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La forma y el vacío

EL PRÍNCIPE MANCO

Suso de Toro

Lumen, Barcelona

624 pp.

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El príncipe manco reúne dos libros ya publicados de Suso de Toro, Tic-Tac (1993) y Círculo (1994), con la intención de presentar por vez primera en castellano dos piezas que, más allá de los avatares editoriales, forman un conjunto unitario. El propio autor manifiesta en el prólogo que abre el volumen su convicción sobre esa continuidad, que se sustenta claramente en un personaje, el Nano, «un príncipe de barrio, huérfano, amputado, sin trono y destinado a la parálisis» (p. 12). Tic-Tac y Círculo vienen a ser los cuadernos de bitácora de este ser peculiar, extraviado entre la estulticia y la lucidez, que se entrega a la tarea improbable de verbalizar el mundo confuso que le rodea. El resultado de esta empresa son dos obras caracterizadas por la mezcla de materiales muy heterogéneos y por la renuncia a una estructura novelesca tradicional, sustituida por una disposición abierta y fragmentaria de relatos, monólogos o experimentos más o menos lúdicos.

Habría que precisar, no obstante, que este modelo organizativo sufre, sin menoscabo de la premisa de la libertad, una modificación sensible que transforma el caos furioso de Tic-Tac en un devenir pautado por la consigna de lo cíclico en Círculo. De forma paralela, el discurso salvaje y, por momentos, hermético del primero acaba ahormándose en el segundo a cauces más sosegados y convencionales. Estas variaciones tienen que ver con las transformaciones que se operan en la visión del mundo del protagonista y albacea de los textos, el Nano, especialmente en lo que respecta a su percepción y vivencia del tiempo, que en fin de cuentas es el verdadero objeto de reflexión del libro. Ese recorrido se puede definir como el viaje de la conciencia desde la perplejidad y la confusión hacia la percepción de cierto orden recurrente en el devenir. Esto explicaría el contraste entre los textos salvajes y delirantes de Tic-Tac, que indagan en la crueldad, la violencia y –como antítesis paradisíaca– en la niñez, y los textos de Círculo, en los que la beligerancia vitriólica se sustituye por las aptitudes reveladoras de la paradoja y del misterio.
 

El príncipe manco manifiesta, por tanto, la unidad de sentido y la coherencia estética de dos obras que –ahora se ve claramente– necesitaban de una edición conjunta. Los cambios que se han señalado antes son, de hecho, elementos de cohesión más que de ruptura entre ambas partes, pues añaden ese elemento de progresión y de dialéctica que separa la novela de la antología o la mera recopilación. Hasta aquí ningún reparo. Es más, se pueden añadir otros alicientes, como la calidad de algunas de las piezas del collage, o la capacidad para crear una atmósfera de extrañamiento sostenida. Los problemas surgen cuando se intenta calibrar la altura de este libro de libros a la luz de las ambiciones confesas o implícitas que persigue, especialmente si se tienen presentes –y es imposible no hacerlo– los referentes literarios de los que bebe directamente.
 

El príncipe manco aspira a ser una especie de tratado fragmentario y sugerente sobre el tiempo, sobre los conflictos y las imposturas de la identidad, sobre la soledad, la escritura, las relaciones entre la ficción y la realidad y un largo etcétera. La realidad es que en ninguno de estos frentes se asiste a revelaciones trascendentales y que en los mecanismos literarios que se ponen a su disposición suelen prevalecer el efectismo y la pirotecnia del ingenio (o del exabrupto terrible) sobre la eficacia. Por eso, conforme se avanza en la lectura, va cobrando forma la sospecha de una impostura, correcta y hábilmente pergeñada, en torno al sentido y forma del libro, como si una y otra cosa respondieran a cierta concepción previa y aprendida en lugar de ser un punto de llegada, el resultado de una búsqueda personal. De ahí las dificultades para abordar las cuestiones más trascendentes desde una plataforma estrictamente narrativa, lo que suele desembocar en la enunciación explícita mediante los monólogos y demás textos adjudicables a la voz del Nano.Aquí es, precisamente, donde se produce la comparación odiosa con los modelos literarios con los que se dialoga. Por un lado, el Samuel Beckett de El innombrable y, sobre todo, Molloy, que suministra (según señala el propio autor en las páginas preliminares) el modelo de una voz torrencial y extraviada que crea y delimita la realidad novelesca. Por otra parte, los artefactos «para armar» de Cortázar, que claramente proporcionan el referente para la concepción de la estructura y de la idea sobre la temporalidad solidaria de aquélla. Pues bien, ni en uno ni en otro caso la inspiración sobrepasa los modestos márgenes de una imitación superficial y renuente, pese a las apariencias, al riesgo formal. De esta forma, el discurso del príncipe Nano acaba por seguir el camino tan clásico y transitado del «loco discreto», como un moderno Licenciado Vidriera: una máscara tras la que se transparenta con sospechosa facilidad el rostro del autor. Queda muy lejos, por tanto, de la tensión verbal y de la expresividad subversiva del escritor irlandés, de quien se toman sólo los tics más epidérmicos y tópicos del monólogo.Y en cuanto a la estructura, convendría aclarar que lo cortazariano es algo más que una sencilla alquimia acumulativa plagada de excursos lúdicos y de secuencias prescindibles (y no precisamente en el sentido irónico que maneja el autor de Rayuela).

En libros como éste se comprende el alcance del verso lorquiano que certificaba que las cosas «cuando buscan su curso encuentran su vacío». El príncipe manco satisface su aspiración de mostrar de forma unitaria un universo coherente que antes aparecía desgajado por los avatares de la creación y de la edición. Pero, paradójicamente, es en el cumplimiento de este propósito donde se percibe en toda su magnitud la esterilidad de un empeño que, aunque correcto, acaba convirtiéndose en un muestrario de quincalla. Una vez más, la posmodernidad mal entendida…

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Ficha técnica

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