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Steven Spielberg: «La guerra de los mundos»

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Empezaré por confesar que no sé si tiene mucho sentido hablar de las raíces literarias de esta película, cuando precisamente el cine de Spielberg viene caracterizándose por un gran predominio de lo visual, enfatizado por unos efectos especiales que en no pocas ocasiones acaban pesando mucho más que el resto de los elementos.

El entorno, además, ya no es el mismo. Aquellos tiempos en que H. G.Wells escribió La guerra de los mundos vistos con ojos de hoy se nos antojan de un pesimismo algo ingenuo y casi reconfortante, sin que ello reste un ápice al valor inaugural de la novela, como tampoco a su primer libro, La máquina del tiempo, con el que consiguió un éxito fulminante.

El propio Wells es parte fundamental de esta visión. Ilustre fabianista, una de las formas más saludables del progresismo político inglés, se consideraba a sí mismo escritor o novelista filosófico, y así lo declara de modo expreso en la novela que da pie a la película, refiriéndose a su trasunto literario, puesto que el libro está escrito en primera persona supuestamente seis años después de los terribles sucesos.Y la cuestión tiene, como se verá, bastante trascendencia, pues caracteriza nada menos que al narrador, a aquel por el que conocemos la historia.

El escenario de los hechos es de modo muy principal la ciudad de Londres, capital del poderoso imperio británico que por entonces, finales del siglo XIX, contaba ya con seis millones de habitantes y era la ciudad más grande y –según escribe el propio Wells– más hermosa del mundo. «Britannia rules the waves», rezaba el himno del imperio –Britania domina los mares–, poético eufemismo que quería decir en realidad que la Gran Bretaña dominaba el mundo.Africanos, indios, antillanos, asiáticos, millones de personas en los cinco continentes eran súbditos obligados de su Graciosa Majestad.

En ese contexto, la invasión marciana tenía por fuerza que atacar a la capital de ese imperio, por la misma razón que aquel ovejero –encarnado por Glenn Ford en un discreto western–, al llegar a una población dominada por rancheros contrarios a la cría de ovejas, desafiaba al vaquero más rápido con las pistolas y al más contundente con los puños. Una vez que hubo derrotado a ambos, silbó y, a su silbido, entraron en el pueblo sus rebaños de ovejas.Ya era el amo indiscutible.

Wells va, sin embargo, algo más allá y, buscando tanto remover las conciencias de sus confiados conciudadanos como un entendimiento mayor de los fenómenos de dominación de unos hombres sobre otros –al fin y al cabo el novelista amplía a tientas su conocimiento mientras escribe–, idea una situación límite con unos marcianos dueños de una civilización mucho más avanzada que la nuestra para los que la raza humana no es más importante que para nosotros el resto de los animales.

Es muy curiosa una observación de Wells –de espantosa actualidad hoy tras los sucesos del 7 de julio pasado– cuando escribe que en el cerebro de los londinenses está tan arraigado el sentimiento de la seguridad personal que podían leer con toda tranquilidad las noticias más amenazadoras y terribles sin estremecerse lo más mínimo, como si la cosa nunca pudiera ir con ellos.

No es fácil adivinar las motivaciones últimas del novelista. Pero cabe preguntarse si esa seguridad inconmovible que Wells observa en sus paisanos es la que lo lleva a situar al ser humano con respecto a los invasores como a las bestias inferiores (sic) con respecto al hombre mismo. Si, por el contrario, es la expresión de emociones profundas, nacidas de una compasión poco frecuente entonces hacia los animales.

El libro está lleno de anotaciones muy explícitas en ese sentido. Unas veces se describe a los seres humanos como bueyes que mugen camino del matadero, otras como simples hormigas a las que se aplasta con la indiferencia del caminante distraído, o como conejos a los que una caprichosa construcción humana despoja de la noche a la mañana de su morada, o como abejas a las que se ahuyenta con humo de su colmena.

Porque los marcianos de Wells, durante su ataque a la Tierra, se alimentan de sangre humana y parecen tener todo dispuesto para el establecimiento de granjas humanas, es decir, de ganado humano del que alimentarse a escala industrial. Anota Wells que los marcianos carecen de estómago y de sexo, esas vísceras que ocupan tanto espacio en el cuerpo humano, alimentándose directamente de sangre, las han eliminado, permitiéndoles en cambio un gran desarrollo cerebral. Por eso algo de parabólico puede verse en el final de la novela, una especie de apelación tácita a la básica hermandad de los seres vivos que pueblan el planeta, cuando precisamente unas bacterias insignificantes –esos minúsculos microbios nacidos de la putrefacción de los cadáveres humanos que los marcianos abandonan a la intemperie– logran terminar con la vida de los invasores.

Hoy, sin embargo, a poco más de cien años desde que se publicó el libro de Wells, las cosas han cambiado y la potencia dominante son los Estados Unidos de América. De hecho, hasta el 11 de septiembre del 2001 nadie había logrado asestar un leve arañazo dentro de su territorio continental.Y, aunque el ataque a las torres gemelas aún no ha mostrado toda su trascendencia, ya ha servido incluso para inaugurar una nueva era cuyo nombre está por decidir. Pero lo que aquí nos interesa es la falta de referencias externas para una sociedad como la americana, pues si hasta hace bien poco podía temer la remota posibilidad de una invasión rusa, hoy se siente inmune a cualquier intento de dominio por otra potencia. De ahí el recurso a un Alien, única posibilidad imaginable de invasión.

Eso es la película.Y en ese sentido no traiciona la base literaria, aunque Wells, como ya se ha dicho, tuviera implícitamente presentes a esos millones de animales que el hombre sacrifica cada día. Seres vivos, con corazón y vísceras, con sensaciones de dolor y de disfrute, de miedo y de afectos, de recompensa y de castigo, a los que arrancamos las vísceras y descuartizamos para que podamos vivir con una gran sensación placentera en el cuerpo, mientras, por ejemplo, engullimos unas palomitas contemplando esta misma película de La guerra de los mundos.

Así que, vistas las cosas desde Estados Unidos, a más de cien años desde que se escribió la novela, bastantes de estas connotaciones y matices han ido perdiéndose. Y, así, no es raro, por ejemplo, que mientras se vea la película, no acudan a la mente del espectador esas bestias inferiores de que hablaba Wells, sino las pobres gentes de Irak que debieron de vivir la reciente invasión norteamericana, habida cuenta de la casi infinita desproporción tecnológica de sus armamentos, con una impotencia similar a la de Tom Cruise y los suyos a la hora de enfrentarse a la invasión alienígena.

El golpe, los golpes les vienen en la película sobre todo desde el aire, y no hay fuerza humana en Estados Unidos capaz de oponérseles. Exactamente lo mismo que ocurrió en Irak, la fuerza invasora atacaba desde el aire, sin oposición, sin resistencia posible. En La guerra de los mundos de Spielberg, el espacio aéreo es también de los alienígenas, con unos ingenios en forma de trípode de gran maniobrabilidad que dominan cielo y tierra sin necesidad de volar. Así que el terror y la sensación de impotencia son sin duda las mismas. No hay esperanza contra el invasor.

Puestos, sin embargo, a introducir cambios con respecto al texto literario, quizás éste hubiera sido el más conveniente, porque esos trípodes altísimos que sostienen una especie de gran cabeza de la que emergen toda clase de brazos y tubos, que derrotaron con facilidad al ejército imperial británico de finales del siglo XIX, no parecen muy capaces de resistir la mortífera capacidad de los Estados Unidos de América. En la era de la aviación supersónica, esas máquinas que imaginó Wells no pueden evitar, por mucho que los efectos especiales hayan llegado casi al virtuosismo, un tufo de anacronismo e ingenuidad.

Aceptada, sin embargo, la superioridad armamentística extraterrestre como una premisa convencional, el terror y la sensación de impotencia, a partes iguales, logran hacer mella en el espectador, como en esa secuencia, acaso la más fiel al texto de Wells, en que los alienígenas, entre disparo y disparo, van alimentándose de la sangre de los cautivos humanos que llevan colgando de la panza de sus trípodes a la manera de grandes reteles.Y precisamente esa secuencia, por ser la más fiel al texto en que se inspira, quizá sea la única que logra transmitir esa sensación ominosa que debe de experimentar el ganado que entra a diario en nuestros mataderos, una sensación de impotencia absoluta ante lo insuperable. Porque la película no es más que una larga cadena de catástrofes que vienen a ilustrar de modo progresivo esa impotencia, por más que sus protagonistas luchen y se esfuercen en mantener viva la esperanza. Con una estructura de road movie, contemplamos los sucesos que van saliendo al camino a través de la visión estrecha de un empleado de los muelles, un descargador, desordenado y poco versado, que para colmo tiene una vida familiar caótica, divorciado y separado de sus dos hijos, Robbin y Rachel, de los que se hace cargo al comienzo de la película para pasar con ellos un fin de semana.

Cambiar aquella primera persona del Wells escritor filósofo que tenía una amplia perspectiva de su tiempo por la de este descargador de muelles no es una decisión feliz. A partir de ahí las expectativas del espectador se reducen casi al mínimo.Ya no puede esperar una invitación para reflexionar sobre su lugar en el mundo, como ocurría en la novela. En cambio, se le ofrecen emociones sin cuento, sustos, miedo, incomprensión, pánico, bien subrayados por la banda sonora.

Los primeros indicios de invasión los trae una tormenta eléctrica colosal que, sin embargo, no va acompañada de truenos. Son los alienígenas desembarcando a sus soldados. Los lanzan en pequeñas cápsulas que penetran como relámpagos en la tierra donde han guardado sus máquinas desde hace millones de años, desde antes de que el hombre la poblara. Son los trípodes descritos por Wells, los mismos que vimos también en la versión cinematográfica más exitosa hasta ahora de La guerra delos mundos, la realizada en 1953 por Byron Haskin y que protagonizaban Gene Barry y Ann Robinson. En aquélla, Gene Barry era un profesor o un doctor, con curiosidad científica, que transmitía al espectador algo más que sensaciones primarias. Eso aquí se ha perdido. Spielberg representa la quintaesencia del cine americano, para el que la emoción máxima es la de morir o matar, lo que en este caso vale por cazar o ser cazado.

De aquella versión ha tomado, pues, Spielberg muy poco. En cambio, sí ha querido rendir homenaje explícito a Orson Welles y a su famoso programa radiofónico de la noche de Halloween de 1938, cuando sumió a la ciudad de Nueva York en el pánico, al creer que había sido invadida por los todopoderosos marcianos. Esas secuencias de la huida, trepidantes, bien rodadas como no podía ser menos tratándose de Spielberg, agobiantes y angustiosas, resultan, sin embargo, lo menos interesante, acaso porque parecen excesivamente artificiosas o porque su verosimilitud se halla lastrada por ese coche que conduce frenéticamente el bueno de Tom Cruise con sus niños y que parece ser el único que funciona en todo Estados Unidos.

Tampoco resulta muy creíble la reacción del hijo adolescente de Cruise, cuyo empeño en luchar es más propio de una película de exaltación patriótica, ese cine en que británicos y norteamericanos han sido maestros en tiempo de guerra y que tenía por casi único objetivo mantener alto el espíritu de lucha.Así, la motivación de ese jovencito parece sacada, como el propio personaje, de otras películas. La niña, por el contrario, subraya muy bien la angustiosa peripecia que vive Cruise, al cuidado de sus dos hijos. Pero que el protagonismo de la invasión le sea entregado a los miembros de una familia tan reducida y con tan poca curiosidad y conocimiento del entorno, deja al espectador en ascuas sobre lo que de verdad está pasando.

En la versión de 1953 creo que algo se decía de lo que ocurría en otros lugares. En ésta, nuestro descargador de muelles tiene bastante con sobrevivir. Los suelos se abren, los edificios caen y los hombres mueren a manos de esas máquinas que emergen de nuestra propia tierra, convertidas en Némesis vengadoras, acaso como alegoría de nuestras malas conciencias. Pero nuestro descargador de muelles no es capaz de mayores reflexiones, como no sea esa, tan universal y frívola por otra parte, de que no somos nadie.

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