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Profecías mandarinescas y charlas de café

LA IDEA DE EUROPA

George Steiner

Siruela, Madrid

Trad. de María Cóndor

82 pp.

9,90 €

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George Steiner no sólo es uno de los publicistas europeos más celebrados de la época, sino también una de sus voces oraculares más autorizadas y temidas. En la cultura contemporánea desempeña con éxito dos papeles nada fáciles de cohonestar: es el proveedor de gravedad cariacontecida más destacado de los que están en activo y, a la vez, un fino y ameno polígrafo al que se entiende todo lo que dice y del que siempre hay alguna cita oportuna de la que echar mano. Algunos autores escriben para trágicos culturales a punto de suicidarse y otros para ministros a punto de inaugurar unas jornadas, pero si es una misma persona la que presta ambos servicios el resultado será admirable: toda una prueba de que la trascendencia también puede estar al alcance de todos. Quizá sus notas sobre la naturaleza y el destino de Europa no alcancen la condición de clásico, pero apenas defraudarán a ninguno de los fieles a Steiner.

Según el opúsculo, Europa tiene cinco señas de identidad. Tres de ellas son simpáticas y encantadoras, la cuarta es severamente trascendente y la última moverá, según los casos, al arrebato, a la melancolía o al estremecimiento. Europa se distingue en primer término, a juicio de Steiner, por estar llena de cafés, lugares en los que uno puede conspirar, cotillear, leer, escribir, conversar y, llegado el caso, morir asesinado; en segundo, por favorecer el paseo y la caminata y, en general, el movimiento pedestre –tanto dentro de una misma ciudad como entre pueblos y ciudades–, ya sea para el esparcimiento y la reflexión, ya para la guerra civil o de conquista; en tercer lugar, por poner a las calles y plazas nombres de personajes célebres y apreciar mucho las placas conmemorativas y las estatuas.

Después de tan sazonados aperitivos ha de venir, claro está, la parte más enjundiosa del almuerzo. Es propio del destino de Europa tener que administrar la doble herencia de Atenas y Jerusalén: la del espíritu griego, que nos ha predispuesto en favor de formas exquisitas de conocimiento inútil y actividad sublime –señaladamente la música, las matemáticas y el pensamiento especulativo– y la del monoteísmo judío, con su Libro, su ley y su teología de la historia, y con «sus dos principales notas a pie de página: el cristianismo y el socialismo utópico». Pero, en quinto y último término, por lo que se reconoce a Europa es por estar obsesionada con su propio final, más o menos próximo y amenazante, y con el de la civilización y del mundo, como si la identidad europea no fuera posible sin el temor de su desaparición.

Según cabía suponer, Steiner cree que los cuatro primeros elementos no pasan por su mejor época, de donde se sigue fácilmente que el quinto goza de inmejorable salud. Piense un momento quien crea que el orden de los factores no altera el producto en lo cómica que habría resultado la ordenación inversa: que el primer rasgo de Europa fuera la afición a pensar su final y el último y concluyente el gusto por los cafés. Quizá sorprenda a algunos lectores el desparpajo con que se combinan elementos de tan diversa jerarquía, pero alguien podría replicar que, al fin y al cabo, la habilidad para mezclar el temor al fin del mundo con la expendeduría de infusiones y licores forma parte de los atributos irrenunciables del espíritu europeo. Una tesis tan artificiosa como ésta dejaría de serlo si en lugar de referirla a Europa se aplicara a Steiner, porque a menudo este autor parece estar convencido de que ningún retrato de la cultura occidental es muy de fiar si no recuerda un poco al suyo propio.

Puesto a buscar autoridades –o mejor habría que decir predecesores–, Steiner acude al Weber de Ciencia como profesión y al Husserl de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, con sus consabidas defensas de la razón, de la teoría, del saber desinteresado, de la dignidad de las ideas y de su valor contra la barbarie. A todo esto se debe, según él, lo que en verdad interesa de Europa, y no a «subvenciones bancarias y agrícolas centrales, inversión en tecnología o aranceles comunitarios». Steiner no dice nada de política educativa y es lástima: a la vista de lo que va a ser el «Espacio Europeo de Educación Superior», no habrían venido mal unos pocos avisos apocalípticos. En el capítulo de las propuestas, recomienda que los europeos no volvamos a sucumbir a guerras intestinas, que preservemos nuestra diversidad cultural y lingüística y que pongamos coto «al ordenador, la cultura del populismo y el mercado de masas», males todos ellos provenientes del mundo anglosajón y en particular de Estados Unidos.Todo esto, muy razonable en verdad, constituye la tarea de un humanismo secular que, según se sugiere, goza hoy de una ocasión inmejorable por la decadencia del cristianismo, decadencia quizá merecida por su condición antisemita. Steiner concluye propugnando –nuevamente a mitad de camino entre la charla de café y las profecías del Antiguo Testamento– una «revolución antiindustrial» que salve «ciertos ideales de ocio, de privacidad, de individualismo anárquico». Semejante proceso implicaría «cierto grado de recorte material», aunque «en aspectos todavía muy difíciles de discernir». Europa ha dado lo mejor de sí misma en tiempos de austeridad y de relativa pobreza, y quizá sea eso lo que pueda librarla del «despotismo del mercado de masas y las recompensas del estrellato comercializado» (una conclusión que, como era de prever, no es del agrado de Mario Vargas Llosa, quien reconviene a Steiner en el prólogo por no celebrar las facilidades de que gozan hoy día las masas para leer a Joyce, a T. S. Eliot y a Virginia Woolf).

Quizá fuera instructivo imaginar qué pensaría el lector si cayera en sus manos un texto parecido a éste pero que, en lugar de ocuparse de la idea de Europa, estudiase la de algún lugar a trasmano y poco conocido: la idea, por ejemplo, de Oceanía, la de las Antillas Menores o la de Mongolia Exterior. Lo cierto es que como folleto de agencia de viajes no tendría precio (siempre que se dirigiese a cierto turismo de calidad), aunque después del viaje habría que ver si todos los clientes quedan satisfechos y si algunos no piden la devolución del importe porque el sitio no se parece al folleto. Que los europeos produzcamos descripciones de nosotros mismos del estilo de la de Steiner es un curioso indicio de que hemos pasado a vernos como habitantes de un país exótico, lo cual no deja de ser una ventajosa adaptación a los tiempos. En esto hay que reconocer que el opúsculo constituye un signo cultural nada ligero: hablamos como gente rara, anticuada y descolgada del progreso, casi como nativos que piden la vez en la cola del multiculturalismo.

La conciencia de que uno pertenece a un lugar periférico suele llevar enseguida a concebir doctrinas casticistas y sus correspondientes réplicas cosmopolitas. El cosmopolita y el castizo no surgen, en efecto, en sitios normales, sino en comarcas ultramontanas de romántico pintoresquismo. Porque no sé si han advertido ustedes un rasgo algo inquietante en todo este asunto. ¿No les recuerdan un poco las meditaciones de Steiner sobre la idea de Europa –y, lo que es peor, también las de signo contrario que alguien pudiera oponerles– a ese género literario nacional, en boga hace cien años, en decadencia después y hoy renacido, que ilustra y advierte sobre el ser de España? ¿No habremos descubierto de pronto que nos duele Europa? ¿No será que allí donde nuestros abuelos carpetovetónicos se desgarraban entre españolizar Europa y europeizar España, sus nietos europeos nos debatimos entre ganar con sus mismas armas a Estados Unidos –¡o quizá a la China!– y levantar con brío el estandarte patrio, no desde luego el de Calderón y san Ignacio, pero sí el de Voltaire y Goethe, no el de Bailén y Numancia, sino el de Atenas y Jerusalén? Es cierto que Steiner tiene más mundo que Unamuno, Maeztu o Menéndez Pelayo, pero esto no quita validez a la analogía, porque la cuestión quizá sea la misma, sólo que variando la escala. Resulta indignante y habría que poner una queja: lo que nos costó hacernos europeos para que al final de todo, en lugar de mejores pensiones para la vejez y más sexo para la juventud, le espere a uno en versión aumentada el mismísimo Noventayocho.

 

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Ficha técnica

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