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La fuerza de la sangre

En la sangre. Dios, los genes y el destino

STEVE JONES

Alianza, Madrid, 1998

Trad. de Irene Cifuentes de Castro

304 págs.

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Las posturas personales sobre el alcance y consecuencias de la herencia biológica están por lo regular cargadas de prejuicios interesados, aunque éstos se disimulen tras convenientes disfraces científicos para guardar las formas. Esta aparente confianza en un dictamen experto, que se presenta como único e inequívoco, choca flagrantemente con su continuada tergiversación que, sin mayores escrúpulos, trata de promover adhesiones a actitudes opuestas. Es un lugar común que los veredictos científicos no son absolutos, sobre todo cuando el asunto es tan complejo como el que tratamos, pero también es cierto que suelen existir opiniones científicas manifiestamente mayoritarias que, muchas veces, están lejos de coincidir con las pretensiones ideológicas y, además, cuentan con una larga tradición divulgadora. En ésta se incluye el reciente libro En la sangre.

Steve Jones, profesor de genética de la Universidad de Londres, es un evolucionista de reconocido mérito cuyas expectativas profesionales se vieron amenazadas por el lamentable acoso al que fueron sometidas las instituciones académicas británicas por parte de la política thatcheriana. Para salir momentáneamente del paso no tuvo otro remedio que adaptarse a un nicho próximo, el de la divulgación científica en la BBC. Allí se encargó de un programa, incluido en las Reith Lectures, cuyo texto publicó más tarde con el título de The Language of the Genes (HarperCollins, 1993). A la serie radiofónica siguió otra televisiva titulada En la sangre, de cuyo correlato impreso nos ocupamos aquí. En su prólogo, Jones apunta que «los temas que se examinan en este libro pueden, sin duda, acomodarse a cualquier credo. Sin embargo, los hechos de la genética moderna son lo bastante notables como para mantenerse por sus propios méritos, sin preocuparse por las opiniones de los que los estudian» (pág. 21).

En la sangre está dedicado a un tema reiterativo, el de establecer cuál es la importancia relativa de los genes en la determinación de las diferencias individuales, sociales y raciales. La postura de su autor es la de un matizado escepticismo, tanto por la dificultad del asunto («A menudo no queda claro qué se debe a los genes comunes, a los ambientes comunes, o a ambos; o si en efecto, la diferencia significa mucho», pág. 37) como por la perversa distorsión de que ha sido objeto con el fin de justificar determinadas posturas ideológicas («la izquierda y la derecha se unen en la certeza común de negar o aceptar que las características humanas son innatas; pero ninguna se detiene demasiado en preguntar cuál podría ser su significado», pág. 37).

Veamos, por ejemplo, el caso de la herencia de la criminalidad (capítulo V: El pecado original) y su utilización con el fin de establecer hasta qué punto es uno responsable de sus actos, argumento esgrimido con frecuencia en los tribunales norteamericanos con éxito variable. El problema no tiene solución única por cuanto tenemos la certeza de que la importancia de los entornos social y familiar es profunda y, en estas condiciones, el influjo de los genes se difumina. ¿Cómo podríamos si no explicar que la tasa de homicidios por millón de habitantes sea cuarenta veces mayor en Detroit que en Inglaterra? ¿Qué otra interpretación cabe dar a que no menos de las tres cuartas partes de los niños de los barrios más miserables de Londres acaben robando aunque, además, sean hijos de delincuentes? Sin embargo hay ocasiones en las que un cierto determinismo genético, por difuso que sea, no puede descartarse. Entre ellas está la de cierta familia holandesa cuyos miembros muestran, por una parte, una exagerada propensión al delito, del incendio al asesinato pasando por la violación y, por otra, una elevada frecuencia de un daño hereditario que tiene como resultado la producción de una forma defectuosa de la enzima monoaminooxidasa, implicada en la neurotransmisión. Aunque la mayoría de los individuos afectados nunca ha delinquido y la variante genética aludida es exclusiva de la familia en cuestión, el caso ha sido utilizado con pretensiones de generalidad en repetidos intentos de transferir la fijación de la responsabilidad jurídica a la biología, cuando todo lo que ésta puede aportar es un puro asesoramiento técnico que cabe admitir o no.

No sólo los parientes comparten genes sino también los miembros de grupos más amplios cuando están relacionados genealógicamente, de forma más distante que la estrictamente familiar aunque no por ello menos cierta. La importancia de este fenómeno depende de la magnitud de la tendencia a aparear dentro o fuera del grupo, propiciada por motivos religiosos, sociales, étnicos o, simplemente, por la proximidad geográfica. Jones analiza, entre otros, el caso judío (capítulo II: La búsqueda de las tribus perdidas), como comunidad que pretende preservar un acervo étnico-religioso ancestral, autodefiniéndose en términos que son, en parte, genéticos; de hecho, una enmienda de 1970 a la ley llamada del Retorno, explicita que un judío es «una persona nacida de madre judía o que se ha convertido al judaísmo» (pág. 146). Estos requisitos, sin embargo, no cumplen su propósito si no vienen acompañados por un grado de endogamia que, hoy, sólo se da en el estado de Israel. Fuera de él, por ejemplo en los Estados Unidos, el porcentaje de matrimonios mixtos ha pasado del 20% al 50% en los últimos cincuenta años y, en la actualidad, sólo un cuarto de los hijos de estas uniones se educan en la religión judaica. Con todo, la coherencia del acervo genético anterior al Holocausto no parece haber sido intensa, al menos en Europa donde la semejanza genética entre judíos y no judíos de la misma nacionalidad era entonces mayor que la existente entre ciudadanos (judíos o no) de distintas nacionalidades. En este sentido, se aprecia que la población judía contemporánea presenta una mayor diversidad de linajes ancestrales masculinos (registrada en los cromosomas Y) que femeninos (en el DNA mitocondrial).

Más próxima a nosotros, aunque no analizada por Jones, es la pretensión de homogeneidad del acervo genético vasco, teniendo por tal el anterior al flujo migratorio provocado por el desarrollo industrial de la zona desde finales del siglo pasado, ya que la mayoría de sus actuales habitantes son descendientes de inmigrantes o de matrimonios mixtos. Una vez más se ha podido comprobar que ese acervo ancestral (en la medida en que individuos con ocho apellidos vascos pueden representarlo) no difiere gran cosa de los correspondientes a grupos próximos. Ciñéndonos a los dos sistemas genéticos más populares, el factor Rh y los grupos sanguíneos ABO, resulta que la frecuencia promedio de la variante denominada negativa (Rh _ ) es 38% en España, 39% en Inglaterra, 41% en Francia y 44% en la fracción aludida de la población vasca, alcanzando su valor máximo en Portugal (54%); por su parte la frecuencia de la variante B es 3% en la muestra de apellidos vascos, 5% en Portugal y 6% en España, Francia e Inglaterra. En otras palabras si existieron diferencias genéticas importantes en un pasado remoto, éstas ya habían sido diluidas por inmigraciones anteriores a la más moderna, aunque otras distinciones de tipo linguístico y cultural permanecieran.

En la sangre es una obra de divulgación científicamente rigurosa salpicada de anécdotas que hacen amena su lectura. Una de ellas, que resumo a continuación, vuelve a ilustrar el doble filo del tema racial (capítulo II: Sexo e impuestos). Aprovechando resquicios legales del texto de los antiguos tratados de paz, se han establecido en las reservas indias unos 130 casinos que controlan el 10% de los ingresos totales del juego en los Estados Unidos. Los beneficios, como cabría esperar, no se reparten equitativamente entre los miembros de la correspondiente tribu pero, de todas maneras, pueden ser sustanciosos y, en el caso de los 130 dakotas shakopees censados, representan una renta anual per cápita del orden del medio millón de dólares. En estas circunstancias no es sorprendente que la lista de aspirantes a la condición de natural de cualquiera de esas comunidades sea larga ni que los requisitos de admisión se cuestionen. En general, el aspirante debe ser descendiente de alguno de los firmantes del tratado original (o de los indios empadronados en 1877) y, además, tener un cierto porcentaje de sangre india que oscila entre un cuarto (un abuelo) y un dieciseisavo (un tatarabuelo). El primer condicionante, aumentaría desmesuradamente el número de posibles beneficiarios, por cuanto una sola gota de sangre bastaría, a costa de reducir su participación en las ganancias a una cantidad ínfima. El segundo reduciría ese número excesivamente, puesto que el porcentaje de matrimonios mixtos es hoy del orden del 70% y, por ello, es difícil que éstos acepten una norma que implicaría desheredar a sus descendientes en un plazo muy corto. Una vez más se pone de manifiesto que la preservación de un acervo genético a largo plazo sólo es posible bajo endogamia continuada y que, en su defecto, el concepto de raza deja de tener sentido biológico, aunque esto no quita para que se le puedan buscar otros.

La traducción, pasable en líneas generales, da la impresión de haber sido hecha con prisas. Esto parecen indicar algunas frases como la que sigue: «Uno [de los miembros de la familia holandesa mencionada], interno en una institución, apuñaló a su supervisor con una horca» (pág. 236). También se echa en falta cierto asesoramiento técnico que hubiera evitado algunos errores de bulto. Por ejemplo, el título de la obra de Herrnstein y Murray, The Bell Curve, puede traducirse literalmente como «La curva acampanada» o, de forma más precisa, como «La campana de Gauss», puesto que alude a la forma de la más importante y conocida de las funciones de distribución estadísticas, pero nunca como «La curva de Bell» (pág. 180).

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Ficha técnica

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