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La manzana envenenada

CÓMO HACER QUE FUNCIONE LA GLOBALIZACIÓN

Joseph E. Stiglitz

Taurus, Madrid

Trad. de Amado Diéguez y Paloma Gómez Crespo

432 pp.

22 €

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Joseph E. Stiglitz es un brillante economista teórico educado en tres de las más prestigiosas universidades estadounidenses: MIT, Harvard y Chicago. En el año 2001 le fue concedido, junto con otros dos colegas, el Premio Nobel de Economía por sus aportaciones al capítulo de las asimetrías en la información. Sus trabajos en ese campo demostraban que, en contra de lo que siempre había mantenido la teo­ría neoclásica, sólo en contadas ocasiones los mercados son plenamente eficientes. En consecuencia, los gobiernos tienen la obligación de intervenir para asegurar que aquéllos, los mercados, funcionen de forma que se asegure que todos los participantes en ellos gozan de iguales oportunidades de conseguir los resultados óptimos que persiguen. Pero el presidente Clinton le ofreció la presidencia del Consejo de Asesores Económicos y nuestro brillante profesor cambió la teoría por la política económica, quizá para desgracia suya, pero indudablemente para la de la profesión. Poco después, no está claro si por un cierto desencanto con el mundo descarnado de la política, por desavenencias con su jefe, por dinero o por vanidad –jamás lo ha explicado claramente–, Stiglitz aceptó la oferta del Banco Mundial y se convirtió en vicepresidente y economista jefe de esa institución. Como es sabido, en ella vivió años apasionantes hasta que, también por razones un tanto oscuras, decidió irse dando un sonoro portazo mediante una carta de dimisión incendiaria y la publicación de un libro, El malestar de la globalizaciónReseñado en Revista de Libros, núm. 70 (octubre de 2002), pp. 3-5., en el que, cual moderno san Agustín, vertía toda la fuerza de su bilis –intelectual y personal– contra la que pudiéramos calificar de la trinidad maldita de nuestro tiempo: a saber, la globalización, el libre mercado y las instituciones financieras internacionales como el propio Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
 

El malestar de la globalización fue un éxito de ventas y proporcionó a su autor la plataforma sobre la cual recorrer el mundo predicando, con jugosos emolumentos, un evangelio que deleitaba a auditorios progresistas de todo género. Pero también fue objeto de críticas teóricas aceradas y de un cierto descrédito profesional por parte de algunos de sus colegas, porque determinadas descalificaciones personales en él contenidas retrataban una oculta miseria moral en el autor. Años después, Stiglitz vuelve al filón que tan fecundo se reveló en su día y nos ofrece, con el libro que aquí se reseña, un esquema de cómo puede y debe funcionar la globalización para finalmente dar el sano fruto en ella contenido.

El núcleo de todas las tesis encerradas en este segundo libro de Stiglitz está contenido en su prefacio. En pocas páginas el autor nos revela que, en contra de lo que pudiéramos pensar, existen modalidades diferentes del capitalismo estadounidense y que la doctrina basada en los mercados ha dado a luz sociedades bastante diferentes entre sí, sociedades que muestran que no existe un canon que asegure siempre un funcionamiento adecuado, lo cual pone de relieve la existencia de alternativas y realza el papel de los procesos democráticos como mecanismos claves en la toma de decisiones. Entre las elecciones que una sociedad democrática ha de adoptar, una de las esenciales es la del papel que en ella de­sempeñe el Estado, institución clave para equilibrar el peso que en ellas suele atribuirse al mercado. Debidamente calibrado ese equilibrio entre Estado y mercado, no es ineludible que la globalización resulte perjudicial para solventar los problemas a los cuales se enfrentan, hoy y mañana, nuestras sociedades. Los males ocasionados por la globalización en gran parte de las sociedades humanas que hoy se organizan bajo la forma de Estados son resultado de una utilización perversa de la política –esto es, como consecuencia de que ésta funciona como tapadera e instrumento de imposición de intereses económicos de todos conocidos– y de la predicación entre las naciones más desfavorecidas del evangelio según el cual la pobreza se erradica «ampliando la tarta». Sentadas estas premisas, el autor se pregunta retóricamente qué cambios harían posible el cumplimiento de las promesas ofrecidas por la globalización. Justamente esas son las preguntas a que su libro trata de responder.

En opinión de Stiglitz, ocho grandes escollos deben salvarse si deseamos que la globalización funcione: lograr que el comercio internacional sea justo no sólo en teoría, sino también en la practica; modificar el régimen vigente de propiedad intelectual de tal forma que, sobre todo los medicamentos, se pongan al servicio de la justicia social; acabar con la corrupción, la plaga maldita que impide a los pueblos más pobres explotar adecuadamente los recursos con que la naturaleza les ha dotado; salvar al planeta adoptando, mediante una sabia dosificación de incentivos y sanciones, las medidas necesarias para contener el cambio climático; hacer que las grandes corporaciones internacionales vean limitado su poder y sean responsables ante la sociedad; aliviar sustancialmente el pesado fardo de la deuda externa de los países en vías de de­sarro­llo; establecer los mecanismos adecuados para evitar las consecuencias que actualmente provocan las crisis de balanzas de pagos, poniendo en marcha una reforma del sistema internacional de reservas; y, por último, colmar el déficit democrático que la globalización, entendida en su actual esquema, origina, eliminando de esta forma la de­si­gualdad reinante mediante «un nuevo contrato social global» entre países más y menos desarrollados.

Guiados de la mano de un premio Nobel, el lector debería sentirse seguro para transitar por el camino que se le indica pero, en mi opinión, esa seguridad raramente se alcanza. Stiglitz se mueve entre las generalidades y las propuestas extravagantes y no pocos lectores acaban el libro con el deseo de leer algo más concreto, menos «bombástico», si se me permite el anglicismo. Detengámonos, por ejemplo, en una cuestión de máxima actualidad: el cambio climático. De todos es sabida la necesidad de actuar rápidamente para salvar el planeta, así como que la globalización no ha gestionado debidamente el problema del medio ambiente. También sabemos que la patria de Stiglitz se comporta de forma especialmente egoísta y obtusa en este campo, ofreciendo de esa manera el patrón de conducta que imitan otros grandes emisores de gases de efecto invernadero –como China e India, por mencionar sólo dos de los más incorregibles–, originando así un peligroso enfrentamiento entre países ricos y menos ricos que, por ahora, impide llegar a los acuerdos precisos para comenzar a limitar las citadas emisiones. Pues bien, la propuesta de nuestro Nobel es que deberían imponerse sanciones comerciales –de Europa a Estados Unidos, nos apunta– a los países que se negasen a cooperar activamente en la contención de las emisiones de gases y, por ende, en la lucha por impedir el calentamiento global.

Las sugerencias de Stiglitz respecto al medio ambiente no son un caso aislado; propuestas igual de vacuas se ofrecen seriamente cuando se trata de diseñar un nuevo sistema internacional de reservas mediante la creación de una nueva moneda –el dólar global– o implantar un régimen diferente de propiedad intelectual en el cual se «equilibren» los costes de monopolizar los beneficios de la innovación, ya sea limitando el período de vigencia de las patentes o exigiendo que se revelen detalles de la misma en beneficio de su libre aprovechamiento. Es decir, que como asesor del presidente Sarkozy no tendría precio, como lo prueba el plan –aun cuando más bien debería calificarse de galimatías– recientemente anunciado por el inquilino del Elíseo, según el cual se exigiría «un impuesto a los productos importados por la Unión Europea que no cumplan los requisitos de Kioto». Ahora bien, de crear un impuesto sobre las emisiones de dióxido de carbono, o reformar a fondo el actual sistema de derechos negociables de emisiones, ni una palabra.

Por supuesto que estas observaciones críticas no deben interpretarse como refutaciones de la extrema importancia de todas y cada una de las cuestiones examinadas por nuestro autor en su libro; se trata de algo diferente. Si al lector le interesa seriamente la globalización y los gigantescos problemas de las sociedades que guardan relación con ella, no pierda el tiempo, por favor; lea los tres libros que a continuación recomiendo y no perderá el tiempo: Martín Wolf, Why Globalization Works; Jagdish Bhagwati, In Defense of Globalization, y William Easterly, The White Mans BurdenReseñados los dos primeros en Revista de Libros, núm. 100 (abril de 2005), pp. 26-31 y el tercero en Revista de Libros, núm. 123 (abril de 2007), pp. 15-21..

Estoy seguro de que Stiglitz, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, conoce la historia de la manzana envenenada en su versión de Adán y Eva, y que incluso habrá oído de niño la historia de Blancanieves y su malvada madrastra. Pues bien, ha sido una pena que el autor de un libro tan extraordinario como Whither Socialism decidiese un día que su dedicación académica era compatible con la profesión de preceptor de príncipes. De esa forma la teoría económica ha perdido a uno de sus más ilustres puntales y la economía política no ha ganado nada: y es que resulta casi imposible ser Keynes.

 

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