.

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