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La formación de la identidad en la reflexión contemporánea

La lucha por el reconocimiento

AXEL HONNETH

Traducción de Manuel Ballesteros, revisada por Gerard Vilar Crítica (Grijalbo Mondadori), Barcelona, 1997

232 págs.

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Porque la filosofía académica es siempre parasitaria de una tradición, la creatividad de su filosofar aparece como una cuestión secundaria. Su objetivo primordial es enmendarle la plana a los predecesores en el sillón universitario. Habermas intentó zafarse de la filosofía desesperada de su maestro Adorno, el hegeliano más consecuente de este siglo, tomando partido por un débil kantismo moral frente a la política del reconocimiento defendida por Hegel. La pasión ha sido desplazada a un segundo término y la apariencia de la autonomía individual, también llamada la filosofía del como si, se eleva esotéricamente por el proceloso y contingente mundo de la vida cotidiana. Habermas, a pesar de sus múltiples dudas, termina pactando con la tradición kantiana y, consecuentemente, rechazando el camino del espíritu hegeliano: el combate sin fin, es decir hasta la muerte, por y para que el otro me reconozca. No obstante, y ello es una muestra del gran historiador de la filosofía moderna que es Habermas, tiene que reconocer la importancia de la lucha –no del diálogo argumentativo– por el reconocimiento como factor esencial de la formación de la identidad en la reflexión contemporánea.

Habermas está atrapado entre el optimismo del ambiente intelectual USA de postguerra, por un lado, y el pesimismo intelectual de los filósofos de Frankfurt, por otro lado, y en vez de recurrir a la política del reconocimiento de Hegel y su tradición, especialmente la herderiana, toma prestado la noción del «otro» como constitutiva de mi voeidad del psicólogo norteamericano George Herbert Mead. Hegel, al fin, tiene un «sustituto» (Ersazt) yanki. La sustitución de un filósofo por un psicólogo social quizá no pase de ser una imaginativa metáfora del proceso de sustitución de la filosofía por las ciencias sociales en este siglo, pero real en el planeta de los saberes para quien se dedica a la filosofía. Un cambio demasiado duro, sin duda alguna, para quien ame la filosofía europea, y si no que le pregunten al filósofo canadiense Charles Taylor, pero este proceso de vaciamiento teórico e histórico perpetrado por Habermas de toda la filosofía hegeliana en general, y del sistema de la Sittlichkeit en particular, constituye su mayor aportación a la elite contemporánea y, por supuesto, el golpe más duro que han recibido los defensores de la política como ámbito y símbolo de reconocimiento del sentimiento y la razón constituyentes de la humanidad de los individuos.

Sin este contexto el libro de Honneth es incomprensible. A pesar de lo que digan los filósofos de salón y cita ajustada a los suplementos literarios, este autor, único discípulo de Habermas que ha logrado sucederle en su cátedra de Frankfurt, pretende «consumar» este proceso de vaciamiento de la «ética» (política) hegeliana del reconocimiento y de paso, como quien no quiere la cosa, de sus seguidores Marx, Sorel y Sartre: La formación de la identidad en la reflexión contemporánea «Ninguno de los tres contribuyó al desarrollo sistemático del concepto fundado por Hegel y profundizado psicosociológicamente por Mead; para ellos las implicaciones normativas del modelo de reconocimiento, que por otro lado manejan empíricamente con destreza, siempre han permanecido desconocidas, extrañas incluso, como para que pudieran retroceder a un nuevo plano de explicación» (pág. 192). Además de una lectura sistemática del joven Hegel perfectamente dirigida por Habermas y Taylor, la argumentación utilizada por Honneth para llevar a cabo esta operación se basa en la reconstrucción, siempre en el sentido habermasiano, de un modelo de reconocimiento que no caiga en los defectos del vacío formalismo del kantismo, por un lado, ni en el «empirismo» ciego de una concepción sustantiva del bien de origen hegeliano-comunitarista, por otro. Una vez más, como ya hiciera el maestro Habermas, se trata de nadar y guardar la ropa, entre Kant y Hegel está la solución. ¡Vamos, un imposible! Y no lo digo yo, sino que el propio Honneth reconoce al final del libro la dificultad de cómo puede ser posible un concepto formal de eticidad: «¿Cómo pueden encontrarse enunciados generales acerca de tales condiciones de posibilidad, si cualquier explicación de la estructura de autorrealización está inmediatamente en peligro de convertirse en una exposición de ideales de vida determinados e históricamente peculiares?» (pág. 208).

Parece claro que una mínima ética planetaria es preferible a un conglomerado de valores que se excluyen o se ignoran recíprocamente. Sin embargo que lo universal pueda comprender a lo particular, y a ello está dedicado una parte sustancial del libro, no significa defender un imaginario contrato («fundamentación última» de la norma ética) donde los hombres se convencen unos a otros por simples razones, pues, eso sería tanto como decir que los hombres son como los ángeles. Resulta más sensato creer, y a mostrar este asunto dedica la otra parte del libro, que el encuentro entre hombres y culturas diferentes implica una «lucha por el reconocimiento». La identidad individual y colectiva sería el resultado no sólo de interacciones comunicativas de carácter racional, sino también el producto variable de una mezcla de violencia y consenso, o mejor, de violencia que se racionaliza en consensos y de compromisos que reflejan relaciones de fuerza variable y, por supuesto, de argumentación. La clave de una ética a mitad de camino entre el universalismo, que defiende normas generales, y el particularismo, que se orienta por la autorrealización humana, según reconoce Honneth, se halla en la reconstrucción, naturalmente en el sentido de Mead y la ética del discurso inaugurada por Habermas, de las diferentes formas de reconocimiento recíproco, especialmente las «descubiertas» y tematizadas por Hegel: amor, derecho y solidaridad. O sea, siguiendo la versión «materialista» o transformación naturalista de la doctrina hegeliana del reconocimiento llevada a cabo por Mead, pueden concebirse los diferentes modelos de reconocimiento «como las condiciones intersubjetivas en las que los sujetos humanos pueden conseguir ocasionalmente nuevas formas positivas de autorrelación». En fin, con este «académico» y complicado procedimiento, a partir de las experiencias, casi siempre dolorosas (algo que parece no atreverse a decir Honneth), del reconocimiento singular aparece y crece ante nuestros ojos un mundo más «ético»: «Así, en la experiencia del amor están depositadas las oportunidades de la autoconfianza; en la experiencia del reconocimiento jurídico se alojan las cualidades del autorrespeto; y en la experiencia de la solidaridad, finalmente, se encuentran las de la autoestima».

Habermas intentó enmendarle la plana a su maestro Adorno inventando una filosofía de la acción comunicativa (de la racionalidad) pasando de la filosofía del reconocimiento (de la pasión) sin recaer en los problemas de una filosofía solipsista de la conciencia. Ahora, el discípulo de Habermas, Honneth intenta leer la grandiosa categoría de Sittlichkeit hegeliana en clave «formalista», o sea kantiana, para «enmendar» –complementar diría un exquisito kantiano– el kantismo exagerado que pudiera derivarse de su dilecto preceptor. Sin embargo, el resultado es muy desigual, porque Honneth es demasiado dependiente de Habermas para bien y para mal. Para bien, porque puede instalarse cómodamente en la grandiosa tradición que va de Kant y Hegel hasta Habermas, ¡casi nada!… Para mal, porque no sólo se inspira en las dos aportaciones claves de Habermas, sino que repite todos sus defectos, especialmente, rehuir la política como lugar de formación de la identidad individual y colectiva. Quizá, por eso, Honneth, en su tesis doctoral, no alcanzó a comprender la grandeza de un filósofo como Foucault y, ahora en este libro, yerra cuando tiene que rescatar para la ética y, sobre todo, para la política a Hegel, Marx, Sorel y Sartre. ¡También la filosofía académica es empeorable!

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