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Ironía, verdad y democracia. Richard Rorty, in memoriam
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Richard Rorty, el pensador pragmático estadounidense, murió de cáncer el 8 de junio de 2007. Terriblemente mordaz y profundamente demócrata, su influencia se ha dejado notar en ámbitos como la filosofía, la crítica literaria o la teoría política. Su pensamiento es desafiante y profundo. Sus intervenciones públicas, corrosivas. La ironía y la continua defensa del modo de vida democrático lo definen como intelectual.

En su última entrevista mostraba su enorme preocupación por la situación contemporánea de la democracia. Temía el recorte de libertades en Estados Unidos y que las instituciones democráticas no soportaran la repetición de un atentado terrorista de similares características a las del 11-SDanny Postel, «Last Words from Richard Rorty», The Progressive, junio de 2007 (http://www.progressive.org/mag_postel0607).. Por otro lado, su amigo Jürgen Habermas cuenta la siguiente anécdota que ilustra su ironía: meses antes de su muerte, recibió un correo electrónico en el que Rorty pasaba buena parte del texto criticando la política exterior de George Bush con todo el sarcasmo del que era capaz. Repentinamente, salta aislada una frase: «Por cierto, tengo la misma enfermedad que mató a Derrida» y, como para atenuar el efecto, continuaba: «Mi hija cree que este tipo de cáncer proviene de leer demasiado a Heidegger»Jürgen Habermas, «Richard Rorty: Philosopher, Poet and Friend», http://www.signandsight.com/features/1386.html.

No voy a referirme a toda la obra de Rorty. Me limitaré a hablar de algunos aspectos interesantes de sus teo­rías en relación con las tres palabras que componen el título de esta recensión. Ni siquiera en eso pretendo ser exhaustivo, y raramente haré referencia a las múltiples polémicas en las que discutió de estos asuntos con los pensadores más destacados de su época. Deseo simplemente exponer con cierta claridad algunos puntos de vista rortyanos, aunque no siempre los comparta del todo. Trataré de dar al lector materia para pensar y replantearse algunas de sus creencias y opiniones más sentidas.
 

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Rorty fue uno de los pensadores más originales, y también uno de los más molestos. El establishment tanto de la derecha como de la izquierda han visto removidos los cimientos de sus rutinas reflexivas. Siempre se las arregló para desconcertar a unos y otros, y escandalizar a todos. Para la derecha, lo irritante eran sus críticas a la fundamentación racional de la forma de vida democrática, así como la ironía constante practicada contra sus valores culturales, religiosos y patrióticos. La izquierda no le perdonaba, por ejemplo, que afirmara, con Nabokov, que la única diferencia relevante entre Lenin, Trotsky y Stalin era la forma en que se arreglaban las barbas. O su defensa del liberalismo democrático y de un reformismo socialdemócrata frente a la retórica revolucionaria. O sus descalificaciones de las pretensiones emancipadoras de los posmodernos. Aunque utilizó conceptos y teorías de aquellos a los que criticaba, a veces acerbamente, muchos de éstos no perdonaban y, desde luego, no se quedaban atrás en sus descalificaciones (frívolo, superficial, burgués, antiburgués, irresponsable, xenófobo, etc.). Las críticas de la izquierda le dolían especialmente. En un viejo artículo comentaba que, ante algunos reproches, temía haberse convertido durante el sueño en neoconservador… como Gregorio SamsaRichard Rorty, «Thugs and Theorists», Political Theory, 5, 4 (noviembre de 1987), p. 575, núm. 5..

Tanta polémica denotaba una puesta en cuestión de algo crucial para todos: las pretensiones de una visión unitaria, de un punto de vista superior, divino, capaz de darnos acceso a la verdad, capaz de fundir teoría y práctica, de alcanzar exactitud científica, la naturaleza misma del ser humano, la emancipación o la autenticidad del hombre. Ni izquierda ni derecha, por razones diferentes, podían ver con buenos ojos las críticas rortyanas que ponían en cuestión el fundamento.

En realidad, en esto Rorty elaboraba siguiendo de cerca el pragmatismo de John Dewey, o Charles Pierce, o Richard Bernstein, u otros. También utilizando a historicistas o nominalistas como el primer Hegel, o Nietzsche, o posmodernos como Derrida. Pero pretendía que cada grupo cumpliera sus funciones en ámbitos diferentes: que unos –los primeros– de­sarro­lla­ran sus ideas en ámbitos públicos y democráticos, mientras los segundos cumplían con sus críticas feroces al modo de vida prevaleciente en un ámbito privado y restringido. El mundo del sentido común democrático y el mundo de la ironía crítica de­sa­tada. Y, según creía, la fusión de ambos mundos era completamente desaconsejable.

Rorty trata de aclarar esta idea en varios lugares. Prefiero la narración que hace en un artículo autobiográfico donde nos habla de su juventudRichard Rorty, «Trotsky y las orquídeas silvestres», en Rafael del Águila (ed.), Pragmatismo y política, Barcelona, Paidós, 1998.. En él comenta que procede de una familia de izquierdas antiestalinista –trotskista, de hecho– en cuyo seno llegó a entusiasmarse con la justicia social y la lucha de los oprimidos y terminó creyendo que todo el mundo decente era, si no trotskista, al menos socialista. Pero el muchacho tenía también intereses privados, fantásticos e incomunicables. Adoraba las orquídeas silvestres que crecían en las montañas donde vivió su familia durante un tiempo. Desde el principio, nos dice, tenía el proyecto de reconciliar a Trotsky con las orquídeas: hacer que, de algún modo, se pudiera ser un intelectual esnob y un amigo de la humanidad, un extraño solitario y un luchador por la justicia. Para ello, creía que debía fusionar ambos mundos, que sus manías personales, sus placeres privados en el saber sobre las or­quí­deas, se engarzaran con sus ansias de justicia. Pero, comenta, aquello era un error. A menos que los dos ámbitos se mantuvieran separados, nada podía funcionar. Ni la clase obrera mostraría interés alguno en las orquídeas y en los placeres de clasificarlas, conocerlas y contemplarlas, ni ese mundo privado tendría nunca nada que decir al mundo social y político. Esta es una suerte de metáfora sobre los peligros de la unión de teoría crítica y práctica democrática.

En realidad, Richard Rorty trata de promover, al mismo tiempo, la crítica y la responsabilidad mediante una división entre lo privado y lo públicoEstos asuntos sobre todo en Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, Parte II (Contingencia, ironía y solidaridad, trad. de Alfredo Eduardo Sinnot, Paidós, Barcelona, 1996).. En el ámbito de lo privado tienen lugar las demandas de autocreación, de transformación, de crítica radical, del cuidado de sí, de la perfección, de lo sublime. En el ámbito de lo público, en cambio, se colocan las demandas relativas a la solidaridad, la responsabilidad, la reciprocidad, la eliminación de la crueldad y la humillación. Ambos tipos de demandas son igualmente válidas, pero también inconmensurables: no hay modo de que establezcamos entre ellas una clara prelación. No hay forma alguna de tejer una historia coherente y clara capaz de integrar en el mismo «paquete», por un lado, a nuestros deseos de solidaridad y justicia social y, por otro, a nuestras más queridas peculiaridades privadas. No hay manera de establecer una unidad coherente entre teoría crítica radical y práctica democrática reformista, entre leer libros que nos golpean y descolocan y ayudar a los desfavorecidos, entre mis personales manías intelectuales y mi implicación con la mejora del mundo real.

El mundo de lo privado es el mundo del ironista (el género de los personajes se debe a Rorty). El ironista duda continuamente de los fundamentos de todo vocabulario, de todo proyecto político, de todo conjunto de valores, incluidos los propios. Sabe que esas cosas no son más que herramientas alternativas. Descree de sus herencias culturales y de las tradiciones que la conformaron, se aparta de lo que damos por sentado y dedica su tiempo a idear formas alternativas de ser y estar en el mundo. Este personal e irónico personaje es retratado así por el irónico Rorty: «Trata siempre de superarte, de ser excelente, pero sólo los fines de semana» (Always try to excel, but only on weekends).

Por su lado, el mundo de lo público debe poblarse de liberales partidarias de una democracia liberal desdivinizada y madura, descreídas respecto de las necesidades de fundamentar tal cosa en la razón o la ciencia, o el sujeto trascendental, o la historia indefectible. Sabedoras de que esa democracia surge a la sombra de nuestras mejores tradiciones occidentales, también ­creen, pese a ello, que la importancia de nuestro modo de vida democrático es incontrovertible y que precede a cualquier filosofía. De hecho, a este personaje que se mueve en el ámbito de lo público le parece una típica exageración de la modernidad la sugerencia de que es terriblemente importante para la vida política el tipo de teoría que se defiende. Si hace años Unamuno se esforzaba por demostrarnos que no hace falta creer en Dios para ser una buena persona, ahora Rorty nos sugiere que no hace falta creer en la razón para ser un buen ciudadano demócrata. En realidad, tanto un kantiano como un foucaultiano pueden decir cosas simétricamente absurdas y mantener un claro compromiso con la vida democrática.

Pues bien, en el ámbito de lo público, el objetivo es elaborar mediante el sentido común un aumento de la solidaridad y evitar o hacer descender la crueldad y la humillación dominantes. Siguiendo en este punto la definición de liberal ofrecida por Judith ShklarJudith Shklar, Ordinary Vices, Cambridge, Harvard University Press, 1984, p. 44. Para Rorty, véase Contingency…, pp. XV y 146; también 59 y ss, 90 y ss, etc., Rorty nos sugiere que establezcamos en lo público la regla de que la crueldad es «lo peor que podemos llegar a hacer» (the worst thing we do) y que tal regla rija nuestra práctica política. Sentido común, solidaridad y elusión de la crueldad son, así, los puntos de referencia públicos y el origen de la responsabilidad de los intelectuales: un sentido común que trabaje desde la normalidad democrática, una solidaridad que abra nuestras conciencias a los desfavorecidos, una elusión de la crueldad que nos movilice cuidadosamente hacia la resolución civilizada de los conflictos políticos.

Ocurre, no obstante, que esas reglas (sentido común, solidaridad y elusión de la crueldad) no pueden ser del todo compartidas por la ironista, pues ella sabe bien que la redescripción, la crítica y la ironía, esto es, sus actividades, rompen con el sentido común, a menudo humillan y no conducen en todos los casos necesariamente a la solidaridad. La redescripción en términos «realistas» del juego que un niño juega es un ejemplo de esto: el niño se defenderá rabioso contra esa redescripción irónica que convierte a guerreros y princesas, guerreras y príncipes en trozos de plástico o en bytes informáticos.

La estricta separación entre actividades se debe, pues, a la prudencia. Y esta escisión es uno de los puntos que han resultado más polémicos para sus críticos. No es sorprendente, desde luego. Creo, sin embargo, que lo que guía a nuestro autor es un miedo o, si se quiere, dos miedos simétricos y opuestos. El miedo a la banalización de la vida y de la democracia si la ironía de­saparece. El miedo a la irrupción sin freno en la esfera pública de deseos de sublimidad, de ideales magníficos que en el siglo xx han asolado el mundo (por ejemplo, comunistas, fascistas, nacionalistas, neocons).
 

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Otro punto en el que se han concentrado las críticas ha sido el asunto de la verdad y sus implicaciones políticas. Rorty trata de desligar la reflexión política de la búsqueda de fundamentación en la razón o la ciencia como fuentes de certeza. Uno de sus primeros li­bros de éxito criticaba frontalmente la idea de la ciencia como espejo interior que nos permitía «reflejar» una objetividad exteriorRichard Rorty, Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton, Princeton University Press, 1979.. En esto la crítica que efectúa es paralela a la crítica posmoderna. Pero no hay aquí nada nihilista. Ahora el tono es muy diferente y las consecuencias que se extraen de algunas afirmaciones son opuestas a las posmodernas porque suponen una reivindicación decidida de la democracia. En efecto, el pragmatismo rortyano sugiere que nos desembaracemos de la «ansiedad cartesiana»El término se debe a Richard Bernstein, Beyond Objectivism and Relativism: Science, Hermeneutics, and Praxis, Oxford, Basil Blackwell, 1983, pp. 16 y ss., esto es, de la búsqueda de fundamentos incontrovertibles para la teoría y la práctica. Esa ansiedad reposa sobre una alternativa tan tajante como falsa: o existe algún soporte para nuestros saberes y tomas de postura, o no podremos escapar a la oscuridad, el caos moral y la locura. Un argumento parecido al de aquellos que, en los siglos del Barroco, afirmaban que una sociedad sin religión era pasto de la anarquía (en realidad, esto lo afirmaban entonces casi todos y, hoy, bastantes). Por eso Rorty se halla aquí en una situación similar a la de un ateo que vive en el seno de una cultura hiperreligiosaRichard Rorty, Truth and Progress. Philosophical Papers III, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, p. 41..

No obstante, abandonar esa ansiedad sólo supone asumir sin demasiado alboroto la «muerte de Dios», esto es, la desaparición de la metafísica fundacional de nuestras formas de vida, y sugerir que ese deceso no supone, sin embargo, que debamos abandonar ciertos valores políticos que nacieron asociados al dios ilustrado.

Porque lo realmente esencial es que, pese al mundo de fundamentación que hemos perdido, podamos, como el pragmático cree que podemos, seguir reivindicando un puñado de valores, ahora sí, esenciales para nosotros: libertad, democracia, crítica, diálogo, solidaridad… Debido a su reivindicación de esos valores políticos, Rorty, al contrario que la crítica posmoderna, gira ahora hacia la comunidad política democrática y concreta como fuente de legitimidad y validación. Así pues, la búsqueda de verdad o justicia, de crítica o solidaridad, debe desligarse de la retórica de la «objetividad», típica de la «filosofía del sujeto moderno», y alejarse también del decisionismo posmoderno para pasar a centrarse en la prioridad de lo intersubjetivo, lo dialógico y lo comunicativo presente en nuestra forma de vida. Esto significa que las diferentes proposiciones o las diferentes tomas de postura deben juzgarse, no de acuerdo con algún molde previo y racional de lo que «debe» hacerse, sino de acuerdo con su impacto y sus consecuencias prácticas sobre la comunidad democrática. El juicio pragmático es, pues, consecuencialista: juzga por las consecuencias de las acciones, no por su ajuste a un conjunto de prescripciones a priori. Esto viene a significar un punto de vista dinámico, ligado al cambio, la experimentación, la reforma, la novedad…, e igualmente la convicción de que el cultivo de determinados hábitos de conducta entre los ciudadanos (hábitos críticos, vinculados a la autonomía, a la re­fle­xi­vi­dad, etc.) constituyen, al tiempo, el objetivo de una teoría y una práctica política legítimas, y el único «fundamento» al que podemos aspirar para validar nuestros proyectos. Todo lo que nos queda en esta época posmetafísica es la conversación con otros y ese es nuestro único acceso al mundo: un acceso intersubjetivo. De ahí la primacía de la democracia sobre la filosofía, de la libertad sobre la verdad, de los procesos comunicativos sobre las esenciasRichard Rorty, Objectivism, Relativism and Truth, Philosophical Papers I, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, por ejemplo pp. 175 y ss..

Estos procesos producen todo lo más opiniones argumentadas y creencias suficientemente justificadas. Pero tales cosas no son indeterminadas o arbitrarias, sino que se hallan vinculadas a la comunicación, a la conversación, a la educación mutua y a la crítica: a nuestros hábitos democráticos de discusión y deliberación conjunta. En realidad, estas conversaciones constituyen el intento de mayor éxito que conocemos para establecer un lenguaje común entre los humanos, y su puesta en marcha supone una profunda transformación de los participantes, pues en el seno de la conversación pública «ya no se sigue siendo el que se era»Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, trad. de Ana Agud y Rafael de Agapito, Salamanca, Sígueme, 1984, pp. 457-458.. El poder de la palabra toma el lugar del fundamento. La historicidad radical y la solidaridad sustituyen al universalismo y la verdad. Todo se escora ahora hacia la defensa de los valores conversacionales, de la voluntad de habla y la voluntad de escucha, sin que en esta lucha poseamos ningún tipo de «confort metafísico», como lo llamó Nietzsche.

La ausencia de ese confort se infiere de la contingencia de aquello por lo que estamos apostando, esto es, de la contingencia de la conversación misma. En efecto, esta no es la forma definitiva de arreglar las cosas, ni la que mantiene un contacto con alguna realidad esencial (Dios, la razón, la historia), ni la forma verdadera o universal de enfrentar una vida «verdaderamente humana». Todas estas alternativas están basadas en versiones seculares de creencias religiosas que desean «asegurarse» sometiéndose a algo grande, poderoso y no humano, porque eso les apoyará ante otras opiniones, les garantizará la victoria o les ayudará a no temer la muerteRichard Rorty, Philosophy as Cultural Politics. Philosophical Papers IV, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, por ejemplo p. 35. Existen multitud de referencias repartidas por toda la obra de Rorty sobre estos temas..

Pero tratar de fundamentar la conversación y el diálogo en algo absoluto, es –piensa Rorty– una tarea inútil e innecesaria. El diálogo, la conversación, la justificación, la argumentación, la civilidad, etc., no son sino virtudes y, como tales, no comunican con lo seguro o lo ineludible, sino con lo conveniente para la vida en libertad y para la comunidad política democrática. Dicho de otro modo, si son solamente virtudes es porque se hallan asociadas a una forma de vida, la nuestra, la de los «demócratas liberales»Richard Rorty, Objectivity…, pp. 197 y ss..

Ahora bien, si la conversación, la argumentación, la deliberación, el diálogo, etc., no son sino virtudes, no son sino nuestra forma de ver las cosas, ¿no deberíamos estipular sus condiciones y sus reglas internas y pasar a considerarlos como presupuestos o fundamentos de toda conversación? ¿No sería esta la vía para convertir nuestras apuestas a favor de la democracia en algo más que una ocurrencia contingente producto de la evolución azarosa de nuestra comunidad política? Dicho de otro modo, si lográramos generar una conexión con algo sólido (un procedimiento racional y universal que estableciera las condiciones necesarias de toda conversación para llegar a acuerdos verdaderos), ¿no nos garantizaría eso que nuestra opción conversacional y democrática es mejor que sus alternativas? ¿No tendríamos así seguridad de acertar, seguridad de trabajar por la alternativa racional, válida y justa? ¿No nos ayudaría esto a lograr, además, un «ideal comunicativo» respecto del cual comparar las prácticas democráticas concretas (ya fueran nuestras o de otras sociedades) para denunciar los abusos y la mentira o la manipulación? ¿No daría fuerza a nuestros procedimientos ideales democráticos conectarlos con lo racional, lo justo, lo universal? ¿No elu­di­ría­mos así la acusación de relativismo que suele caer sobre estas formas de razonar rortyanas?

Hay autores que se han inclinado contemporáneamente por algunas de estas ideas. Jürgen HabermasJürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa I y II, trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1987., por ejemplo, ha intentado estipular esas condiciones del diálogo en una serie de reglas racionales susceptibles de considerarse universales. Así, vindica una suerte de «comunidad ideal de comunicación» como supuesto ineludible de toda conversación no manipulada y racional. Sólo allí donde esas condiciones se dan el diálogo puede conducir a un consenso verdadero no basado en la violencia o la manipulación. Y ese concepto regulador se basa en tres piezas: la libertad para hablar, la igualdad para hacerlo y la idea de que la fuerza que se imponga en la discusión sea únicamente la fuerza del mejor argumento. Esas condiciones, como puede verse, corren paralelas a ciertas instituciones de la democracia liberal contemporánea: libertad de expresión, o de asociación, o de manifestación, o pluralismo informativo, o una esfera pública abierta a todos-as, o deliberación conjunta, o exclusión de la violencia, etc. Esa coincidencia hace que el argumento de Habermas sea música para nuestros oídos, pues las piezas básicas de su concepto y nuestros valores coinciden. Se nos dice que son universales y racionales valores e ideales que son los nuestros y eso hace que nos parezca evidente su superioridad. La fuerza de la argumentación habermasiana reside en eso: en su capacidad para convencernos de la superioridad racional de lo que de todas maneras constituye el ideal de nuestra forma de vida. Lo que él pretende decirnos es: esto, que es racional, debe ser el fundamento de nuestra forma de vida y de nuestros ideales. Lo que no­so­tros escuchamos es: esto que constituye el fundamento de nuestra forma de vida y de nuestros ideales, resulta que es racional. La inversión no es inocente. Pero esta descripción de su teoría es demoledora: lo que pretende considerar como racional y universal no es sino nuestra manera de ver las cosas, una hipóstasis de los valores que manejamos nosotros, los demócratas liberales de Occidente. Y esta es precisamente la descripción que hace Richard RortyVéase, por ejemplo, Richard Rorty, Essays on Heidegger and Others. Philosophical Papers II, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 164 y ss (Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos, trad. de Jorge Vigil, Barcelona, Paidós, 1996); para una crítica en sentido similar de la obra de John Rawls (o quizá sería mejor decir una pragmatización de Rawls), véase también Richard Rorty, Objectivity…, pp. 197 y ss..

Ciertamente, él no niega la necesidad de estipular esas condiciones que fundamenten la conversación democrática. Lo único que dice es que conviene considerar a esas condiciones como «nuestros» criterios, acordados temporalmente y de carácter contingente. Criterios que nos resultan útiles porque nos ayudan a continuar la deliberación con los compañeros de nuestra comunidad política. Lugares de reposo para la argumentación temporalmente acordados (temporary resting places), consensos parciales y cambiantes sobre los que se construye nuestra vida democrática, pero no condiciones generales que representen la verdad y la justicia para toda vida democrática y para cualquier comunidad política en términos universalistas. Son los ideales de nuestra forma de vida concreta los que guían y corrigen nuestras pretensiones e, incluso, la idea de que es justo, o bueno, o fructífero, regirse por un sistema democrático basado en el diálogo, la conversación y la deliberación conjunta, es simplemente nuestra idea de las cosas y no comunica con esencia humana alguna (o no lo hace más profundamente de lo que podrían hacerlo otras alternativas, basadas, por ejemplo, en la excelencia, en la tradición, en el saber de los expertos, en la religión y un largo etcétera de opciones). Es decir, un demócrata no está más cerca de ser un «verdadero ser humano» de lo que lo está un fundamentalista, y esto es así aunque el demócrata nos guste y el fundamentalista nos repugne. ¿Qué hace entonces superior a la democracia? Rorty contesta con una pregunta: «¿Se le ocurre a usted algo mejor? Discutámoslo».

Para Rorty no se trata de «tener» la verdad, de que la objetividad «exista», sino de tener opciones para redescribir alternativamente la realidad, de tener libertad para narrar un mundo alternativo. No se trata de «la verdad» sino de la justificación de nuestras ­creen­cias y proyectos ante audiencias concretasRichard Rorty, Philosophy and Social Hope, Londres, Penguin, 1999, p. 38.. Se trata de que «si no­so­tros cuidamos de las libertades políticas, la verdad ya se cuidará a sí misma»Eduardo Mendieta (ed.), Take Care of Freedom and Truth Will Take Care of Itself. Interviews with Richard Rorty, Standford, Standford University Press, 2006..

El grave problema es que esta argumentación pragmática parece conducir al relativismo: ¿están ustedes diciendo que da igual una cosa que otra? ¿Que da lo mismo la democracia o el totalitarismo? Lo que en realidad los pragmáticos dicen es similar, pero en absoluto idéntico, y viene a ser, más o menos, lo siguienteRichard Rorty, Contingency…, parte I.. El discurso de la razón fundamentada y universal o la ciencia segura y exacta, puede que fueran muy útiles a la democracia en sus inicios hace ya dos siglos. Puede que sirviera para oponerse a las pretensiones de los sistemas entonces existentes con argumentos fuertes y trabados. Pero ya no es necesario como fundamento metafísico de nuestras formas de vida. De hecho, si algo hay de bueno en ellas, esto se consiguió por la suma de procesos contingentes, a través de las luchas y el sufrimiento, el esfuerzo y el trabajo de seres concretos, heroicos y altruistas, silenciosos y solidarios, y en absoluto por la existencia o no de una Razón universal, una Ciencia exacta o una Historia indefectible (todo con mayúsculas, naturalmente). Nuestros valores e ideales liberal-democráticos no exigen que escapemos al reconocimiento de su contingencia mediante fundamentación universal alguna: sólo exigen redescripciones mejoradas, refinamientos reflexivos y prácticos, no seguridades absolutas. Y esto es así aun cuando tengamos que admitir que no podemos demostrar incontrovertiblemente que nuestra forma de vida democrática es superior a sus alternativas. Después de todo, tampoco tenemos manera alguna de silenciar nuestras dudas y «asegurarnos» la amistad o el amor. Y si no podemos estar seguros de esas cosas «sencillas» e individuales, ¿cómo podríamos estarlo de algo tan ambicioso como la justicia universal o el sistema político verdaderamente racional? Aunque esto no debe intranquilizarnos demasiado mientras mantengamos el espíritu de lucha por nuestras ideas y sepamos que algo puede considerarse como una profunda y sentida regla de acción práctica, aunque haya sido creada por circunstancias históricas contingentesIbidem, pp. 52-54, 189, etc.. Que podemos luchar por cosas en las que descreemos, de las que no tenemos una plena y absoluta seguridad. Se trata –decía Camus– de saber si los seres humanos, sin el auxilio de lo eterno o la razón fundamentada, pueden crear sus propios valoresAlbert Camus, «Pesimismo y tiranía», trad. de Rafael Aragó, en Obras, vol. 2, Madrid, Alianza, 1996, p. 684. y tener fuerza para defenderlos.

Rorty cita a Isaiah Berlin, que cita a su vez a Joseph Schumpeter: «Ser conscientes de la relativa validez de las propias convicciones y, aun así, defenderlas resueltamente, es lo que distingue a un hombre civilizado de un salvaje»Richard Rorty, Contingency…, pp. 46-47.. Porque no es la certeza lo que nos implica en el combate por la libertad, sino el gusto por la libertad misma.

 

 * Este trabajo se enmarca en el proyecto CCGOE UAM-HUM 0112.

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