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La madre del cordero

La generación del cordero: Antología de la poesía actual en las islas británicas

CARLOS LÓPEZ BELTRÁN, PEDRO SERRANO

Trilce Ediciones, México D.F.

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Quizás, el mayor reparo que pudiera hacérsele a una antología de poesía reciente de las islas británicas sea el de que se le haya puesto un título como el de La generación del cordero. Las metáforas pecuarias, por expresivas que resulten a los antólogos, seguro que dejarán consternado a más de un lector en tiempos de la oveja Dolly, y en tiempos en que toda prudencia y tacto resultarán escasos a la hora de mencionar la cabaña británica. Hecha esta salvedad, el prólogo de los autores, Carlos López Beltrán y Pedro Serrano, mexicanos, responsables también de la selección y traducción de este libro, presenta de manera ejemplar un conjunto de problemas que no se sistematizan de forma sencilla ni se libran de exhibir toda suerte de filos polémicos. Que hayan salido airosos de semejante empeño debe atribuirse no sólo a un perfil retórico que exige de sus lectores, entre otras cosas, conocimientos de botánica (nivel elemental), de física cuántica (nivel intermedio) y de espiritismo (nivel avanzado); hay también un meritorio deseo por parte de los antólogos de razonar sus decisiones hasta el punto donde puede fundarse en tan lábiles terrenos.

Por supuesto, una antología de estas características no puede hacerse sin notables deudas y fidelidades. La rosa de los vientos de esta obra señala, según los antólogos, a Philip Larkin, Ted Hughes y W. H. Auden hacia el norte; a Dylan Thomas, Seamus Heaney y Paul Muldoon hacia el oeste; a Robert Lowell y Elizabeth Bishop hacia el este; y a T. S. Eliot y Frank O'Hara hacia el sur. Acaso podría señalarse que los autores que mencionan los antólogos habrían estado mejor acompañados con una nómina algo más generosa, pero es innegable que sólo los muy quisquillosos echarían de menos algún punto importante del horizonte; entre los más próximos, acaso pueda echarse de menos el nombre de Tony Harrison (noroeste), o podría haberse dado un poco más de importancia a los nombres de James Fenton o Craig Raine (nordeste).

El generoso censo de poetas que se le brinda al lector en esta antología, veintinueve autores, abarca buena parte de lo que hoy pudiera esperarse de la vitalidad y variedad de la poesía inglesa actual. Los autores, nacidos entre 1951 y 1963, componen una nómina que congrega méritos variados, y que tiene como denominador común haber alcanzado la madurez de la vida adulta durante los años en que fue primera ministra del gobierno británico la señora Thatcher. De esta información de naturaleza histórica se desprende, por sí sola, una conclusión: el panorama es considerablemente estable en lo que se refiere a la valoración de quienes integran esta antología. Se trata de un terreno que la crítica literaria no ha dejado de vigilar con particular atención a lo largo de estos años. Sirva de prueba de la afirmación precedente la excelente selección de poesía inglesa publicada hace dos años en España, en la revista Hélice (núm. 13). Esta selección, que sólo ofrece poemas de quince autores, comparte diez de éstos con la de los antólogos mexicanos, y tres de los que lamentan dejar fuera los responsables de La generación del cordero sí aparecen en la edición española, con lo cual el grado de coincidencia revela, por sí solo, la estabilidad de la recepción crítica de la poesía escrita en Gran Bretaña a lo largo de los dos últimos decenios del siglo XX. Si, por otra parte, hubiera que hacer un muy leve reproche a la representación de la revista Hélice, éste sería la inadecuada relación entre la poesía, que se define mediante la atomización, «palabra y concepto clave», y las imágenes que acompañan a los poemas, imágenes de un mundo rural que se aproxima al idilio, y que reconstruyen a los ojos de los lectores la muy ochocentista Pax Britannica.

Le aquejan, a su vez, al menos dos problemas a la antología de los traductores mexicanos. Ninguno de ellos es totalmente imputable a los propios antólogos, sino a las circunstancias que rodearon la escritura de la poesía que se le presenta al lector, y a las opiniones críticas que han rodeado la recepción de esta poesía. Pero, en resumidas cuentas, los autores tampoco han hecho esfuerzos de los que hayan dejado testimonio por ir más allá, o por mirar al otro lado de la empalizada.

Con las circunstancias que rodearon la escritura de este conjunto de poemas se relacionan todos los elementos que lo convierten en objeto de interés histórico. Cuando un antólogo se propone dar la imagen de una poesía que define o caracteriza una época, sin duda ha de recurrir, para cumplir con la siempre anómala dialéctica de las antologías, a aquellos conocimientos extraliterarios que permiten suponerle a la obra el adecuado reflejo de la época que se pretende reconstruir a través de sus creaciones poéticas. Por este motivo, qué duda cabe de que la inclusión de algunos poemas en esta obra, La generación del cordero, la ha decidido su capacidad para configurar de alguna forma, de cualquier forma, el espíritu, con todas sus contradicciones –incluida, tal vez, la mayor contradicción, la de su ambigua enunciación política–, de la época durante la cual se escribieron.

El primer peligro, pues, con el que se enfrenta esta antología es el de convertirse en una interesada ilustración sociológica del momento en que se escribió; es el peligro de que la poesía escrita en este tiempo sólo se represente como consecuencia inevitable de la «transformación radical» de la sociedad británica bajo el thatcherismo. Una sencilla mirada a la rosa de los vientos cuyos puntos cardinales se han reseñado indica con precisión que los modos expresivos, en buena medida, ya estaban dados en la tradición de la que parten muchos de estos escritores. Los antólogos, que sí que aprecian un lazo común, tenue, eso sí, que vincula a todos estos escritores: «Los poetas han salido del gueto estático o cerrado de la modernidad y transitan por todos los espacios posibles y en compañía de todos aquellos que se acercan, ya sea por voluntad propia o por el movimiento de los poetas mismos hacia la exterioridad» (pág. XVIII). Así sea; los poetas ingleses del último cuarto del siglo pasado han hecho un esfuerzo, que no habían hecho los de generaciones anteriores, por buscar formas y fuentes de inspiración más allá de sus fronteras. Frente al Philip Larkin cuyo rechazo de lo extranjero le hacía proclamar enfáticamente que no conocía a Jorge Luis Borges (aunque el análisis de sus obras descubra cuidadosas lecturas de los simbolistas franceses), hay en esta antología ecos de poetas que vienen de las cinco partes del mundo. Hay, además, en esta colección de poemas, un esfuerzo por no ser excluyente, esfuerzo que sólo descarta a quien no profesa «el eclecticismo libre, la desinhibición con la que estos poetas hacen suyo cualquier recurso que contribuya a la construcción del objeto» (pág. XXV). Es decir, se trata de una antología que cierra la puerta a autores como Andrew Motion, porque carece de algo que valoran los antólogos, «intensidad y novedad» (pág. XXIX); pero también es una antología que, en el otro extremo, tampoco permite la entrada a autores más radicales en su crítica política, autores que escriben sus poemas en la estela de la más amplia significación histórica de lo personal y lo nacional, como, pónganse por caso, Charles Boyle, Harry Clifton, Geoff Hattersley o Ian MacMillan, mientras que la exclusión, razonada por los autores, de Fred D'Aguiar y David Davydeen, hace más visible y menos aceptable la ausencia de la poesía de un autor como Linton Kwesi Johnson, ausencia que no alcanza a justificar el hecho de que dependan estos poetas «del localismo de sus giros lingüísticos regionales, y de la retórica anticolonialista» (pág. XXIX). Esa retórica anticolonialista, la reflexión poscolonial, interesante o no, es quizá la música de fondo que con mayor nitidez se identifica a lo largo del período que abarca esta antología. No se mencionan los nombres de estos poetas sólo porque se lamente una ausencia, pues una antología es selección; ocurre, sin embargo, que estas ausencias hacen más visible la orientación de esta obra, incompleta en los propios términos de su programa explícito y muestran que su fin no es el de recoger la parte más agria de la crítica política, sino aquella que queda más cerca de la esfera de lo personal, algo que acaso podría describirse como una suerte de «tercera vía» adaptada a las necesidades de la clasificación de la poesía.

El segundo peligro es consecuencia directa del primero, pues se trata del mismo fenómeno visto desde el punto de vista del lector: ¿cuántos compradores de la antología no se abalanzarán para buscar y hallar en esta obra las consecuencias críticas, cómicas, irónicas, trágicas o funestas del thatcherismo? Este segundo peligro es un efecto de la lectura, y restará, sin duda, atractivo a la poesía aquí representada, no porque se busque algo que no esté en ella, sino porque, siendo consecuencia de unas circunstancias particulares, tal vez no se llegue a ver en ella lo que en común tiene esta poesía con otras épocas y otros lugares. Su cosmopolitismo, tan alejado del que se asocia con el Modernismo británico, se juzgará como un efecto más de las políticas de inmigración del gobierno de la señora Thatcher; su falta de «poética unitaria», su «diversidad incluyente» (pág. IV), su «aire de familia» (pág. XI), sus aspiraciones de «poesía pública» (pág. XVIII), su rechazo de la «experiencia de las vanguardias» y su preferencia por una «voz menos radical y extrema» (pág. XX), todo ello junto apenas da para una poética cuyos fragmentos se explican mejor como efecto de lo social, que como una deliberada voluntad artística. Justificar el carácter unitario de esta antología como una «tensión de los tiempos […] posmodernos» (págs. XIXII) parece, a primera vista, una descripción provisional a falta de algo mejor, a falta de la antología que refleje algo que parezca «un grupo cerrado y con programa» (pág. XVII). Acaso en el futuro la intersección del experimentalismo y de la preocupación social permitirá ensamblar algo que en esta primera entrega parece demasiado inasible, algo que en la voluntaria limitación de sus referencias culturales y en el muy calculado rechazo de la tradición cultural canonizada se orienta hacia la clase media, clase media baja urbana, idéntica en Londres, Madrid, México, El Cairo y tal vez incluso en Riad. Un «aire de familia» y una «diversidad incluyente» que sólo excluyen, en sus propios términos, a lo que no es diverso no fundan una antología que abarque la obra poética de quienes nacieron entre dos fechas elegidas por su significación histórica, sino una poética escasamente definida que avanza perezosamente a remolque de los fenómenos sociales que definen sus contornos. De esta forma parcial, sí puede decirse que esta antología es necesaria para empezar a estudiar la obra poética escrita en inglés en las islas británicas durante los años acotados por los antólogos.

Algunos de los nombres que descuellan en esta obra son los que ya comienzan a resultar familiares al lector español. Son, entre otros, los de Simon Armitage, Sujata Bhatt, Robert Crawford, Michael Donaghy, Jane Duran, Michael Hoffman, Jackie Kay, Frank Kuppner, Paul Muldoon o Katherine Pierpoint. Se trata de autores que comienzan a definir su poética a lo largo de una línea isoquímena tendida desde la ausencia de convicciones de Simon Armitage, pasando por la reclusión en un mundo intimista y erótico de Sujata Bhatt, la rara conjunción de infancia y Escocia de Robert Crawford, la irreverente rebeldía de Michael Donaghy, la reflexión melancólica y sostenida sobre el sentido de la vida de Jane Duran, la cólera cuidadosamente argumentada de Michael Hoffman, la sostenida reflexión feminista de Jackie Kay, los interesantes juegos metapoéticos de Frank Kuppner, la cuestión irlandesa, que es la cuestión política para Paul Muldoon, hasta la vigorosa imaginación de Katherine Pierpoint. Lo que no llega a saberse muy bien, a pesar de todo, tras la lectura de esta obra, es si la poesía que se ofrece en esta antología, en los términos en los que se define, es poesía que vaya a recordarse por méritos propios o, más bien, se olvidará por haber limitado su campo de atención y observación a un repertorio algo reducido de intereses: los conflictos de identidad, las dificultades de la vida ordinaria, las relaciones personales o familiares, las reclamaciones de justicia e igualdad (sea de las mujeres, del trabajador o del excluido político), las penurias de la vida alienada. Incluso las muchas variaciones sobre estos u otros temas parecidos no llegan a ocultar que la lectura pasa varias veces por idénticos o muy parecidos lugares, ni que toda la capacidad de descontento personal o social no llega a conseguir buena poesía si no viene acompañada de algo más.

La antología de los autores mexicanos ofrece al lector español, sin embargo, algo impagable, algo que convierte en secundarios el acuerdo o el desacuerdo sobre la poesía escogida, y el acuerdo sobre la calidad o interés de la muestra representada: un trabajo de traducción serio y riguroso, un trabajo que permite al lector peninsular comprobar cuán provinciano se le queda el idioma cuando descubre que el whisky puede beberse en un botellín de bolsillo llamado anforita, los automóviles cambian de dirección con el manubrio, que un clavadista es un buceador, que azotar en el culo es dar de nalgadas, que cubrirse la cabeza con un sombrero de paja es cubrirse la cabeza con un sombrero de paja guango, o, en fin, que escribir con plumón equivale a escribir con rotulador. Los autores, que expresan muy adecuadamente el temor a los fallos que debe presidir todas las pesadillas de los traductores, se arriesgan a conjeturar que sus errores puedan llegar a formar un collar de perlas. Acaso las perlas sólo den para formar una pulsera, pero los aciertos y la belleza de la traducción, en su conjunto, compensan cumplidamente cualesquier errores que hayan podido cometer.

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