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La historia del ADN: Watson y Crick, ¿juego de niños?

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La estructura en doble hélice del ácido desoxirribonucleico (el ADN, en inglés DNA) se presta a imágenes atractivas, y esa debe ser una de las razones de que se haya convertido en un icono global, quizás el icono más universal de nuestra época. Otra es su papel central en la Biología, como el portador más común de la información genética. Los autores que imaginaron esa estructura, los doctores James Watson y Francis Crick, han sido canonizados por la prensa, que les atribuye incluso descubrimientos que no hicieron. Nos cuesta creer que «DNA» fuera, antes de ellos, la abreviatura de «Dogs Not Allowed» en hoteles y otros establecimientos estadounidenses.

El éxito mediático, tanto en ciencia como en otras actividades humanas, debe mucho a circunstancias extracientíficas, menos relacionadas con el calibre de la invención que con la capacidad para atraer y manipular la atención de los comunicadores públicos. En el caso del ADN, una de esas circunstancias es la labia de Watson, limitada por cierto a la escritura. Su libro juvenil, La doble hélice, revolucionó la forma en que los científicos se dirigen a los lectores no especializados. Su libro más reciente es Genes, chicas y laboratorios: después de la doble hélice.

LA OLIMPIADA CIENTÍFICA DE 1953

En 1953 la revista Nature publicó tres artículos muy breves agrupados bajo el título conjunto «Molecular structure of nucleic acids». En el primero, Watson y Crick, dos científicos jóvenes, proponían la famosa estructura bihelicoidal para el ADN parcialmente desecado y dispuesto en fibras paralelas. Esta estructura aparecía como un modelo, es decir, como una hipótesis que satisfacía algunos conocimientos previos y otros presentados en los dos -artículos contiguos, cuyos primeros autores eran Maurice Wilkins y Rosalind Franklin, respectivamente. Se cerraba así una carrera, breve pero frenética, de unos pocos investigadores. Agrandaba el éxito de los jóvenes la talla de uno de los perdedores, Linus Pauling, que ya era conocidísimo por sus aportaciones esenciales a la Química y a la Biología.

La doble hélice tuvo una resonancia enorme. Los ácidos nucleicos, desdeñados hasta entonces por casi todo el mundo científico, a pesar de los resultados cimeros que ya se habían conseguido, se convirtieron de pronto en el objeto de muchedumbres de investigadores, continuamente crecientes y, por ahora, sin tendencia aparente a saturarse, y mucho menos a disminuir.

Me saldré del coro de los encomios para señalar que cualquiera que hubiera reunido la información disponible en 1953 sobre el ADN hubiera compuesto el modelo en doble hélice sin dificultad. Watson y Crick tienen sin duda el honor histórico de haber llegado los primeros, pero me parece evidente que sin ellos cualquier otro hubiera llegado a lo mismo poco después, como ocurre en las carreras deportivas con sprint final. Watson y Crick desdeñaron el trabajo experimental a largo plazo y persiguieron el éxito instantáneo aplicando métodos de moralidad muy dudosa. Su conducta, un ejemplo brillante de la «cultura del pelotazo», ha encontrado muchos imitadores en la dura competición científica actual. Carecen de la relevancia histórica de los investigadores que, abordando en solitario temas impopulares, consiguen a veces descubrimientos inesperados que sin ellos hubieran seguido ocultos mucho tiempo.

Me permito señalar que la doble hélice es una estructura secundaria del ADN, es decir, una visión tridimensional concreta, en la que dos moléculas de ADN se enrollan una sobre otra. Ni siquiera es la única estructura secundaria del ADN. La estructura primaria de cada molécula de ácido nucleico basta para hacerlo portador de información: una larga cadena con cuatro tipos de eslabones distintos, los nucleótidos. La estructura primaria, representada sencillamente por una serie de cuatro letras, A, C, G y T, llamada secuencia del ADN, es la que nos sirve de guía para entender a todos los seres vivos. Muchos miles de investigadores consultan diariamente el archivo de más de treinta mil millones de letras que contiene las secuencias ya conocidas, no sólo humanas, sino de todo tipo de seres vivos.

El descubrimiento de la estructura primaria del ADN es sin duda más importante que el de su estructura secundaria, pero nadie parece saber a quién se debe. Fue la coronación de siete docenas de años de trabajo por parte de docenas de investigadores, y por él recibió Alexander Todd el Premio Nobel en 1957, mientras que Watson, Crick y Wilkins lo recibieron por su estructura secundaria en 1962. Y más importante aún me parece el descubrimiento de que el ADN es el portador de la información genética. Este descubrimiento se debe esencialmente a Oswald Avery y fue el resultado de un trabajo largo, tenaz, de una calidad impresionante, prácticamente solitario y contra corriente, porque se daba esa hipótesis no sólo por descartada, sino aun por imposible.

QUÍMICA, FÍSICA Y PSICOLOGÍA

Los ácidos nucleicos tienen la cuna más humilde que pueda imaginarse: la investigación de la composición química del pus por parte de Friedrich Miescher en Tubinga (Alemania). Miescher estudió la nucleína, el complejo de proteínas y ácidos nucleicos que ahora llamamos cromatina. Compuso su manuscrito inicial en 1869 y lo propuso a una revista que dirigía su jefe inmediato, Felix Hoppe-Seyler, quien no debió considerarlo muy urgente, porque lo dejó para 1871. Miescher se había formado en Gotinga con Friedrich Wöhler, padre de la química orgánica, y recorrió varias universidades alemanas antes de ser nombrado profesor de medicina en su ciudad natal, Basilea, donde se dedicó a investigar el esperma de salmón, no por la «nobleza» del material, sino por ser rico en nucleína y abundante en el Rin de aquellos tiempos.

El progreso fue lento y difícil, porque la complejidad de la cromatina no estaba al alcance de las técnicas disponibles para purificar sus componentes e identificarlos. Richard Altmann, en 1889, distinguió el ácido nucleico como componente de la cromatina y le dio ese nombre. En ese progreso hay que destacar a Albrecht Kossel, cuyos trabajos, sobre todo en Heidelberg, contribuyeron muchos detalles, no sólo de los ácidos nucleicos, sino de otras moléculas esenciales de la vida, y a Phoebus Levene, un ruso que en San Petersburgo había sido discípulo de Alexander Borodin, catedrático de Química, orgulloso de sus investigaciones sobre la solidificación de los aldehídos, que se describía a sí mismo como «compositor dominguero». Cabe pensar que puede aspirar mejor a la fama un compositor aficionado que un científico competente. Levene, desde su puesto de director del departamento de bioquímica del Instituto Rockefeller de Nueva York, introdujo un error catastrófico: que los ácidos nucleicos son pequeños, de secuencia aburrida (tetranucleótidos) y no pueden contener información. En la ciencia, como en los crucigramas y en los rompecabezas, un error aceptado tiene consecuencias nefastas para el progreso.

La estructura primaria de una cadena de ácido nucleico, como ahora la conocemos, es el resultado de una larga serie de investigaciones y publicaciones que sólo pueden darse por culminadas a mediados del siglo XX (Brown y Todd, en 1952).

Los progresos de la química orgánica de los ácidos nucleicos fueron de la mano del desarrollo de nuevos conceptos generales. En el siglo XIX se creía que la materia viva es un coloide y está formada, por tanto, por partículas bastante grandes dispersas en agua, pero esto no dice nada de la composición de las partículas, que podrían estar hechas de moléculas pequeñas, como en las emulsiones, o incluso de átomos, como en el oro o el grafito coloidal. Un concepto importante fue el de «Baustein» propuesto por Kossel en 1911 para referirse a las moléculas pequeñas que se encuentran repetidas en muchos materiales biológicos, como los aminoácidos en las proteínas; el nombre alude a los bloques de piedra y los ladrillos de nuestros muros. Hermann Staudinger encontró mucha resistencia cuando propuso en 1920 la existencia de macromoléculas, que son cadenas de muchas subunidades pequeñas unidas por enlaces covalentes (polimerización), aun tras demostrar en 1922 que así es el caucho.

Para establecer con precisión la estructura de las moléculas de cualquier tamaño fueron esenciales las contribuciones de Linus Pauling a la teoría del enlace covalente y a la estimación de las distancias interatómicas. El Instituto de Tecnología de California (Caltech), que él contribuyó a crear en Pasadena, tuvo en la ciencia del siglo XX un papel muy gratamente desproporcionado con respecto a su pequeño tamaño real.

Menos obvio fue reparar en el papel crucial de los enlaces débiles en la estructura de las macromoléculas. Para explicar los cambios de conformación de las proteínas, por ejemplo, cuando se cuece un huevo, el chino Hsien Wu propuso en 1931 que las proteínas nativas tienen una estructura tridimensional específica que se debe al plegamiento en el espacio de la cadena de aminoácidos (la cadena polipeptídica) y su estabilización por enlaces débiles, no covalentes. La existencia de estructuras complementarias, como las de la doble hélice y muchas otras macromoléculas, fue una idea de Pauling y Delbrück (1940). Ambos concibieron «sistemas de dos moléculas contiguas con estructuras complementarias», estabilizadas por enlaces débiles (fuerzas de Van der Waals, interacciones electrostáticas y puentes de hidrógeno).
El paso de la Química a la Genética fue vislumbrado en una conferencia dada en Moscú en 1936 por Hermann Muller, un genético estadounidense entonces emigrado a la Unión Soviética: un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades diferentes podría ser portador de información.

El trabajo más famoso de Muller fue la demostración, en 1927, de que la exposición de moscas Drosophila a rayos X da lugar a cambios heredables (mutaciones), con lo que se estableció el primer vínculo entre la Física y la Genética. La figura que más ha influido en el nacimiento de la genética molecular ha sido, probablemente, otro físico, Max Delbrück, miembro de una familia berlinesa que había prestado grandes servicios a la política y a la cultura de Prusia, doctor en astronomía por Gotinga y entusiasta de la física cuántica. Creía que la Ciencia sólo puede ser Física (si no importa la composición química de los sujetos de estudio) o Química (cuando importa), y no desdeñaba del todo la simplificación adicional, atribuida a Rutherford, de que fuera de la Física solo hay filatelia, coleccionismo descriptivo. En Berlín, el joven Delbrück invitaba a gentes interesantes, la mayoría desconocidos entre sí y para él, a reuniones informales en casa de sus padres. De una de ellas salió la colaboración con el genético ruso Nikolai Timoféeff-Ressovsky y el físico radiólogo Karl Zimmer, que llevó en 1935 a una estimación del tamaño de los genes de la mosca Drosophila.

Este resultado, que abrió una vía inesperada para el conocimiento de los genes, fue difundido de una manera atípica: publicado en unas memorias académicas provincianas, Delbrück repartió por correo doscientas separatas a personas que creyó que podrían interesarse. El efecto fue mucho mayor de lo esperado. Uno de los lectores más influidos fue el físico Erwin Schrödinger. Emigrado de Viena a Dublín durante la guerra porque su peculiar vida privada no le permitió aceptar un puesto en Princeton, aprovechó el tiempo escribiendo el libro ¿Qué es la vida?, que movió a muchos físicos a ocuparse de la Biología. El médico italiano Salvador Luria, que recibió un ejemplar de rebote, quedó tan impresionado que decidió que alguna vez trabajaría con Delbrück y, en efecto, ambos recibieron el Premio Nobel (1969) por el llamado ensayo de fluctuación, uno de los experimentos más hermosos de la historia, y de los más decisivos.

Delbrück creía que la fisión del átomo era incompatible con la física cuántica y mientras trabajó en Berlín convenció de ello a su jefe, Otto Hahn. Hizo dos contribuciones al nacimiento de la era atómica: viajar a Eindhoven a recoger de la Phillips la muestra de uranio que haría historia, y ausentarse con una beca para Caltech (1938), con lo que Hahn y Strassmann hicieron los análisis que demostraron la rotura del uranio en átomos más pequeños. En Pasadena, Delbrück conoció a Emory Ellis, un médico que se interesaba por los fagos, virus que infectan a bacterias, y allí transcurrió la mayor parte de su carrera científica, dedicada a investigar los mecanismos fundamentales de la vida en los materiales vivos más sencillos disponibles para cada problema que le interesó: los virus para la información y la replicación, y el hongo Phycomyces para los sentidos.

Ilustraré la opinión de que la Química podría ser irrelevante para la comprensión de la Biología con un ejemplo. Imaginemos que unos extraterrestres quieren comprender nuestro juego del ajedrez. De nada les serviría el análisis químico de las piezas, por bien que lo hicieran, porque lo que importa son las relaciones entre elementos abstractos. La Genética, que entonces era una «ciencia física» porque no tenía ni la más ligera idea de la naturaleza de los genes, ofrecía un medio para establecer el juego de relaciones que debería estar en la base de la vida. La Genética fue el arma favorita de Delbrück y sus seguidores, pero su consideración estaría aquí fuera de lugar.

Una escuela de físicos completamente distinta, la de los cristalógrafos, nacida en Alemania y madurada en Cambridge, en Inglaterra, se interesó gradualmente por la estructura de los materiales biológicos. Sus contribuciones fueron esenciales para concebir la doble hélice.

DATOS PARA EL MODELO E INFORMACIÓN GENÉTICA

Los resultados sobre la estructura primaria del ADN y otras observaciones disponibles hacia 1950 bastaban para imaginar la estructura secundaria, la doble hélice, sin necesidad de nuevas investigaciones. Con muchos menos datos imaginó Linus Pauling en 1951 la hélice alfa, una estructura secundaria que se encuentra en muchas proteínas. Se dice que tuvo esa feliz idea mientras estaba en cama con fiebre: dibujó en papel de periódico una cadena polipeptídica, la recortó con tijeras y jugó con ella en busca de una conformación tridimensional que formara muchos enlaces débiles, lo que augura estabilidad. Luego queda comprobar que el modelo propuesto es compatible con todas las observaciones disponibles y esperar su confirmación por nuevos resultados experimentales.

De la misma manera, se trataba de disponer uno o varios ejemplares de la estructura primaria del ADN en una disposición espacial que no solamente fuera estable, sino compatible con los resultados de muchos experimentos, dispersos y heterogéneos. En el plazo de unos meses se presentaron los modelos claramente erróneos de Pauling y Sven Furberg, y enseguida la doble hélice. Los vencedores hicieron muy poco trabajo científico, pero hablaron y tomaron café con muchas personas que podían proveer detalles útiles. Representaban dos formas de pensar complementarias: Watson había hecho el doctorado con Luria, y Crick era un miembro de la escuela de los cristalógrafos ingleses. Tampoco ellos parecen haber conocido toda la información disponible, ni siquiera la ya publicada, que intentaré resumir a continuación.

William Astbury, otro cristalógrafo de Cambridge, publicó en 1938 y en 1947 fotografías de la difracción de rayos X por fibras semicristalinas de ADN que indicaban que la estructura del ADN es helicoidal y simétrica y tiene elementos que se repiten a distancias de 0,34 y 3,4 nm. Esta información está aún más clara en las fotos obtenidas por Rosalind Franklin, que fueron vistas por Watson y Crick antes de su publicación, cuando no tenían derecho a ello y contra la voluntad de su autora.

Los experimentos de ultrafiltración de Torbjörn Caspersson en Suecia indicaron en 1934 que los ácidos nucleicos son macromoléculas mayores que las proteínas. Esta observación sorprendió porque echaba por tierra la hipótesis del tetranucleótido (aunque no era incompatible con un polímero de tetranucleótidos). El mismo laboratorio aplicó otras técnicas físicas y estimó en 1938 que las moléculas de ADN aproximadamente un millón de veces más pesadas que un átomo de hidrógeno son trescientas veces más largas que anchas. Estos datos bastan para calcularles un diámetro aproximado de 2,0 nm.

La titulación de las soluciones de ADN en el laboratorio de John Gulland en 1947 en Estados Unidos indicó que los fosfatos están muy accesibles e intercambian sus protones fácilmente con el medio, pero los protones de las bases son mucho menos accesibles. Gulland estuvo seguramente muy cerca de imaginar la estructura completa, pero murió en ese mismo año en un accidente ferroviario.

Erwin Chargaff, otro emigrado a América, y sus colaboradores analizaron muchas muestras de ADN de distintos orígenes y encontraron grandes diferencias en las frecuencias medias de A, T, C y G, pero también, en 1950, dos regularidades llamativas que resultaron esenciales para imaginar la doble hélice: la frecuencia de A es igual a la de T, y la de G a la de C. Chargaff constató que la secuencia del ADN carece de una periodicidad reconocible, pero no se atrevió a considerarlo portador de información, ni siquiera cuando hacía años que se había demostrado que lo era.

Watson y Crick, para cumplir con las «reglas» de Chargaff, imaginaron en la estructura secundaria parejas de A con T y G con C. Para que resulten estables había que elegir la forma tautomérica correcta entre las varias posibles de cada base y convenía conocer las distancias entre átomos. Watson y Crick obtuvieron estas informaciones de David Donohue y William Cochran. A Pauling le hubiera sido fácil acceder a las mismas, porque «Jerry» Donohue fue uno de sus colaboradores.

El concepto de información genética no implica necesariamente diversidad: los caracteres fijos, como tener dos ojos y una nariz, están tan determinados por nuestros genes como los variables, como el color del iris. Nuestro conocimiento de la herencia biológica se basa, sin embargo, en la observación de las diferencias entre unos individuos y otros. Es un conocimiento antiquísimo, cuya aplicación consciente fue la base de los progresos de la agricultura y la ganadería que permitieron alcanzar la densidad de población necesaria para la cultura escrita y la evolución rápida de las ideas.

El concepto de información, aplicado precisamente a la información genética, aparece claramente en Aristóteles, en cuya Generación de los animales se encuentra la versión original de la palabra misma, morfh, la forma. El concepto permaneció nebuloso durante muchos siglos, a falta de un deslinde de atribuciones entre herencia biológica y agentes inmateriales, como las diversas categorías de almas. En el caso del género humano, la genealogía, la «sangre», justificaba el sistema social estratificado, pero el alma, además de indivisible e inmortal, era un don divino, independiente de los antepasados.

Los inicios de la investigación experimental fueron lentos y poco fructíferos. Ni siquiera las conclusiones más brillantes encontraron un ambiente receptivo apropiado. La idea de que la información genética está organizada en unidades independientes se debe a Augustin Sageret (1826). El aspecto de los individuos, su fenotipo, resulta de la combinación de estas unidades, cada una de las cuales tiene consecuencias propias. Introdujo así la idea de combinatoria en Biología, en muchas de cuyas ramas llegaría a hacerse indispensable. Para explicar sus observaciones, Sageret tomó de los tipógrafos y los escultores los conceptos y los nombres de tipo y molde, utilizados aún en la descripción de los ácidos nucleicos. Imaginó «un tipo, un molde primitivo, que contiene un germen de todos los órganos, germen que duerme o despierta, se desarrolla o no, según las circunstancias».

Sageret basó sus conceptos en unos sencillos cruzamientos de variedades de melones. Gregor Mendel (1866) hizo lo mismo con guisantes, pero tuvo el acierto de contar cuidadosamente los individuos de cada tipo y descubrió unas relaciones matemáticas precisas que concuerdan maravillosamente con el ciclo biológico haplodiploide que compartimos nosotros con los guisantes, los melones y muchas plantas y animales más.

Las «leyes» de Mendel ennoblecieron a la Biología a los ojos de físicos y químicos y dispararon una oleada de investigaciones que la llenaron de nuevos conceptos. La aplicación de la nueva ciencia, la Genética, fue esencial en la «revolución verde» que nos permite comer mejor que nunca, aunque la población se ha cuadriplicado en un siglo. A pesar de su esplendor conceptual y aplicado, la Genética ignoraba la naturaleza química de los genes, lo que impedía abordarlos directamente. A falta de pruebas, y aun de indicios, se supuso que los genes están hechos de proteínas; una suposición, por errónea que sea, si no se pone en duda en mucho tiempo, tiende a convertirse en verdad absoluta.

EL PORTADOR DE LA INFORMACIÓN GENÉTICA

El descubrimiento inicial que hizo posible la demostración de la naturaleza química del gen fue publicado en 1926 por dos rumanos, Cantacuzene y Bonciu, que siguen siendo casi desconocidos. Fueron los primeros en transformar bacterias de un tipo genético en otro; para ello basta incubar a unas con un extracto de las otras. Fred Griffith dio a conocer observaciones similares en 1928 y tampoco les dio importancia. Oswald T. Avery, que dirigía un laboratorio en el Instituto Rockefeller de Nueva York, decidió averiguar la molécula que mediaba el proceso. Avery y sus colaboradores sucesivos tuvieron que dedicar quince años de trabajo y paciencia a la resolución de dificultades técnicas. La demostración de que el principio transformador es ADN, publicada en 1944 y confirmada en otras dos publicaciones y un resumen general en 1946, impresiona por la calidad del trabajo y la brillantez de los argumentos.

Esta conclusión fue extendida en los años inmediatamente posteriores a otros casos de transformación bacteriana. Significativa y aplicable a todos los seres vivos fue la observación de Boivin y sus colaboradores en 1948 de que la cantidad de ADN que hay en distintos momentos en distintas células se ajusta exactamente a lo esperado para el material genético. La propuesta, a veces llamada «el dogma», de que la información va del ADN al ARN y de éste a las proteínas a través de una clave de tripletes es también anterior a la doble hélice (Boivin y Vendrely en 1947, Dounce en 1952 y 1953).

Los trabajos de Avery tropezaron con el rechazo casi instintivo y visceral de algunos científicos de la época, incluso en su propio Instituto, y fueron ignorados por los demás. Así, por ejemplo, el libro de texto de Genética de Hovanitz, publicado en 1953, explica el gen por una pareja de proteínas de estructuras complementarias, como la pareja formada por una figura de escayola y su molde. Una de las proteínas tendría actividad biológica, por ejemplo enzimática, y su pareja permitiría la reproducción. La escuela reunida alrededor de Delbrück no se convirtió al ADN hasta los éxitos de sus propios miembros: la doble hélice de Watson y la demostración por Hershey y Chase (1952) de que el ADN es el material genético de un fago, mucho menos convincente que la de Avery.

Esta historia debería avergonzar a los aparatchiks de la ciencia, porque pone en ridículo los criterios con los que deciden la financiación de la investigación y las carreras de los científicos. En 1944 Avery cumplió sesenta y siete años, y él y su laboratorio llevaban once años sin publicar ni una sola línea.

Escribió Arthur Schopenhauer que «toda verdad pasa por tres etapas. Primero se ridiculiza, luego se rechaza violentamente y finalmente se acepta como evidente». Esta generalización es sin duda discutible, pero apropiada a la historia de Avery. Claro es que la precipitación no conviene a la ciencia, porque la aceptación de un error es mucho más perjudicial que el reconocimiento de la ignorancia. En frase de Voltaire, «la verdad es una fruta que debe cogerse muy madura». Bien están la precaución y la desconfianza, pero el principio de precaución no debería ser obstáculo para el reconocimiento de los investigadores que con sus resultados inesperados abrieron nuevas perspectivas al conocimiento, aunque sean, como Avery, personas poco dispuestas al autobombo y la publicidad. Como dijo Chargaff, «nos honraría a todos honrarle más».

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