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Fábula imperdurable

LA HERMANDAD DE LA BUENA SUERTE

Fernando Savater

Planeta, Barcelona

284 pp.

20,50 €

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Hay un cuento de Henry James, «La vida privada», en el que un autor de éxito es en realidad dos personas: una de ellas se dedica a la vida mundana, mientras que la otra, huraña e impresentable, se queda en casa escribiendo y escribiendo. Uno sospecha que Fernando Savater tiene, no uno, sino un equipo entero de dobles abocados a la obra. Catedrático de Filosofía, conferenciante, polemista, ha escrito unos cincuenta libros, además de obras de teatro e incontables artículos periodísticos. Su ritmo de publicación es de unos dos volúmenes por año, aunque en 2008, el año de La Hermandad de la Buena Suerte, aparecieron con su firma cinco. La variedad de temas sobre los que discurre es proporcional a la magnitud de la producción. Su área de especialidad académica siempre ha sido la ética, de donde se desprenden sus libros más populares, como Ética para Amador, pero Savater ha escrito además estudios sobre educación y religión, sobre Cioran, Borges y Nietzsche, sin olvidar otra de sus pasiones, las novelas y películas de aventuras. Antes de acusarlo de grafómano, hay que admirar su energía de polígrafo.

Tampoco le ha ido mal como novelista. En 1992, su novela epistolar El jardín de las dudas, en torno a la figura de Voltaire, fue finalista del premio Planeta. Y La Hermandad de la Buena Suerte se alzó con el premio en 2008. Como sucede a menudo, hubo reparos ante el fallo, pero Savater los silenció con humor y sin rodeos: «Si algún día ves que me dan un premio en un concurso de belleza, piensa que hay compadreo, pero de los que me den por escribir bien puedes pensar que están bien dados». En otras palabras, Savater es un profesional de la pluma. Pocos lo pondrían en entredicho. Cuando Javier Marías, nunca demasiado dado al elogio, lo llamó uno de los grandes estilistas vivos de la lengua, apenas exageraba. Frase a frase, la prosa de Savater resuena con ocurrentes rupturas de registro, provocaciones humorísticas (la religión es «el circo sobrenatural»), salidas filosóficas y alusiones clásicas («Marchaban oscuros en la noche solitaria») bajo las que se oye la orquesta bien afinada del castellano. Es, sin duda, una prosa de gran lector, atenta a su densidad y ecos históricos. Pero, ¿qué clase de novelista es Savater? Y más importante aún: ¿es tan buen novelista como buen prosista?
 

La Hermandad, al decir del autor, es una novela de aventuras «con aliño metafísico». Las aventuras se desarrollan en el ámbito de las carreras hípicas. Hay un gran campeón, Espíritu Gentil, que ha perdido la Gran Copa por no contar con el jockey adecuado. Su dueño, un magnate de pocos escrúpulos apodado «El Dueño», encargará a cuatro mercenarios bastante pintorescos que encuentren al jinete irlandés Pat Kinane, desaparecido en circunstancias algo misteriosas, para que vuelva a llevar a Espíritu Gentil a la victoria. El Dueño guarda una «feroz rivalidad», en las pistas y fuera, con El Sultán, otro millonario de dudosa fibra moral obsesionado por el hipismo. Puede que El Sultán haya raptado a Kinane y lo tenga prisionero en la isla del Mediterráneo donde entrena a sus caballos. O puede que Kinane, fascinado por el significado de la «buena suerte», haya iniciado un retiro espiritual. La metafísica se mezcla con la aventura. Y las dos se conjugan en la voz de uno de los mercenarios, apodado El Profesor, que narra la mitad de los capítulos de la novela en una primera persona reflexiva y algo plañidera (la otra mitad está en tercera); El Profesor, se nos dice, es «licenciado en filosofía y especializado en pensadores racionalistas holandeses del siglo XVII», y desea probar racionalmente que la suerte no existe.

Savater ha dicho que su reto era evitar los sermoneos académicos, «adelgazar el libro sin deshojarlo». Y lo que ha conseguido es una gama tonal que, sin sacrificar la diversidad, se afianza en la ligereza. Asistimos a escenas cómicas, divertidas disquisiciones pseudofilosóficas, parodias de comentaristas deportivos, briosas descripciones de carreras y hasta un enfrentamiento absurdo –Eduardo Mendoza no lo habría descrito mejor– entre los esbirros del Sultán y los mercenarios del Dueño. La novela galopa con soltura hacia una resolución casi cinematográfica. Y, sin embargo, es en otros sentidos poco satisfactoria.

Uno de sus principales problemas es el que a veces aflige a Savater como ensayista: la facilidad verbal que esconde la falta de una visión original. Por ejemplo, en La vida eterna (2007), uno de sus ensayos recientes, el autor hacía un repaso del debate actual sobre la religión, aludiendo a los principales polemistas, desde Richard Dawkins hasta Christopher Hitchens, pasando por Leszek Kolakowski, Karl Strauss y Michel Onfray; pero su contribución personal se limitaba a presentar en orden los argumentos ajenos. La Hermandad, por su parte, parece a menudo una novela de segundo grado, hecha de tópicos más que de observaciones de la realidad. Los personajes, por muy llevadas que estén las escenas, no van mucho más allá del arquetipo: está el magnate sin escrúpulos, la rubia boba, el traidor compungido, el hombre quebrado… Y, aunque el juego con estas figuras sea consciente, la consciencia no las exime de insustancialidad. No es que uno le pida a Savater una novela naturalista à la Zola sobre el turf, pero hubiera sido más interesante que la imaginación narrativa habitara de manera más íntima el universo que sirve de escenario. O pongamos una comparación. Un novelista puro como Hemingway hizo de su pasión por la tauromaquia una mitología personal. Savater, no menos apasionado por las carreras, ha dejado aquí logrados pasajes sobre hipismo («empezó a tirar de las riendas, delicada y gradualmente al comienzo […] después con más energía y finalmente casi con desesperada violencia […] Hacía falta mucha más fuerza para frenar el empuje de ese bólido de carne y sangre»), pero no consigue que aquella pasión cristalice en una fábula perdurable.

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Ficha técnica

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